Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Concorde
CONCORDE 02:
UN REPORTAJE SUPERSÓNICO
En 1974, cualquiera -es decir, cualquiera que tenga el dinero suficiente para pagarse el pasaje- podrá romper y aun duplicar la barrera del sonido a 16 mil metros de altura. Por ahora es un privilegio de los pilotos de prueba y de un periodista inglés cuyo relato publica aquí SIETE DÍAS con exclusividad

La semana pasada, mientras un copioso aguacero anegaba las anchas pistas del aeropuerto de Fairford, en Inglaterra, un nuevo prototipo del Concorde —el 02— levantaba vuelo por primera vez. A bordo llevaba un complejo instrumental, destinado a registrar el comportamiento en el aire de la flamante máquina. Junto a esa parafernalia de zumbadores aparatitos electrónicos sólo quedó lugar para una estrecha butaca, que fue ocupada por el único pasajero de ese viaje inaugural: el periodista Laurie Lee, del británico Daily Telegraph. La crónica de ese breve paseo supersónico —cuyos derechos exclusivos de reproducción adquirió SIETE DÍAS— se parece, de alguna manera, a un fantástico salto en el futuro. Lo que sigue es una síntesis del informe alumbrado por el reportero londinense.

CANTANDO BAJO LA LLUVIA
La noche antes de que el Concorde 02 —el más reluciente modelo experimental del famoso avión supersónico de pasajeros franco-británico— decolara por vez primera, un viento plañidero hizo gemir las puertas y ventanas del caldeado hotel de Cotswolf —cerca de Fairford—, residencia transitoria de los técnicos y pilotos de prueba de la nave debutante. Después de la comida —parcamente inglesa, sabrosa y tradicional— los aviadores no pudieron dejar de auscultar los vaivenes del tiempo y de saturar la sobremesa con las eternas, inevitables anécdotas aeronáuticas.
Los veteranos, a pesar de la extrema juventud de todos— narraron espeluznantes vuelos a ciegas, inventariaron asmáticos motores detenidos en pleno vuelo y espantaron con trágicas leyendas de máquinas desaparecidas en su primer viaje. Compartir una desaprensiva tertulia de ese tope cuando uno solamente ha trepado a bordo de modestos aviones comerciales puede congelar las intenciones más osadas. En verdad si no se lleva en la sangre un buena dosis de gusto por el peligro resulta bastante difícil montarse sin miedo en un avión experimental que todavía no ha volado nunca. El trance se vuelve más urticante si se trata de una nave diseñada para viajar a una velocidad que supera en dos veces la del sonido. Pero eso no es todo si para el bautismo aéreo se ha optado, ex profeso, por un día de tormenta —para someter a la nave a exigencias de máximo rendimiento—, el coraje del neófito disminuye en forma alarmante y el orgullo comienza a trasformarse en una cosa bastante molesta.
A la mañana, el chubasco aún continuaba con fuerza. El informe meteorológico auguraba que en las próximas horas el tiempo podía empeorar aún más. Eso, aparentemente, ero lo que esperaba Cristopher Belden, un ingeniero galés de 38 años, encargado de liderar la prueba. En efecto, después de consultar con el piloto, John Cochrane, y con el copiloto, John Walker, algunos detalles relativos al decolaje, Belden fijó las 10 de la mañana como hora de partida.
A las 9,30 la tripulación y el único pasajero fueron invitados a subir a bordo: en ese momento sólo una débil garúa se aplastaba contra las alas de la máquina, que yacía a unos 200 metros del gigantesco hangar. El navegante del aparato (un alegre jovenzuelo de marcado acento escocés) palmeó amistosamente al cronista y le disparó una frase socarrona: “No se preocupe, que todo irá bien —supuso—; si tiene miedo haga como yo: canto una canción en voz baja y todo se soluciona’’. En el momento de trepar por la escalerilla del Concorde 02, bajo una lluvia despaciosa y mortificante, los oídos del pasajero detonaron al ritmo de una muda aria operística, tarareada en voz callada, salteando bemoles y sostenidos en una vigorosa interpretación que su autor, el pobre Giuseppe Verdi, seguramente no hubiera aprobado.
De cualquier forma, una vez en la incómoda butaca, rodeado de aparatos extrañísimos y de tableros incomprensibles, sólo quedaba lugar para el deslumbramiento y la sorpresa. La espaciosa cabina interior, que está pensada para alojar cómodamente a más de un centenar de pasajeros, estaba totalmente ocupada por un verdadero amasijo de cables y testers erizados de clavijas, botones, llaves, palancas, pulsadores, interruptores y señales luminosas intermitentes, que algunas veces se teñían de inquietante color rojo.
Algo más de media hora le llevó al piloto chequear el buen funcionamiento de todas las partes de su máquina, en tanto las cuatro turbinas Rolls Royce del aparato comenzaban a zumbar ensordecedoramente. Si no hubiese sido por la tensión inevitable del momento, la monótona letanía recitada por el capitán habría invitado a descabezar unos minutos de reparador sueño. Resultaba imposible, sin embargo olvidarse de que uno estaba estrechamente sentado sobre un peligroso monstruo de aluminio y titanio, capaz de multiplicar por dos la velocidad del sonido.

CUATRO PASOS EN LAS NUBES
Pocos minutos después de las 10 de la mañana de ese pluvioso día elegido para testear el prototipo, el director de vuelo Belden (refugiado en la torre de control del aeropuerto) se comunicó con el piloto Cochrane y le impartió la orden de comenzar la prueba. Las cuatro turbinas alojadas debajo de las alas gimieron roncamente y el aparato empezó a deslizarse por la pista. Primero recorrió la franja de cemento hasta colocarse en el punto de partida; después, quieta sobre el suelo pero deseosa de partir, la nave se estremeció desde la nariz hasta la cola cuando el comandante del avión aceleró a fondo los motores. Durante breves minutos pareció que el aparato estaba anclado en el cemento y que no se movería ni un solo milímetro. Entonces, la voz de Belden sonó en los intercomunicadores para decirle al capitán: “Vamos, Jack, aceléralo todavía un poco, hasta 0.3, y déjalo que dé sus primeros pasos por las nubes. ¡Ahora! ¡Ya! Buena suerte”.
Al soltarse los frenos del tren de aterrizaje, que lo mantenían en su sitio, el Concorde 02 —al revés de los aviones convencionales— hundió su aguda nariz en el aire (hasta tocar casi el asfalto) y pegó luego un violento salto hacia adelante, que aplastó al único pasajero contra el respaldo de su asiento. Más allá del espeso vidrio de la ventanilla, los edificios del aeropuerto se trasformaron en una masa blanca, indiferenciada, que parecía dotada de movimiento propio. En los inter-comunicadores, la voz del comandante sonó tranquilizadora: "No hay que preocuparse, Johnny —le dijo al copiloto—: es una buena máquina, pero me parece que esta vez lo solté demasiado pronto. Ya lo mejoraremos la próxima’’. Una seca respuesta pareció decir algo así como “Okey, cap, pero no lo deje en tierra’’.
Por debajo de las alas, el cemento brillante de la pista, empapada —ahora— por un violento chaparrón que se descolgara estrepitosamente justo en el momento en que el 02 comenzaba su carreteo, semejaba una cinta en marcha. De pronto, una serie de aparatitos electrónicos de los que se habían ubicado a bordo empezaron a saltar como si estuvieran enloquecidos. En forma simultánea se oyó un suave golpeteo en el vientre del aparato, señal inequívoca de que el tren de aterrizaje se había retraído al interior de la máquina, que cobraba altura, tronando con el estampido de sus desmesuradas turbinas.
Por dos veces consecutivas el jet experimentó —de un ala a la otra— un extraño estremecimiento, que hizo exclamar al comandante: "¡Eh! Johnny, ¿cómo van esos dobles alerones?’’. A lo cual su asistente, con tono quejumbroso, contestó: "Sorry, jefe, me olvidé de oblicuarlos’’. El navegante escocés terció con una broma: "Bien, Johnny, la próxima vez no deberás olvidarte de traer tu manual de vuelo”. De cualquier forma, mientras en los teléfonos internos volvía el capitán a cantar su letanía chequeando todos los instrumentos, la ojiva del Concorde apuntaba tranquilamente hacia el cielo. Detrás, el luminoso y empapado aeropuerto de Fairfort se perdía en la distancia. En sólo cinco minutos de viaje la máquina ya se entreveraba con las nubes más altas, en tanto que seguía subiendo.
La tripulación del 02 no se permitía un segundo de tregua: los 8 técnicos encargados de observar y regular los complicados monitores daban la impresión de estar trabajando a destajo. Uno de ellos, impostando la voz para disimular su nerviosismo, chilló en el intercomunicador: "Capitán, aquí Gibson, el marcador de aceite no funciona: o no hay presión en la turbina cuatro o esta maldita aguja está atascada”. Desde la cabina, en forma descuidada, el piloto en jefe le recomendó: "Relax, Gibson, péguele unos golpecitos suaves con el dedo al manómetro a ver qué pasa”. Alguien comenzó a silbar una vieja canción irlandesa en los teléfonos de a bordo. El Concorde seguía trepando, con un ronquido monótono. Por sobre la cabeza de otro de los tripulantes, una aguja registraba la aceleración de la máquina: marcaba 50 metros por segundo ganados cada segundo. Se escuchó, entonces, la impostada voz de Gibson: "Todo okey, jefe; turbina 4 presión normal, probablemente aguja trabada. Ahora sin novedad”.
Desde tierra, Belden no cesaba de sembrar instrucciones y consejos. Afuera, el aire se había teñido de un negro plomizo y los relámpagos se obstinaban en dibujar siniestras víboras en el cielo. En la carlinga del piloto, el altímetro marcaba 8 mil metros y la velocidad alcanzaba a 0.94 Mach: cuando la aguja llegara a Mach 1 querría decir que la máquina había igualado la velocidad del sonido, que a ras de tierra es de unos 1.200 kilómetros por hora. El navegante de acento escocés informó, a pedido del capitán, que la distancia de la máquina al aeropuerto de Fairford era de 240 kilómetros. Habían pasado sólo 15 minutos desde que el Concorde 02 decolara por primera vez.
El responsable de la prueba, cuya voz no siempre llegaba con claridad desde tierra, decidió que el avión atravesara la barrera del sonido. "Acelerando”, asintió el capitán de la nave, al mismo tiempo que tronaban las toberas de la máquina, haciéndola saltar hacia adelante. Inesperadamente, las luces del avión parpadearon y un ligero estremecimiento recorrió el fuselaje plateado, como si el aparato hubiera chocado con una masa de aire más denso. Después, una singular calma chicha se calafateó entre los aparatos ocupando por entero la cabina del estilizado jet: el ruido había quedado atrás. Algún tripulante, quizá el copiloto, aseguró: "Velocidad: Mach 1, aumentando”.
Quizá sea conveniente aclarar que el paso a la velocidad supersónica se realizó sin otros síntomas que el tintineo de las luces y un leve sacudimiento de las alas, como si el avión hubiera atravesado una nube puesta en el camino. Para un novicio, la experiencia puede resultar frustrante, ya que la imaginación estaba preparada para un aventura algo más singular. Con todo, como más tarde explicó el experto Beldén, los diseñadores están satisfechos de que el umbral del sonido se trasponga en esa forma casi inapreciable, pues los pasajeros que trasportará el futuro Concorde no desean sensaciones excitantes sino un viaje rápido, seguro y confortable. “Algo —definió Belden— que se parezca a un paseo por las nubes”.
Claro que en el caso de ese vuelo inaugural, esas condiciones estaban lejos de cumplirse. Sobre todo porque el tiempo se obstinaba en desmejorar, hasta convertirse en una auténtica tormenta. Después de 1 hora y 45 minutos de vuelo (durante los cuales el cronista viajó más kilómetros que todos los andados en sus primeros 10 años de vida), el director de la prueba ordenó el descenso. Pero esa instrucción no fue fácil de cumplir: el aeropuerto de Fairford estaba azotado por una cortina de agua que ocultaba las pistas, los hangares y hasta la iluminada torre de control.
“Aquí imposible por el momento —juzgó el piloto—, probaremos aterrizar en Francia. Jimmy —rogó al navegante—, dame el rumbo a Bordeos”. Pero allí ocurrió lo mismo: la tormenta hacía invisible el aeropuerto francés. "Llévalo a 16 mil metros de altura y aumenta la velocidad a Mach 2, rumbo al Sur de Irlanda”, ordenó Belden por la radio. La aguja del velocímetro pegó un brinco y poco después se detuvo tranquilamente en el sitio indicado, señalando que el avión volaba a más de 2 mil kilómetros por hora.
En el aeropuerto irlandés señalado por el ingeniero en jefe el fuerte viento frustró cualquier intentona. Alguien, entonces, se puso a canturrear en voz baja; otros lo imitaron. El 02 pegó un amplio giro mientras el copiloto trasmitía a la base la decisión del comandante: "Aterrizaremos en Fairford en 15 minutos; aterrizaje instrumental, a ciegas. Preparen emergencia”.
La aguja del altímetro se puso a girar rápidamente: 3 mil metros, 2 mil, 500, 300, 200. Detrás de las ventanillas todo estaba negro, a pesar de ser las dos de la tarde. La aguja pasó los 100 metros, luego los 50. ¡Dios! ¿Se habrían acordado de sacar el tren de aterrizaje? Una multitud de pensamientos lúgubres daban vueltas en el cerebro, donde sonaba el ritmo loco de una canción de moda. De pronto, allí estaba, a dos metros de distancia, la buena tierra. Por radio, el capitán anunció: “Prueba terminada; aterrizaje normal en condiciones anormales. No se mojen al bajar”.

Recuadro en la crónica:::::::::::::.
LA REALIDAD DETRÁS DE LA IDEA
Para construir los primeros prototipos del Concorde debió superarse una gran cantidad de problemas técnicos, relacionados con el diseño y la construcción. Las ventanillas, por ejemplo, están provistas de un vidrio especial, que debió idearse especialmente para este tipo de aviones supersónicos. Quizá el mayor inconveniente que hubo de ser resuelto fue el problema planteado en el abastecimiento de combustible: llevar el carburante desde los depósitos traseros hasta las turbinas implicó replantear todo el fenómeno del comportamiento de los líquidos cuando un avión viaja al doble de la velocidad del sonido. Claro que las pruebas fueron satisfactorias en este aspecto como en muchos otros. Así, los técnicos franceses y británicos encargados del proyecto estiman que el programa establecido habrá de cumplirse sin demora alguna. Dos prototipos más volarán a fines de 1972 y otro podrá elevarse a mediados de 1973. En 1974, después de 4 mil horas de vuelos de prueba, el Concorde podrá ser fabricado en serie, para satisfacer las demandas de las compañías aéreas, que ya han encargado a sus constructores la confección de 74 máquinas.
El modelo Standard del Concorde estará provisto de 144 asientos de clase turística; aunque se proyecta —también— una versión de 110 asientos, únicamente de primera clase, que unirá París con Nueva York. Ambos, eso sí, llevarán las cuatro turbinas fabricadas por Rolls Royce, capaces de engendrar una potencia de 168 mil libras de presión: una fuerza similar a la que podrían brindar los motores de 2.500 autos de tamaño mediano. Su autonomía de vuelo y su velocidad —desde luego— son superiores a los de cualquier otro avión de pasajeros, incluyendo al TU 144, fabricado recientemente en la Unión Soviética.
Esa rapidez supersónica le permite, partiendo de Londres, alcanzar Nueva York en 3 horas y media (actualmente 7 horas), Johannesburgo en 6 horas y 45 minutos (actualmente 14 horas) y Tokio —volando sobre el Polo— en sólo 10 horas (en el presente, 17 horas). Ese acortamiento de las distancias justifica el alto costo de cada unidad, que supera los 12 millones de libras esterlinas. Con todo, los expertos ya están pensando en construir una máquina que viaje a tres veces la velocidad del sonido: una idea que convertiría al futuro Concorde en una simple antigualla del pasado.

Revista Siete Días Ilustrados
20.03.1972

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