Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Ciudad perdida en la selva peruana
Arqueología
la ciudad perdida entre las selvas
El jueves primero de octubre, dos hombres morenos y tímidos, curtidos por el Sol de las selvas peruanas, atravesaron las puertas de la gran sede de la Comisión Interministerial de Cooperación Popular, en el centro de Lima, Perú.
Este organismo administrativo, cuyo origen se halla en el espíritu comunitario de la antigua civilización incaica, fue creado por el presidente Fernando Belaúnde Terry en los primeros meses de su gobierno, para impulsar el desarrollo de los “pueblos olvidados”: los viejos centros de población indígena y mestiza, enclavados en los reductos de las altas montañas andinas o perdidos en las zonas selváticas del Nordeste.
Luego de cruzar un pasillo de veinte metros y varias oficinas, Carlos Tomás Torrealva Juárez y Alfredo del Castillo se enfrentaron con el señor Carlos Figueroa Checa, jefe de Prensa y Relaciones Públicas de la sede limeña: “Traemos un memorial para el presidente Belaúnde, firmado por las autoridades y los ciudadanos del pueblo de Pataz —dijo Torrealva Juárez, casi de un tirón; y mientras su rostro se iluminaba, agregó—: Acabamos de descubrir unas ruinas muy antiguas en plena selva.”
Pataz está ubicado en el Nordeste del Perú, en el departamento La Libertad. En toda esta zona, a través de grandes desniveles y pendientes rocosas, se continúan hacia el Norte los bosques tropicales y la selva amazónica por donde corre la frontera peruana con el Brasil.
Torrealva Juárez, de 41 años y ex alcalde de Pataz, fue el comandante de una expedición integrada por doce vecinos, miembros de la Asociación Cooperativista “Las Palmas” y, como casi todos los patacinos, mineros y descendientes de mineros.
Desde hace años, en Pataz no hay un solo pedazo de tierra ni una sola mina “que no pertenezca a las familias ricas”. No había trabajo en el pueblo; tras la plaza del cabildo, la vegetación comenzaba un anillo vertiginoso, ya casi cerrado sobre los terrenos más bajos de los hogares humildes.
“Si uno se descuida, la selva llega hasta los mismos patios”, comentó Alfredo del Castillo, de 39 años, experto en todos los peligros naturales de la región.
Con la ayuda de Cooperación Popular —préstamo de equipos y materiales de labranza— y ante la “necesidad de las tierras para vivir”, los mineros de Pataz se trocaron en campesinos y volcaron su esperanza en la selva.

La marcha hacia el pasado
En la madrugada del 14 de setiembre partieron del pueblo, en busca de nuevas fuentes de trabajo. Perseguían dos o tres abras y un extenso llano apto para la agricultura, que ya había sido avistado por expediciones anteriores. Según el ex alcalde, la falta de trabajo en Pataz “es tan vieja como la maleza”.
El deseo de los obligados campesinos era hallar algo, aunque fuese un campito, antes de que llegaran las grandes lluvias. A fines de octubre, comienzan los días del diluvio en el Nordeste peruano, donde los pequeños pueblos se aíslan unos de otros por extensas zonas de bañados y desbordes fluviales que anegan los caminos y las sendas linderas, durante más de cuatro meses.
En el mediodía del 16 de setiembre, la expedición bordeaba la región limítrofe del distrito de Huicungo, en la provincia de Mariscal Cáceres, departamento de San Martín. Dos horas más tarde, en una hondonada del terreno, que concluía en pendiente suave hacia el Oeste, Torrealva Juárez descubrió los restos de una especie dé fortaleza militar, semiaflorada entre la maleza.
A las pocas horas, la expedición halló más de cinco plataformas de piedra, alzadas al final de la planicie. Tras una pequeña quema de la vegetación seca, surgieron cinco construcciones abovedadas, con grandes cabezas esculpidas en las rocas internas.
Casi al caer la noche, mientras los hombres del ex alcalde de Pataz descubrían un muro de 3 metros, con tallados y cabezas labradas en la piedra. Alfredo del Castillo, rezagado a 300 metros de las ruinas, talaba a golpes de machete alrededor de cinco columnas de roca blanca, adornadas con bajorrelieves.
Al día siguiente, a pocos metros de las ruinas, los expedicionarios coronaron sus esfuerzos por las nuevas tierras de cultivo: hacia el Nordeste, tras la planicie, se extendía una llanura de pastos altos, abierta casi a cincel entre dos imponentes formaciones boscosas.
“Nunca olvidaremos el retorno a Pataz —comentó el jefe de la expedición—. Volvimos cantando por la selva durante tres días. Pasó algo increíble: la senda que nosotros abrimos a la ida, estaba aún abierta a nuestro regreso.”
Alfredo del Castillo asintió con la cabeza y se apresuró a explicar: “En menos de doce horas, la selva vuelve a cerrarse sobre una senda. Siempre fue así. Esta vez, la nuestra estaba todavía tal cual la dejamos.”
Para los pobladores de Pataz, el descubrimiento arqueológico es como el reencuentro, a través del bosque, de una comunidad de campesinos peruanos del siglo XX con la antigua comunidad indígena del imperio incaico.

Las viejas consejas
Si bien conoce poco de arqueología, para Torrealva Juárez las columnas y las cabezas de piedra no fueron una sorpresa total. Hace 17 años largos que el ex alcalde sabía “de unas ruinas que están por el Norte”.
Las tradiciones orales arraigadas en el pueblo, los cuentos de los ancianos y hasta los mismos niños de Pataz hablaban de las piedras blancas de una planicie que, según la creencia general, fueron traídas y talladas por los viejos incas.
En la Argentina, el arqueólogo Alberto Rex González, jefe de la División de Arqueología del Museo de La Plata, no comparte la opinión de los descubridores peruanos, ni la tesis de la expansión incaica hacia las selvas del Nordeste, motivada por las persecuciones de los conquistadores españoles sobre los habitantes indígenas del Cuzco y de otras antiguas ciudades incas.
“Los incas eran hombres del altiplano y de las altas montañas. Estos fueron sus medios ecológicos —explicó el estudioso argentino—. Hasta ahora, no hay pruebas de un establecimiento incaico en plena selva.”
Rex González, graduado en 1948 en la Universidad de Columbia, USA, sostiene que los aspectos arquitectónicos del muro y los motivos decorativos de las columnas no son incaicos; aunque considera que el material fotográfico, tomado por los mismos expedicionarios, es muy pobre y de escaso valor científico para determinar el origen de las ruinas.
Según Rex González, todo parece indicar que el descubrimiento de los campesinos es otro nuevo salto a la luz de la América oculta, que día a día se abre en México, Centroamérica, Ecuador, Perú y en “nuestro territorio argentino, realmente insospechado”.
En estas inmensas áreas, por donde se rastrean capas enteras de siglos y civilizaciones, el panorama arqueológico de las culturas precolombinas continúa en buena parte bajo tierra o emplazado en las cumbres andinas.
Para el jefe de la División de Arqueología del Museo de La Plata —que ya realizó tres viajes de estudios al Perú—, “las ruinas de la selva podrían ser obra de civilizaciones preincaicas o de otras culturas que descendieron sobre esa región. Hay zonas peruanas que se conservan en perfecto misterio arqueológico”, comentó el científico de 45 años en su gabinete del Bosque de La Plata.
Para desentrañar ese tumulto dormido de piedras e inscripciones, los investigadores de Lima y de Cuzco empezaron a marchar, la semana pasada, hacia las ruinas de Pataz. También los campesinos peregrinan a la antiquísima ciudad selvática, ante la segunda amenaza de las lluvias de octubre. Quieren sembrar su maíz entre los monumentos.
“Ya que los arqueólogos vendrán con picos y palas, no desentonarán con nosotros”, comentó el descubridor campesino de las cinco columnas. Lejos de allí, en el Nordeste, mientras aprontaba sus machetes para abrir otras picadas en la maleza, el ex alcalde imaginó, esperanzado: “Creo que el maíz de Pataz, en plena selva, crecerá este año más alto que el muro de tres metros.”
Aunque la lucha por el maíz será ardua y los campesinos tendrán que resistir largos meses antes de que la llanura esté lista para arar.
“Sabemos lo que nos espera”, comentó Alfredo del Castillo; pero, más tarde, la imagen de la fertilidad recrecía en las palabras del ex minero patacino; “Es la mejor tierra que conozco, la mejor.”
Contagiados por el espíritu de los descubridores, la gente de Pataz no habla de otras cosas que no sean tierra, maíz y ruinas. Los deseos campesinos van desde lo posible —conseguir más instrumentos de labranza— hasta lo casi imposible: que llueva poco en noviembre, que los ríos no se desborden sobré la llanura detrás de las ruinas, que las sendas linderas no desaparezcan entre la maleza.
El anhelo de los patacinos fue rematado por el mismo ex alcalde: “Que la tierra se inunde. Nosotros comenzaremos después de las aguas, y quizás hasta aprendamos a domarlas con la ayuda de los ídolos que hemos encontrado.”
27 de octubre de 1964
PRIMERA PLANA
Nota: acerca de la evolución de este descubrimiento ver https://diariocorreo.pe/peru/descubrimiento-enigmatica-ciudad-perdida-selva-peruana-el-gran-pajaten-patrimonio-mundial-natural-de-la-humanidad-arqueologia-peru-nnsp-noticia

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