Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Miguel Gila
Según el cristal con que se mire —y el dueño de los anteojos—, la humanidad varía desde enteramente deliciosa hasta francamente deleznable. Quienes adhieren a la última opción pueden, a su vez, dividirse en dos grandes grupos: por un lado, los que la aceptan resignadamente y se encierran en un escepticismo inoperante; por el otro, los que persisten en transformarla y la atacan empecinadamente desde todos los ángulos posibles. Aunque algo esquemático, el razonamiento resulta útil para, partiendo de la generalidad, llegar hasta Miguel Gila: un madrileño de 54 años que encontró en el humor un formidable instrumento para agredir a una realidad que le disgusta.
Al menos, ésa es la tarea en la que está empeñado desde 1942 —cuando comenzó como dibujante en la ya legendaria revista española La Codorniz— y que, a partir de 1968, reanudó con mayores bríos en la Argentina, Es muy fácil comprobarlo: semanalmente, desde Radio Belgrano, Canal 11 y el teatro Astros desgrana su contundente desparpajo y no cesa de lanzar sus envenenados dardos contra la estupidez humana. Esa actividad, aunque bastante intensa, no le impide consagrar buena parte de su tiempo a sus dos grandes pasiones: el cine y la pintura.
Precisamente, cuando la semana pasada Siete Días lo entrevistó en su confortable dúplex de la calle Juncal, Gila acababa de concluir un ambicioso audiovisual, ordenaba sus dibujos para una próxima exposición y preparaba una gira por Venezuela. Pese a ello, se entregó por espacio de más de dos horas a un sustancioso diálogo que sirvió para develar las facetas menos conocidas de quien es —paradojalmente— uno de los más serios humoristas que trabajan en el medio local.

RIOS, MONTAÑAS Y REYES GODOS
En la planta superior de su departamento —donde tiene el escritorio— varias fotografías prolijamente desparramadas por las paredes dan cuenta de las preferencias de Gila: Charles Chaplin, el Che Guevara, Pablo Picasso y, por supuesto, su deslumbrante y españolísima esposa. Cálido, pausado y reflexivo, una amplia sonrisa ilumina la cara de MG cuando comienza a hablar: “No vaya a creer; vivir en un dúplex tiene sus problemas, empezando por los anteojos. Si voy al piso de abajo —explica divertido— me los dejo arriba y tengo que subir a buscarlos. Por eso decidí comprarme dos pares, uno para arriba y otro para abajo; ahora, tengo los dos arriba o los dos abajo”.
Claro que, detrás de semejante confort, se oculta una dolorosa historia que nada tiene que ver con la opulencia propia de las cunas ricas. Gila enciende un cigarrillo negro y, mientras juguetea con la lapicera, comienza a desovillar algunos datos aislados de su ajetreada biografía: “Nací en Madrid, accidentalmente. Digo accidentalmente —aclara— porque mi familia vivía en Barcelona. Pero, al morir mi padre, dos meses antes de que yo naciera, mi madre se trasladó a la casa de sus suegros y, por eso, yo nací en Madrid”.
Su infancia no parece despertarle demasiados recuerdos: “De chico fui a la escuela —admite— pero la dejé a los trece años, por razones económicas y porque no me gustaba. Es verdad: la escuela no me gustaba para nada y entonces me coloqué en una fábrica de chocolates”. Resulta vano tratar de arrancarle otros detalles sobre esa deserción. “A los 14 años —continúa distraídamente, como recitando una historia por todos conocida— entré de mecánico en la aviación y cuando tenía 17 estalló la Guerra Civil Española. Estuve en el frente y después me hicieron cumplir un servicio militar de cuatro años, como si fuera poco lo que había pasado en los campos de prisioneros y en la cárcel”.
El tema obliga a interrumpir el monólogo de Gila.
—¿Cuál fue su actitud frente a la guerra?
—Mí actitud fue defender una República que me había dado mucho. Estudiar bachillerato, por ejemplo, o estudiar dibujo y pintura era privativo de las gentes pudientes. Cuando la República, se crearon las Escuelas de Artes y Oficios y yo pude concurrir a ellas por la noche. Murieron con la República...
—¿Se mantiene todavía esa situación?
—En España, estudiar bachillerato está reservado para los que tienen mucho dinero. No digo una carrera universitaria, que eso ya implica ser capitalista. Ahora, lo único que puede hacer un chico es ir a una escuela gratuita: esas que enseñan cosas que después no sirven para nada. O sí, sirven: para hacer crucigramas de mayores. Les enseñan dónde están los ríos, las montañas, los reyes godos y todas esas estupideces que enseñan en las escuelas y uno no sabe para qué. Lo que es a mí, nadie jamás me preguntó por los reyes godos. Por eso defendí a la República. Porque ésos fueron los cinco años más felices de mi vida.
—¿Tenía alguna militancia política antes de comenzar la Guerra?
—En 1936 yo era un chico de 17 años y entonces no teníamos las inquietudes políticas que hoy tiene un chico de esa edad.
—¿En qué lugares le tocó actuar?
—Estuve en Madrid, Guadalajara, el Ebro, Teruel, Extremadura...
—Supongo que la guerra no constituye para usted un recuerdo grato.
—No es grato, pero tampoco ingrato: uno pelea por algo; si pierde, mala suerte.
—Le hice la pregunta porque el tema de la guerra está muy presente en su producción humorística.
—Claro, porque quizás sea lo que dejó más huella en mí, sobre todo por la edad que tenía.
—Más aún: sus chistes en torno a la guerra parecen trasuntar un sentimiento antimilitarista...
—¡Sí! ¡Sí! Un profundo y tremendo rencor hacia todos los militares.
Gila aprovecha para correr hacia un pequeño cuartito donde
amontona sus trabajos. Regresa con una parte del material que irá a integrar El libro rojo de Gila, una publicación que próximamente editará Nueva Senda: “Está todo dedicado a los militares", se ufana. Orgulloso, muestra la dedicatoria a los fabricantes de armas: les desea que se les quemen las fábricas, de ser posibles con ellos adentro.

DE COMO GILA SE HIZO LA AMERICA
El diálogo se interrumpe momentáneamente. En el cuarto vecino un perro ladra histéricamente. “Mi amor —indica Gila a su mujer— quieres tirar ese perro que me tiene aburrido”. Los ladridos cesan y el humorista explica a Siete Días: “Lo encontró mi mujer hace tres meses, en la calle. Y ahora no aparece el dueño y lo tenemos aquí".
Gila retoma sus recuerdos a partir del fin de la guerra: "Decididamente la profesión de mecánico se había quedado atrás. Empezar de aprendiz a los 27 años me resultaba bastante triste; He manera que tuve que encaminarme hacia otro sitio. Yo quería ser periodista, pero para entrar en la Escuela de Periodismo tenía que ser bachiller o hacer cinco años de trabajo gratuito en algún medio. Eso fue lo que hice: durante cinco años me sacrifiqué en el diario Imperio y finalmente pude concurrir a la escuela, de donde salí con muy buenas calificaciones".
Fue por esa época que comenzó a colaborar, como dibujante, en La Codorniz, una circunstancia que habría de signar definitivamente su estilo humorístico. Aunque Gila se empeñe en desconocerlo: “Ese tema lo he discutido varias veces con Álvaro de la Iglesia —el director de esa publicación—; él sostenía que La Codorniz había hecho grandes humoristas, yo en cambio pienso que los grandes humoristas hicieron La Codorniz”.
El resto es historia conocida: un buen día, por casualidad, Gila se encontró en un escenario actuando sus desopilantes monólogos; luego vinieron las películas, el teatro, los discos y las giras. “Así se fueron desarrollando —explica MG— las actividades que forman eso que llaman el polifacetismo y que no es otra cosa que un período de empleos circunstanciales para poder vivir mejor”.
El humorista español no alcanza a encontrar razones que justifiquen su alejamiento de la península. Pero, lo cierto es que, en 1957, apareció fugazmente en la Argentina: "Vine de visita —confiesa— y me pareció un país muy feo, muy inhóspito. En el 62 volví y tampoco me convenció. Hay un motivo para ello. Cuando uno va a un país de visita, no puede conocerlo; los lugares hay que vivirlos y convivirlos con la gente. Eso fue lo que hice en 1968. Entonces conocí a Quino y a mucha otra gente que me ayudó a entender profundamente a la Argentina. O mejor dicho, a los argentinos, porque en estos casos el decorado es lo que menos importa”. La ocasión se muestra propicia para reanudar el diálogo.
—¿Viaja con frecuencia a España?
—Todos los años.
—¿Qué opina de la realidad política española?
—En España no hay realidad política. Hay una vida exclusivamente dedicada a la sociedad de consumo la gente es feliz, está contenta Tienen lo que ambicionan: un cochecito, una heladera, un televisor Y si no necesitan más es problema de ellos.
—Hay en lo que dice un cierto re sentimiento hacia el pueblo español.
—Es que yo me he acostumbrado a la vida argentina y ahora no puedo acostumbrarme a la española. La libertad tiene que ver con esto. Yo no creo que exista una sola libertad: existe la suma de muchas pequeñas libertades que conforman la libertad total. El poder recibir el periódico los lunes es una pequeña libertad, el poder tumbarme en el pasto sin que venga un policía a sacarme es otra pequeña libertad. Y si uno sabe manejar esas pequeñas cosas, de pronto se siente un ser libre.
—Si yo no entiendo mal, usted coloca a la Argentina como un ejemplo de país libre.
—Yo sé que ustedes se quejan mucho y ambicionan más libertad; pero he viajado mucho y puedo asegurar que éste es uno de los países con mayor libertad. Sucede que todos quieren un poco más. Los suecos, por ejemplo, envidian a los españoles porque ellos pueden ver películas de tiros. Es cierto, dicen, nosotros podemos ver cuantos desnudos queramos, pero nunca vimos un western con ocho muertos.

¿PARA QUE METERSE A MONO?
—¿Está enrolado en alguna corriente política?
—No pertenezco a ningún partido determinado. Sólo sé que me duelen muchas cosas: la miseria, el hambre, el mal vivir de alguna gente y el bien vivir de otra.
—¿Cómo ve la actual situación política?
—Primero hubo una gran alegría; ahora hay una gran confusión. De todos modos veo a este país con enormes posibilidades, no por el desarrollo industrial y esas cosas: por el maravilloso material humano con que cuenta. La industria es importante, es cierto, pero siempre que esté en función de las necesidades reales. ¿De qué sirve poner una fábrica de transistores, de radios, digo? Es fabricar más idiotas.
—Usted tiene un gran concepto de los argentinos.
—Algunos dicen que tienen complejo de superioridad: yo creo que son superiores. Yo aquí subo a un taxi y puedo conversar de cualquier cosa con el chofer. Eso no pasa en ningún otro lado. Este es el país que más cultura consume en el mundo. Que si la produjera en igual medida... Dios me libre.
Un oportuno café distrae momentáneamente a Gila, quien decide contar a Siete Días el argumento del audiovisual que acaba de terminar como parte de sus estudios para director cinematográfico: “En la primera foto —detalla— aparece un mono chiquito que le pregunta a su padre si es verdad que el hombre desciende del mono. Pues no, responde el padre, si yo nací hombre. Entonces el chico vuelve a interrogar: ¿Y por qué te metiste a mono? El padre empieza a explicarle que cuando era chico comenzó a hablar y lo primero que dijo fue caca, pis y teta. Entonces dijeron: A este chico hay que educarlo y lo metieron en la escuela. Cuando salió de la escuela, dijeron: Hay que alienarlo más y empezaron a enseñarle, uno, dos, media vuelta... Ahí metí algunas fotos de la guerra de Vietnam y todo eso. Al final se ve por la calle un montón de gente sola. Así se convirtió en mono...
—¿Esa teoría regresiva es su concepción de la humanidad?
—La humanidad está loca.
—¿Y el humor es una defensa contra esa locura?
—De ninguna manera: es una agresión.
—¿Tiene especial vocación por el humor negro?
—Cuanto más negro, mejor.
—¿Por qué los tullidos constituyen un eterno leit-motiv de sus chistes?
—Porque España está llena de tullidos.
—Claro, ¿por la guerra?
—No, qué va. Tullidos mentales, nada más. Como no se puede dibujar el cerebro, los dibujo así.
Una gran risotada corona la ocurrencia. Gila anuncia que debe marcharse a la radio para grabar tres programas. Apenas queda tiempo para unas pocas preguntas más:
—¿Cómo emplea su ocio?
—Lamentablemente, no tengo ocios. Apenas si tengo tiempo para ir al cine.
—¿Qué tipos de película le gustan?
—Si me preguntaran qué películas me hubiera gustado filmar, diría que Morir en Madrid y El chacal de Nahuel Toro.
—¿Qué es lo que más le molesta?
—El ruido. Acá todos tocan bocina. Yo manejo desde 1938 y la habré tocado unas diez veces. Pero en la Argentina la tocan por tocar, para decir aquí voy yo. Y el otro para decir que va él. Dentro de poco, los peatones van a llevar bocina.
—¿Ganó mucho dinero?
—En la década del 50 gané mucho. Salvo algún torero, era el hombre que más ganaba en España. Hice 32 películas, 10 ó 12 comedias musicales, 5 libros y más de 50 discos. Llegué a tener dos pisos propios, un chalet en Palma de Mallorca y otro en Costa de Azar. Tuve dos autos, uno deportivo y otro normal, y hasta una estanciera con chofer, para el equipaje. Tuve un barco con marinero. Pero el chofer tenía una familia, y el marinero tenía otra y yo una tercera y tenía que ocuparme de las tres. Así que cambié de vida. Creo que ser rico es una de las cosas más infelices que le puede pasar a un ser humano.
Fotos: Bernardo Acuña
Revista Siete Días Ilustrados
06.08.1973
Miguel Gila

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