Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

El Vicario
Pío XII y "El Vicario": Las puertas y las llaves

Pio XIIEl 9 de octubre de 1934, en las primeras horas de la tarde, el cardenal Eugenio Pacelli descendió ágilmente la planchada del Conte Verde, en la Dársena Norte de Buenos Aires, y fue recibido, en medio de una explosión de júbilo popular, por la previsible sonrisa del Presidente argentino, Agustín P. Justo. El cardenal venía como legado de Pío XI al Congreso Eucarístico Internacional, una misión que aparecía revestida de especial significación por cuanto Pacelli era nada menos que Secretario de Estado del Papa Ratti.
Al anochecer del mismo día, el futuro Pío XII se encaminó, con los otros cuatro cardenales asistentes al Congreso, a la catedral de Buenos Aires, cuyos pavimentos nunca habían presenciado un tal despliegue de pompa eclesiástica. Con sus larguísimas capas de ceremonia, de moaré rojo, y las mucetas de armiño, los purpurados permanecieron largo rato en adoración ante el altar mayor, incendiado de oro; a la izquierda del legado estaba Augusto Hlond, primado de Polonia. Quizá ni Pacelli ni Hlond previeron que cinco años más tarde, en Roma, tendrían otro encuentro en circunstancias harto más trágicas.
Detrás de él, en el Vaticano, Pacelli había dejado a un afligido y exasperado Pío XI, cada día más convencido de que Hitler no cumpliría ni uno solo de los puntos del célebre concordato entre la Santa Sede y Alemania; pero ese concordato era, a la vez, la obra maestra de la carrera diplomática de Eugenio Pacelli, antiguo nuncio papal en Berlín. De ahí que, justamente en los mismos días de 1934 en que el Secretario de Estado se hallaba en Buenos Aires, el embajador alemán ante el Vaticano, Bergen, aconsejaba a su gobierno que dilatara las conversaciones y los circunloquios con el Papa, sin adoptar ningún acuerdo decisivo. hasta que regresara Pacelli: “Sin su influencia moderadora —observa el embajador—, dadas ciertas circunstancias, es mayor el riesgo de que el Papa tome desastrosas decisiones.” Este comentario y otros similares podrían ser claves hacia la comprensión del problema que angustiosamente (y melodramáticamente) plantea Rolf Hochhuth en su drama El Vicario: ¿por qué Pío XII no condenó en forma explícita las atrocidades cometidas por los nazis contra los judíos? La pregunta de Hochhuth ha provocado —desde el estreno de su pieza, el 20 de febrero de 1963, en el Teatro del Kurfürstendamm, en Berlín Occidental— no menos de 15 libros del mejor nivel histórico, y una abrumadora cantidad de polémicas, interpelaciones y reacciones de toda clase, desde las 1.380 discusiones universitarias que sobre el tema se han desarrollado en los Estados Unidos, hasta la prohibición municipal de representar la obra en Buenos Aires.

La refinada alquimia
Desde 1901, a los 25 años de edad. Eugenio Pacelli comienza a adentrarse en los secretos de esa refinada alquimia que es la diplomacia —la política— de la Santa Sede, con su adscripción a la Secretaría de Estado, en la cual elabora los informes o “minutas” cuyos redactores reciben la denominación doméstica de “minuteros”. De escribiente a secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios (1912), de presbítero a arzobispo titular de Sardes y nuncio apostólico en Alemania (1917), de cardenal de los títulos de San Juan y San Pablo (1929) a Sumo Pontífice (2 de marzo de 1939), durante casi 40 años Pío XII ejercita los dones de su inteligencia y el encanto de sus modales en los despachos y los salones donde se practica el juego susurrado de los medios tonos, las evasivas gentiles, las argucias retóricas que constituyen la parafernalia ritual del diplomático nato.
Hacia 1917, el Papa Benedicto XV reflexiona, con dolorida atención, sobre el mapa de Europa, corroída por la guerra. La amenaza del paneslavismo (que erizaba a la Curia Romana desde tiempo atrás) se redobla con la revolución bolchevique. Destruido el católico imperio austrohúngaro. sólo Alemania parece quedar en posición de oponerse —por la geografía y por sus tradiciones religiosas y culturales— al demonio del Este. Pacelli parte hacia Munich, como nuncio apostólico, y tendrá allí su sede mientras negocia un concordato entre el Vaticano y el gobierno de Baviera (sólo en 1925 se trasladará a Berlin). Su cometido es arduo: el catolicismo y el Estado se llevan mal en Alemania desde los tiempos de Bismark, y ambos poderes se mantienen a distancia y se desconfían mutuamente.
La conclusión de la guerra agrava esas tensiones, y los alemanes llegan a acusar a Benedicto XV de haber contribuido a su derrota. Pero sin arredrarse, lentamente, con paciencia y atracción personal, el nuncio Pacelli estructura el ingreso en la realidad de su más ambicioso sueño: el acuerdo entre el Papado y la flamante República de Weimar. Mientras tanto, el arzobispo de Sardes asiste a una irrupción de piquetes comunistas en el palacio de la Nunciatura, en Munich, una experiencia que nunca se cancelará de su memoria: “La Nunciatura fue acribillada a balazos durante los combates; spartakistas armados entraron en ella por la fuerza y, como yo protestara con energía contra esta violación del derecho internacional, se me amenazó con un revólver. Sé en qué odiosas condiciones han sido masacrados los rehenes”.

Una garantía suficiente
En 1929, Pacelli vuelve a Roma, tras 12 años de estada en Alemania, para ser ungido cardenal. Su anhelado concordato se firmará, por fin, en 1933, cuando Hitler se haya instalado en el poder. Las negociaciones finales se desarrollan entre von Papen, el cardenal Pacelli y los monseñores alemanes Kaas (asesor personal del Secretario de Estado) y Gróber. A las 6 de la tarde del 8 de julio de 1933, von Papen y Pacelli firman el documento que, sobre todo, contribuirá a otorgar prestigio internacional al Canciller del Reich y a su doctrina nacionalsocialista. Es, tal vez, asombroso que los negociadores pontificios (que urgieron a un Pío XI no demasiado convencido, al parecer) y los obispos alemanes, que tanto hicieron para lograr el concordato, hayan creído en la buena fe de Hitler, cuyo único comentario oficial sobre el tratado fue: “La conclusión del concordato entre la Santa Sede y el gobierno del Reich me parece proveer garantía suficiente de que los ciudadanos alemanes de confesión católica van en adelante a ponerse sin reservas al servicio del nuevo Estado nacionalsocialista”.
No es de extrañar que las fricciones surgieran de inmediato, entre la Iglesia Católica y el prepotente partido nazi, al que sólo voces aisladas y pronto silenciadas (como la del periodista católico Franz Steffen) denunciaron como dispuesto a quebrantar sus promesas en cuanto tuviera en sus manos ese instrumento de prestigio. Empeñosamente, Pacelli enjugaba las iras del enérgico y malhumorado Pío XI, restañaba heridas (la paulatina supresión de la prensa católica en Alemania, reducida a los boletines parroquiales; el despido de los funcionarios estatales de esa confesión; el aniquilamiento de las organizaciones católicas; el asesinato del presidente de la Acción Católica berlinesa, Erich Klausener, y del líder deportivo católico Adalbert Probst, en la feroz purga del 30 de junio de 1934) ; seguía esperando que, a pesar de la violencia y la exaltación racial, el Gran Reich alemán sirviera de tapón contra las pretensiones comunistas.
Sin embargo, en 1937 Pío XI lanzó sorpresivamente su encíclica Mit brennender Sorge (palabras iniciales, en alemán, del documento pontificio, que significan “Con profunda ansiedad”), referida a las constantes violaciones nazis del concordato. El encendido lenguaje del Papa provocó el furor de Hitler y los suyos, y es por esta reacción que casi todos los comentaristas otorgan a la encíclica el valor de una abierta condenación de las doctrinas nacionalsocialistas. Pero, sin duda, detrás de ese texto está la prudencia del Secretario de Estado, Pacelli, a quien se atribuye la ambigua redacción (en gran parte, al menos) de la encíclica, que termina por condenar tan sólo el neopaganismo y la negación de la libertad religiosa, y, a lo sumo, el principio nazi de que “lo moral es aquello que resulta ventajoso para el pueblo”. Ocurría también que, bajo la presión de los acontecimientos, miles de católicos alemanes abandonaban su confesión para poder vivir más cómodamente dentro del “nuevo orden”; a este hecho se debía el tono, finalmente conciliatorio, del documento, y la respuesta (de una retórica sutil) que Pacelli dio a las protestas germanas: “La Santa Sede... nunca interferirá en la cuestión de cuál sea la forma concreta de gobierno que haya escogido un pueblo como la mejor adaptada a sus condiciones naturales y necesidades. Con referencia a Alemania, también ha permanecido (la Iglesia) fiel a tal principio y desea continuar así”.

Coronación en San Pedro
Quiere la leyenda que, cuatro días antes de su muerte, a comienzos de 1939, Pío XI estuviera dispuesto a lanzar una invectiva más sólida contra el nazismo y —cosa bastante más difícil de creer— contra el propio Mussolini, con quien en 1929 había concluido los pactos de Letrán (que estipulaban la neutralidad pontificia en la política italiana e internacional). Sea como fuere, la enfermedad fulminó al Papa, y el 2 de marzo de 1939 era elegido por el cónclave su sucesor: Eugenio Pacelli, quien tomó el nombre de Pío XII. El 6 de marzo del mismo año, una semana antes de ser coronado en la gran loggia de San Pedro, el nuevo Pontífice escribe esta carta a Adolfo Hitler: “Habiendo sido elevados al trono pontificio a consecuencia de un regular escrutinio del colegio de cardenales, Nos pensamos que debemos informaros, en tanto que jefe de Estado, de Nuestra elección. Al mismo tiempo, Nos deseamos, desde el principio de Nuestro reinado, expresar el anhelo de permanecer unidos, por los lazos de una profunda y benévola amistad, al pueblo alemán, confiado a vuestros cuidados’’. La carta prosigue con algunas fórmulas convencionales, pero no es en su forma donde se halla su particularidad, sino en el hecho de que sea mucho más extensa que las comunicaciones similares dirigidas en la misma fecha a otros estadistas, y que Pío XII haya firmado no sólo el texto en latín (que es lo habitual), sino también, en un acto de extremada cortesía, la traducción al alemán. Monseñor Giovannetti, historiador oficial del Papa Pacelli, subraya esas circunstancias; y el ya sempiterno embajador nazi ante el Vaticano, Bergen, escribe a su gobierno, el 17 de marzo: “El Papa me ha dado a entender que el Führer fue el primer jefe de Estado a quien informó de su elección”.
Enfrentado con una de las tormentas más sombrías que se hayan abatido sobre la humanidad, el Papa no ve —en el interés de mantener la paz y también los intereses de la Iglesia en Alemania— más que una salida: una política prolijamente conciliatoria con el Reich. Pero, al alba del 19 de setiembre de 1939, el ejército alemán entra en la católica Polonia; y el 3, convencidos de que nada apaciguaría ya a Hitler, Francia y Gran Bretaña le declaran la guerra. El 21 de setiembre de ese mismo año, el aristocrático primado polaco, Hlond, llega a Roma e informa al Papa de las atrocidades germanas en su país. L’Osservatore Romano y la Radio Vaticana le permiten difundir su relato: pero sólo por esta vez (de lo contrario, se violaría la estricta neutralidad pontificia). Hay constancias de que, hacia 1940. Pío XII hizo invitar —suave, pero firmemente— a Hlond a que regresara a su diócesis, un retorno al que los alemanes se opusieron con énfasis.
La presencia del cardenal llegó a parecer incómoda en el Vaticano; cuando, en 1941, arribaron a Roma nuevos informes sobre las crueldades nazis en Polonia, se autorizó a Hlond a referirse a ellas públicamente y luego, por protesta alemana, se lo silenció. Al mismo tiempo —narra el historiador Saúl Friedlander— que Pacelli recibía la noticia del asesinato de miles de enfermos y centenares de sacerdotes polacos, von Ribbentrop, ministro de Relaciones Exteriores del Reich, era impuesto en Berlín del deseo papal de que la orquesta de la ópera berlinesa, de visita en Roma, fuese al Vaticano a interpretar fragmentos de Parsifal, de Wagner.

Zona de silencio
Este podría ser un detalle accesorio, si no fuera porque otros hechos arrojan sobre él una sombra de perplejidad. El 20 de octubre de 1939 apareció la primera encíclica del reinado de Pío XII, Summi Pontificatus, donde se lee: “La sangre de innumerables seres humanos, hasta la de no combatientes, ha sido derramada y clama al Cielo, especialmente en una nación que Nos es muy querida, Polonia”. El jefe de la Gestapo, Müller, consideró que el documento estaba enderezado únicamente contra Alemania y que representaba un evidente peligro, tanto en el frente interno como en el externo. ¿Qué medidas tomó entonces el Reich? ¿Lanzó represalias contra los sacerdotes que leyeron la encíclica en sus iglesias? ¿Se vengó en la persona de los católicos alemanes? A lo sumo, se prohibió la impresión del texto papal en folleto, y sus comentarios en la prensa. Esta parsimonia da idea de que, por lo menos mientras durase la guerra (y esta reserva la hizo Hitler en persona, el 25 de octubre de 1941), los dirigentes nazis querían evitar una ruptura abierta e irremediable con la Santa Sede. Dado que en el caso de la eutanasia obligatoria, ordenada por el Führer, la denuncia y resistencia de los obispos alemanes hizo que la medida se cancelara, no se entiende por qué la adopción de una enérgica actitud ante el exterminio de los judíos debía implicar, forzosamente, feroces represalias, como se adujo entonces y se aduce aún.
Hay una pista para aproximarse, aunque tangencialmente, al pensamiento papal en esos días. El 10 de mayo de 1940, Bélgica, Holanda y Luxemburgo son invadidas por Alemania. Pío XII expresa su simpatía a los respectivos soberanos, y se acarrea las iras nazis, que no pasan de la protesta (ni siquiera perturban a los católicos de esos países). Pero cuando llega el turno de Noruega y Dinamarca, el Papa se calla, y L’Osservatore Romano —al que cabe considerar como su portavoz oficioso— hace esta reflexión: “No hay sino dos mil católicos en Noruega. Por lo tanto, aunque juzgue severamente el aspecto moral, la Santa Sede debe pensar en los 30 millones de católicos alemanes”.
La conclusión más obvia es espeluznante, pero no deja de presentarse bajo una luz implacable: ¿el Papa no condena abiertamente la agresión y la violencia sino cuando las víctimas son católicas? La alusión a los 30 millones de católicos germanos está también enlazada con aquella observación que le hizo el Pontífice al doctor Edoardo Senatro, corresponsal de L’ Osservatore en Berlín: “Mi querido amigo, no olvide que millones de católicos sirven en el ejército alemán. ¿Debo provocar en ellos conflictos de conciencia?” Lo que el Papa temía era la deserción masiva de los católicos, no de las filas sino de su Iglesia (hecho que ya había comenzado a registrarse desde 1934). Y, para él, el nazismo —con toda su macabra realidad— podía aparecer, tal vez, como un mal menor frente al comunismo. De todas maneras, no es insensata la observación de Guenter Lewy en su libro La Iglesia Católica y la Alemania Nazi'. “Puesto que la situación de los judíos difícilmente podía haber sido peor de lo que fue y, en cambio, sí cabía esperar que evolucionase en sentido favorable como resultado de la
eventual denuncia del Papa, uno puede preguntar por qué la Iglesia no arriesgó su bienestar y la seguridad de los católicos o del Vaticano”.
La pregunta puede parecer cargada de insidia, hasta el momento en que se leen las palabras de un testigo insospechable de anticatolicismo:, nada menos que el decano del Sacro Colegio de Cardenales, el purpurado francés Eugéne Tisserant. El 11 de junio de 1940 —ya invadida Francia por los alemanes—, Tisserant escribe a su colega Suhard, arzobispo de París: “He pedido con insistencia a la Santa Sede, desde comienzos de diciembre, que dé una encíclica sobre el deber individual de obedecer al dictamen de la conciencia, pues éste es el punto vital del cristianismo. . . Temo que la historia reproche a la Santa Sede que haya hecho una política de comodidad para sí misma, y poco más. Esto es extremadamente triste, sobre todo cuando se ha vivido bajo Pío XI”. Cuando esta carta se publicó, en 1964, estalló un sofocado escándalo en la Curia Romana. El barbado cardenal francés insistió en la autenticidad del documento y añadió algo: que la Curia tenía un acuerdo con Hitler, al que él se opuso, y que consistía en guardar silencio para salvar a Roma.
La objetividad exige que se recuerde la tirantez de relaciones que, a partir del estallido de la guerra, reinó entre el Papa y el cardenal más antiguo. Ocurría que un hombre tan autoritario como Pacelli tenía tendencia a retacear toda intervención ajena en el manejo de la Iglesia, y a reprimir, a veces con sequedad, los consejos que los cardenales de Curia se atrevían a ofrecerle. Consecuencia de ese espíritu absorbente fue que a la muerte del cardenal Maglione, Secretario de Estado, en 1944, no se lo reemplazó; en los últimos 14 años de su pontificado, Pío XII administró personalmente la Secretaría de Estado (con la ayuda, en la penumbra, de los monseñores Tardini y Montini, este último el futuro Pablo VI) y no admitió asesoramientos, ni los pidió. Otro ejemplo —doloroso— de tal actitud es lo ocurrido con el notorio médico del Papa, el oculista Ricardo Galeazzi Lisi, a quien Pío XII colmó de distinciones, regalos y confidencias. Galeazzi abandonó la oftalmología para ocuparse de las dolencias gástricas de Pacelli; cuando estalló el escándalo de la muerte de Vilma Montesi, se le advirtió al Papa que su médico (junto con otras personalidades romanas) había sido salpicado por el hecho, pero esto no consiguió sino redoblar la solicitud pontificia hacia Galeazzi. A la muerte de Pío XII, el 8 de octubre de 1958, su galeno particular no sólo hizo fracasar el embalsamamiento del cadáver,
al pretender aplicarle un sistema propio que no dio resultado, sino que cometió la villanía de vender a una cadena de publicaciones, por una suma millonaria, las fotografías que él había sacado de la atroz agonía del Papa.

Las puertas del infierno
El 2 de junio de 1943, Pío XII habló claramente de la exterminación de los judíos, en una comunicación secreta al Sacro Colegio, donde explicaba su tenaz reserva: “Todas Nuestras palabras dirigidas sobre ese tema a la autoridad competente, como todas Nuestras declaraciones públicas, deben ser seriamente calibradas y medidas por Nos, en el interés mismo de las víctimas, a fin de no hacer —contrariamente a Nuestras intenciones— más pesada e insoportable su situación. Por lo menos, las mejoras aparentemente obtenidas no responden a la extensión de la solicitud maternal de la Iglesia en favor de esos grupos particulares, sometidos a la más atroz aventura. El Vicario de Cristo, que reclamaba solamente piedad y la vuelta sincera a las normas elementales del derecho y de la humanidad, se ha encontrado entonces frente a una puerta que ninguna llave puede abrir”. Este último texto da la impresión de que, antes de resignarse al silencio, el Sumo Pontífice se hubiera dirigido a los alemanes, pero sin obtener el menor resultado. De tales ruegos no quedan rastros en los archivos de la antigua Cancillería del Reich, si bien es cierto que el expediente número 6, caratulado Secretaría de Estado - Vaticano, ha desaparecido.
No obstante, se sabe que hacia 1943 Pío XII se oponía terminantemente a la rendición incondicional de Alemania que exigían los aliados (“Una fórmula nada inteligente”, observó en el transcurso de una audiencia), y se alarmaba ante el giro de las cosas en Italia, donde Mussolini era depuesto —finalmente— por el Rey, el 25 de julio de aquel año. La concordancia de múltiples documentos da la impresión de que, durante cierto tiempo, el Vaticano habría esperado conducir a los anglosajones y a los alemanes a un acuerdo de paz que “desmilitalizara” a Italia e implicase una alianza contra la Unión Soviética. El 3 de setiembre, el Papa habría dicho al embajador alemán, Ernst von Weizsácker: “El pueblo alemán es un gran pueblo que, en su combate contra el bolchevismo, se sacrifica no solamente por sus amigos sino también por sus enemigos actuales. No puedo creer que el frente del Este se derrumbe”. Cuando el frente del Este se derrumbó, los temidos bolcheviques llegaron a izar su bandera en la más alta ruina que marcaba el arrasamiento casi total de la orgullosa Berlín, y los aliados podían comprobar que lo que se sabía acerca de los campos de concentración, era apenas un débil trasunto de la realidad. Poco antes, miles de judíos habían sido deportados de Roma, bajo la ocupación alemana, y Weizsácker anunciaba a su gobierno que “pese a las presiones ejercidas sobre él de diversos lados, el Papa se ha rehusado a dejarse arrastrar a cualquier declaración demostrativa contra la deportación de los judíos de Roma”. Sería injusto silenciar que miles de judíos romanos se ampararon, con anuencia de Pío XII, en iglesias y conventos de la Ciudad Eterna.
Este es el momento en que Hochhuth aborda a su Pío XII, discutible como criatura escénica (y en el contexto de ese drama mediocre), pero acribillado de enigmas que, al parecer, nadie será nunca capaz de contestar. El Vicario de Cristo, el depositario de las llaves de San Pedro y de la promesa divina de perdurabilidad de la Iglesia (“Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”), ¿debió haber sido más explícito en su repudio de los métodos nazis, y arriesgar el todo por el todo en la defensa de la caridad cristiana, la primera de las virtudes según el batallador San Pablo? De cualquier manera, nadie podrá negar que Pío XII fue obstinadamente fiel a su cautela: cuando las bombas atómicas arrasaron Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, aludió —más tarde— a las armas nucleares, pero jamás a esa concreta aniquilación, aunque la vasta comunidad católica de Nagasaki fue prácticamente diezmada por “el fuego que vino del Cielo”.

Recorte en la crónica_____________
Censura en Buenos Aires
En 1963, cuando tenía 32 años de edad, el protestante Rolf Hochhuth, apacible lector de una editorial alemana, erigió en un escenario una implacable requisitoria contra una de las figuras más veneradas del siglo XX: el Papa Pío XII. Su drama Der Stellvertreter (El Vicario) desarrolla, a través de cinco espesos actos —abundantemente retaceados por el director que lo estrenó, el célebre Erwin Piscator—, la tesis de que una protesta oportuna del Papa pudo haber modificado el atroz destino de los judíos europeos, masacrados en número de seis millones por el régimen de la Alemania nazi.
Los detractores de El Vicario tienen razón al calificarla de obra mediocre, intolerablemente retórica, cuyos personajes no dialogan sino que se arrojan trozos de boletines informativos o lugares comunes. Así se la vio en el Lassalle de Buenos Aires, y se la ve ahora en Mar del Plata, en la versión — apenas discreta— de Pedro Escudero, con un elenco donde Osvaldo Terranova descarga toneladas de empeñosa artesanía en su papel del Cardenal y donde (curiosamente) la prestación más afiatada es la de Angel Tribiani, de alucinante parecido físico con Pío XII y de esmerada dignidad —por momentos, hasta majestuosa— en un papel que bordea riesgos poco comunes. Para lo que no existe razón es, evidentemente, para prohibir la representación del drama.
El “decreto" municipal 1668, del 4 de febrero último —hecho a medida de un requerimiento del cardenal Caggiano— sostiene en uno de sus considerandos que la pieza de Hochhuth "atribuye la culpabilidad de la sangrienta matanza de judíos" a Pío XII. En ningún parlamento de El Vicario se dice semejante cosa, y ni siquiera se supone que la condena papal pudo haber interrumpido esa matanza, sino que se pregunta por qué el Papa no intentó, por lo menos, protestar públicamente con energía. Este es uno de los puntos que trata el recurso de amparo que, por intermedio de los letrados Carlos Sánchez Viamonte, Juan José Guaresti (padre) y Juan José Guaresti (nieto), interpusieron ante la Justicia los productores de la obra, Osvaldo Terranova y Antonio Soto. El Juez en lo Penal se ha declarado incompetente para entender en esta acción, que ahora deberá interponerse en el fuero Civil.
Mar del Plata, entretanto —cuya comuna socialista autorizó El Vicario—, proporciona ejemplos de sensatez. El obispo diocesano, monseñor Enrique Rau, declaró que no peticionaria la prohibición de la pieza porque no quiere "usar poderes temporales para defender poderes espirituales". Y cuando el abogado marplatense Martín Puysegur se presentó ante el Juez en lo Penal Raúl Horacio Viñas, con un recurso de amparo para impedir las representaciones, el magistrado rechazó la acción, por entender que "la Justicia no ejerce funciones policiales".
Más allá de las consideraciones legales, es obvio que argumentar razones de autoridad, prestigio y veneración para censurar El Vicario, es rehuir el diálogo y arriesga la presunción de que el dogma de la infalibilidad pontificia traspasa las fronteras de la doctrina. Llama la atención que la publicación en la Argentina de Las llaves de San Pedro, un relato de Roger Peyrefitte, infinitamente más ofensivo para Pío XII, en lo personal, que el drama de Hochhuth, no ocasionara el mismo escándalo ni análogos pedidos de secuestro de la edición. Lo cual prueba que la cuestión que se plantea en El Vicario es, de verdad, importante.

Revista Primera Plana
8/3/1966

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba