Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

LA BIBLIOTECA NACIONAL Y SU FUTURO EDIFICIO
HISTORIA EN 1.600.000 TOMOS
Dispuesta a emigrar al Barrio Norte dentro de cuatro años, la añosa institución oculta singulares leyendas y personajes: un rosario de curiosidades que compiten con las que alojan sus anaqueles

La hoyada abierta en plena Avenida del Libertador, entre Austria y Agüero —en el límite de los porteños barrios Norte y Palermo— llama la atención de quienes aciertan a pasar por la zona. No ocurre lo mismo con los vecinos, habituados ya al estrépito de las topadoras y al ajetreo de las cuadrillas que remolinean sin cesar —desde agosto del año pasado— sobre la plaza Rubén Darío. Algunos lugareños, sin embargo, no ocultan un aire nostalgioso ante el embate trasformador. Es que saben, por ejemplo, que en esas picadas abiertas por la empresa Comarco (contratada por el Ministerio de Cultura y Educación para ejecutar la primera etapa de la construcción del nuevo edificio de la Biblioteca Nacional, obra que insumirá unos 9.000.000 de pesos nuevos), se paseó el ex presidente Juan Perón antes de partir rumbo al exilio: en ese predio se erguía la antigua residencia presidencial. También recuerdan que allí murió su esposa, María Eva Duarte.
Dentro de cuatro años —si se cumplen los plazos establecidos en el contrato— el flamante edificio de la Biblioteca Nacional dominará la zona: una futurística construcción que respetará al parque que la flanquea y a sus tradiciones. Mientras tanto, en otro vértice de la ciudad de Buenos Aires —más exactamente, en la calle México al 500—, un añoso solar se apronta a despojarse del tesoro que aloja en sus entrañas. Allí, la sede actual de la Biblioteca Nacional —inaugurada en 1901 por el presidente Julio Roca con la consabida banda de música— hospeda, junto a 1.600.000 obras, una historia que orilla lo fantástico. La semana pasada, Carlos Cúneo, redactor de Siete Días, recorrió los pasillos de la que actualmente se considera la biblioteca más importante de Latinoamérica; dialogó con quienes administran su funcionamiento, cosechando jugosas anécdotas y curiosas referencias de su trayectoria. Un itinerario que comienza cuando el general Roca, paradójicamente, decidió que la biblioteca fundada en 1810 por Mariano Moreno funcionara en el edificio que él mismo había ordenado construir para albergar a la Lotería Nacional.

TRAS LAS PIPAS, EL ORION
"Así fue como en el lugar donde debía reinar la timba floreció la cultura", evocó Juan Gómez Badi (83, un hijo), vecino, desde su infancia, de la añosa biblioteca. Lentamente, mientras consumía su grueso toscano, JGB hurgó más en su memoria:
"Mi padre decía que en ese terreno (en la época de Rosas) alguien enterró una fortuna en joyas y oro. Por eso nadie del barrio se extrañaba al ver, cuando caía la noche, hombres que llegaban con palas y sin más, comenzaban a cavar buscando el cofre. Con la construcción del actual edificio, por suerte, ralearon los merodeadores". Verídica o no, esa leyenda del tesoro oculto se incorporó a la historia de la Biblioteca Nacional en su nuevo emplazamiento. Era ya el segundo traslado de la institución, que arrancó en instalaciones vecinas al Cabildo —bajo el nombre de Biblioteca Pública—, para fuego afincarse en la calle Moreno entre Bolívar y Perú, desde 1822 a 1901.
A su nuevo destino en la calle México arribó mientras era director el historiador-literato Paul Groussac, quien fue sucedido por Carlos Melo, Gustavo Martínez Zuviría (más conocido por su seudónimo, Hugo Wast), Luis Trenti Rocamora, Raúl Touseda y el actual director, Jorge Luis Borges (ver recuadro). Un rosario de hombres que debieron manipular la ley 11.723 de Depósito Legal, herramienta que convierte a la Biblioteca Nacional en destinataria de un ejemplar de toda producción bibliográfica, musical y periodística que se edite en el país. "Diariamente (teniendo en cuenta los cien títulos de periódicos y revistas argentinos y extranjeros, libros, discos y cassettes que llegan a la Biblioteca), depositamos casi un metro cúbico de material", explicó Iris Rossi (37), jefa de la división Técnica. Con semejante acopio, no quedó otro remedio que expandir sus depósitos, erigiendo un anexo en la vecina calle Venezuela al 600 y otro en el barrio Esteban Echeverría de Ezeiza, en la provincia de Buenos Aires. En esos locales se encajona el material que registra poco movimiento, aquel poco demandado por los 550 lectores que acuden diariamente —de 7.30 de la mañana hasta las 12 de la noche— a los salones de la institución.
De todos esos concurrentes, el decano, sin duda, es José Perroto (77, tres hijos), un ex secretario de La Cruz Roja Internacional que aborda las salas de lectura desde 1907. "Me acuerdo que, aconsejado por un profesor de Historia, concurría por aquel entonces a la Biblioteca Nacional junto a mi amigo y compañero Eduardo Lonardi, el desaparecido ex presidente argentino. A veces, nos acompañaba el papá de Eduardo. ¡Era un italiano lindo! Maestro de banda del Colegio Militar", memora JP, quien también fue presidente de la Caja de Jubilaciones para el Personal del Estado. Sumergiéndose en el laberinto de su tiempo, poco después reflotaba otras vivencias: "Nada más lindo, señor, que sentir esa protección de los libros alineados en interminables anaqueles, ¿no? Cualquier tema puede ser resuelto, cualquier duda aclarada. ¡Cómo no sentir que una biblioteca trasmite seguridad!".
Claro que para alcanzar esa reconfortante protección de los libros, Perroto debió salvar muchos escollos. El más importante, según evocó, fue el carácter irascible de Paul Groussac. "Era un hombre explosivo, agrio. En una biblioteca humanística, como la Nacional, él optó por beneficiar siempre a los lectores de Historia. Una pastor evangelista inclinado a la Filosofía y a fumar en pipa en los pasillos (creo que se llamaba mister Besson) fue expulsado cierta vez a empellones por Groussac, quien había abandonado su despacho para cumplir esa misión, que correspondía a los ordenanzas." No obstante, esos arranques temperamentales parecen no haber sido exclusividad del director Groussac. El funcionario más antiguo de la Biblioteca —el actual jefe de Administración, Alejandro de Elizalde— pormenorizó una pesquisa que casi destroza el equilibrio nervioso de otro ex director, Hugo Wast. Parece ser que durante la gestión del autor de La casa de los cuervos al frente de la Biblioteca, solía concurrir un pundonoroso caballero que provisto de una hoja de afeitar recortaba las láminas que le gustaban. Como nadie lograba atraparlo con las manos en la masa, un día Martínez Zuviría resolvió requisarlo en su despacho. "Viendo que no tenía nada en los bolsillos del saco, le ordenó bajarse los pantalones —recordó de Elizalde—, pero nada se pudo encontrar allí. Ya estaba el hombre en zapatos, calzoncillos y camiseta cuando Wast advirtió que seguía sin quitarse el sombrero. En ese orión, prolijamente dobladas, aparecieron las láminas."

SOBRE ORDENANZAS, POLLOS Y DEBATES
Es posible que el racimo de volúmenes que confería seguridad al habitué de principios de siglo —como reconoció Perroto—, hoy, centuplicado, angustie al lector que recala en una biblioteca tan bien pertrechada. Un hecho que fue detectado por el filósofo español José Ortega y Gasset al advertir que en pleno siglo XX, en Europa, ya existía la impresión de que se juntaban demasiados libros, al revés que en el Renacimiento. "El mismo hombre de ciencia —apuntaba Ortega— reconoce que una de las grandes dificultades de su trabajo radica en tener que orientarse con las abultadas bibliografías de su tema."
Esa sensación de superabundancia de material escrito originó la creación de expertos en el manipuleo de bibliografías: los bibliotecarios, duchos en el catalogamiento de las múltiples obras que se editan periódicamente. Probablemente, de la Escuela de Bibliotecarios que sesiona actualmente en la Biblioteca Nacional emitiendo títulos a nivel universitario, surjan próximamente los capacitados para paliar un déficit que detesta la jefa Iris Rossi: "Aunque por el momento la Biblioteca reúne buena cantidad de material catalográfico de las obras que se incorporan, falta gente para clasificarlo y asentarlo. Una tarea que se podrá encarar cuando se complete el plantel básico". Es que la dotación ideal para una biblioteca de ese tamaño (calculada en 160 agentes) difiere bastante de la actual: entre funcionarios, empleados y ordenanzas la institución distribuye 119 cargos. Magra cifra, considerando que la recepción de material que arriba diariamente exige ímprobos esfuerzos.
Pero más allá del depósito legal —que nutre al Salón Principal "Mariano Moreno" (con capacidad para 180 lectores simultáneos), a la Hemeroteca (ámbito donde se pueden leer diarios y revistas) y a la Sala Estudiantil "Paul Groussac" (destinada especialmente a estudiantes)— la Biblioteca atesora su niña mimada: la Sala de Reservados "Amancio Alcorta", un verdadero museo del libro. Allí, entre incunables (ejemplares rarísimos, de los cuales suele ignorarse fecha exacta o pie de imprenta, editados desde los tiempos de Gutenberg hasta el inicio del siglo XVI) y otros volúmenes exóticos, atesora un total de 5.080 joyas. Como un pasaje del Deuteronomio de la Biblia llamada "de las 42 líneas", elaborada por Fust y Schoiffer, dos empleados que había contratado Gutenberg en su primera imprenta. Pero a esa edición, impresa entre 1450 y 1455,
no le va en zaga un manuscrito del siglo XIV, practicado sobre un trabajo del filósofo escolástico francés Jean Buridan: un tratado que hasta 1955 perteneció a Juan Perón. Junto a ellos, otro manuscrito originado en Brujas (Bélgica), en 1467 —Libro de las oras, que acompañó a Carlos de Borgoña, el Temerario—, integró la biblioteca de Juan Manuel de Rosas, a quien se lo obsequió el encargado de negocios inglés Woodbine Parish. Y no se agotan allí las sorprendentes piezas: entre otras, una tercera edición de El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha (1608) convive junto a los primeros logros de la porteña Imprenta de los Niños Expósitos y a las iniciales ediciones también en Buenos Aires del Facundo de Sarmiento y de El Gaucho Martín Fierro que, en 1872, compusiera Imprenta La Pampa.
La encargada de esas reliquias, Nilda Migliavacca (29), reconoce su suerte "al poder pasar horas entre esos tesoros consultados por toda la intelectualidad argentina", y se ufana de ser amiga de un meritorio ex ordenanza de la casa: Elías Cárpena, quien, cumpliendo ese oficio, conquistó el Premio Municipal de Literatura, en 1936, con su Romancero de Don Pedro Echagüe. Actualmente, Cárpena comparte las horas que dedica a su producción literaria con un cargo en la Escuela de Profesores Mariano Acosta. Consultado por Siete Días, recordó su ingreso: "Yo era hijo de un murciano muy humilde y pude entrar en 1934 a la Biblioteca por un pedido del jefe de taquígrafos del Congreso. En aquel entonces era director Martínez Zuviría, quien, al enterarse de que yo había recibido el Premio Municipal, me tomó ojeriza. Por celos, ¿comprende?". Desde ese momento, su situación, asegura, se tornó muy incómoda; no obstante, la soportó hasta 1940, cuando por recomendación del ministro de Educación, Jorge Coll, pudo abandonar el puesto de ordenanza y encarar las funciones que actualmente cumple en la Escuela de Profesores. Sin embargo, no guardó resquemores hacia Hugo Wast: "Cuando se le casó la hija —descubrió EC—, le dediqué uno de los mejores poemas que escribí en mi vida. Yo la apreciaba mucho, ¿sabe?".
Aunque actualmente, entre los ordenanzas de la institución, no revista ningún literato, la Biblioteca cuenta, en otras funciones, con personajes como la señorita Consuelo Torreglosa (56), una simpática sevillana que tras quince años de servicios puede radiografiar a todo el mundillo literario nativo. "Pena que ahora no vengan escritores como antes. ¿O será que entre tantos muchachos universitarios pasan inadvertidos?", se preguntó la Torreglosa ante Siete Días mientras escudriñaba la entrada, desde su puesto de control de lectores. Ella, como nadie quizá, conoce vida y milagros del actual director, Jorge Luis Borges. "Yo creo que lo que más rabia le dio en su vida a ese hombre —susurró— fue la época de Perón. Es que en 1946 lo dieron de baja de la Biblioteca Miguel Cané, donde trabajaba, para nombrarlo inspector de ferias, especializado en pollos, gallinas y conejos."
Obviamente, Borges no aceptó semejante puesto, conferido casi en la misma época en que a la Biblioteca solía acudir el presidente ecuatoriano José María Velasco Ibarra.
El administrador De Elizalde también recuerda, entre otros conspicuos visitantes de la Biblioteca, al entonces senador Lisandro de la Torre, quien durante un mes entero la frecuentó diariamente. Allí, el político demoprogresista planificó las bibliografías que habrían de apoyarlo en el célebre debate sobre el negocio de las carnes en la Argentina que costara la vida a su amigo Bordabehere, muerto en la Cámara al recibir un disparo destinado a De la Torre. Pero ésa es otra historia, una de las tantas que bullen —y se reproducen diariamente— en los claustros barrocos de la vieja casona. Aunque, como puntualizó Manuel Saavedra (52, dos hijas), actual jefe de Bibliografía Nacional y Extensión Cultural, "el caso Lisandro tiene mucho que ver con esta casa, que siempre motorizó el principio de su fundador, Mariano Moreno: difundir el pensamiento revolucionario, integrándolo al contexto latinoamericano".

Recortes en la crónica__________________
NUEVO EDIFICIO: PARA TODOS LOS LIBROS DEL MUNDO
"Para formarse tina idea de cómo será la próxima sede de la Biblioteca Nacional figúrese una vaca de pie en medio del campo." La comparación —urdida en base a los cuatro pilares que sostendrán la mole del edificio— fue imaginada por el arquitecto Francisco Bullrich (42), uno de los tres responsables del anteproyecto que, en octubre de 1963, se impuso en el concurso celebrado por el Ministerio de Cultura y Educación para levantar el nuevo solar de la Biblioteca. Tres años después de cosechar ese lauro, Bullrich, su esposa y colega Alicia Cazzaniga, y el arquitecto Clorindo Testa eran contratados para finiquitar la documentación completa de la obra. Y, paradójicamente, un lustro después fallecía Alicia Cazzaniga de Bullrich sin poder contemplar, ya culminada, la creación en la cual participó.
Hoy, sobre su mesa de trabajo, Bullrich desenrolla los planos vencedores y explica: "El detalle más importante para que tengan en cuenta los futuros usuarios es la integración de la biblioteca y el parque. El edificio y la plaza Rubén Darío forman un todo indivisible". Esa totalidad, según prevé el arquitecto, va a deleitar a la masa de lectores por sus características. "Desde el salón principal (con capacidad para 400 usuarios) se van a poder divisar el Museo de Bellas Artes, la Facultad de Derecho, los parques que rodean a esos edificios y el río de la Plata", abundó. En el edificio —diseñado con generosa abundancia de cristales— se emplazarán las salas de lectura en los niveles más altos, planteo que invierte la característica distribución de las bibliotecas tradicionales. Bajo tierra, paquidérmicos depósitos podrán albergar hasta 6 millones de obras, incluidos periódicos, revistas, mapas, placas musicales y cassettes. Esa descomunal capacidad colocará a la Biblioteca Nacional entre las diez mayores del mundo; una ubicación que habrán de afirmar sus revolucionarias innovaciones: entre otras, la sala de lectura con sistema Braille, las de Música y Estampas, los salones individuales con máquinas de escribir y los destinados a grupos de estudio que elevan a 910 las plazas para lectores. Para apurar el trámite de esos próximos clientes, un fichero general con 20 millones de placas —al cual se añadió un sistema de télex— contactará al público con las obras solicitadas, en breves minutos. "Además, el sistema prevé para el futuro el uso de computadoras electrónicas. Con ellas, cualquier bibliografía puede ser resuelta casi al instante", teorizó Bullrich. Pero no se agotaron allí las previsiones del terceto proyectista. Los arquitectos también imaginaron la posibilidad de instalar un circuito cerrado de televisión ante cada pupitre de lectura. "En esa pantalla se podrían ir leyendo (sin que medie manipuleo) los libros solicitados", anticipó FB. Por otra parte, también se tuvo en cuenta la posibilidad de incorporar al edificio 50 centrales telefónicas —que comunicarían a la Biblioteca con todo el país—, adosando a ese equipo la variante de empalmar con el espectro de comunicaciones vía satélite; la forma ideal de prolongar la comunicación —y por ende el intercambio— con todo el mundo.

BORGES: INFORME PARA VIDENTES
"Lento en mi sombra, la penumbra hueca
Exploro con el báculo indeciso,
Yo, que me figuraba el Paraíso
Bajo la especie de una biblioteca.
(Poema de los dones, Jorge Luis Borges)

A poco de acariciar el poder, en 1955, los hombres de la Revolución Libertadora lo designaron director de la Biblioteca Nacional. Desde entonces, Jorge Luis Borges anidó en esa casa a la que llegó con una incipiente ceguera: "Cuando me instalé en el despacho —memoró ante Siete Días—, sólo podía distinguir el dorado de los lomos y las carátulas del millón de libros que me rodeaba". Lamentablemente, la enfermedad fue in crescendo y, actualmente, el viejo escritor deambula por sus oficinas apelando a su prodigiosa memoria; una tabla de salvación que le permite planificar sus excursiones, aferrándose al mobiliario que lo rodea. Esa retentiva mental que lo enorgullece fue puesta a prueba ante un redactor por espacio de una hora. Durante ese lapso, JLB enhebró sin vacilar el deslumbrante racconto de su paso por la institución:
"Mis primeros contactos con la Biblioteca Nacional son viejos: concurría siendo pequeño para acompañar a mi padre. Pero esas incursiones no me fueron provechosas. ¿Sabe por qué? Porque yo era muy tímido y no me atrevía a solicitar libros, limitándome a tomar los que estaban al alcance de mi mano, sin hablar con nadie. Un día, siendo director de la Biblioteca Paul Groussac (un hombre hosco que me inspiraba terror), tuve suerte: mi padre acertó a sentarse cerca de un anaquel donde lucía la Enciclopedia Británica. La tomé sin que me vieran y pude deleitarme con un articuló sobre los druidas. Es que antes las enciclopedias eran mejores, ¿sabe? Estaban hechas como libros de lectura, a diferencia de las de "hoy, que se preparan como diccionarios".
"De cualquier forma, debo confesarle que esos contactos con la Biblioteca (a pesar de mi apocamiento) me llenaron de entusiasmo. Quizá ese fervor fuera el que me impulsó a trabajar (siendo muy joven) en otra biblioteca, la Miguel Cané, que se levantaba entre los barrios de Almagro y Caballito, dirigida por Francisco Luis Bernárdez. Allí ocupé durante 9 años el cargo de oficial primero y me hice de un gran amigo, Alfredo Doblas, con quien solíamos concurrir a las riñas de gallos que se celebraban en el porteño Parque Saavedra."
"Actualmente, ya lo ve usted, ocupo la mesa de trabajo que fuera de Paul Groussac, una réplica de la que en Francia luciera Jorge Clemenceau, el artífice del Tratado de Versailles. Y fíjese qué curioso: Groussac (el gran renovador de la prosa castellana, al decir de Alfonso Reyes) murió ciego siendo director de esta casa. Falleció en el cuarto contiguo a este despacho, que él había convertido en casa habitación donde vivía con su hija. Yo, en cambio, nunca me quedé a dormir aquí: por nada del mundo pernoctaría fuera de mi casa donde me aguarda mi madre que ahora tiene 97 años."
"También otro ex director, José Mármol (de quien me arroba su Amalia, una novela de la cual hoy es costumbre hablar mal aunque desmenuzó la dictadura de Rosas e inspiró a jóvenes artistas, como el pintor uruguayo Pedro Figari, por ejemplo), murió ciego. ¿Se da cuenta qué paradoja? Mármol, Groussac y yo morimos ciegos. Es como una fatalidad que atrapa a algunos directores, ¿no? Porque yo voy a morir ciego. Ya apenas me van quedando algunas luces, pocas sombras y las tonalidades amarillas que me advierten que más allá de mí todavía existe el mundo exterior. Pero nunca me molestó esta ceguera progresiva e implacable que me impidió leer en los últimos años de mi vida. Pienso que por compensación me dediqué a escribir con más ahínco aún."
"Toda mi producción literaria del 55 en adelante la preparé aquí, ayudado por mis secretarias y el dictáfono. Mi último libro, El oro de los tigres (del cual no puedo anticipar nada porque así lo convine con la empresa editora), aparecerá en un par de meses. Creo que quienes lean atentamente su nota (y recuerden que sólo veo los amarillos) pueden colegir de qué se trata."
"Pero no vaya a creer que vine a esta casa a escribir solamente. Siempre me preocuparon sus problemas, en especial el magro sueldo que ganan los empleados... Recuerdo: que en una oportunidad visité al ex presidente Roberto Levingston para exponerle esa carencia. Entonces le conté la historia de un ordenanza que había muerto, en una villa de emergencia de Boulogne, en la provincia de Buenos Aires, roído por la enfermedad y la miseria. Yo siempre voy a pedir que a mi sueldo (y le confieso que no sé cuánto gano) lo repartan por ley entre los operarios de la sección Maestranza. Porque económicamente las cosas andan mal para los pobres y si [la desvalorización del peso] sigue así, en la Argentina todos seremos millonarios sin dejar de ser pordioseros. Esto me recuerda que cuando me nombraron director traje un globo terráqueo de mi casa. ¿Sabe de quién era? De José Ingenieros, y me lo regaló su hija Celia. La cosa viene a colación porque este globo es macizo, de madera, y hace pensar que, en general, todo el mundo antes era más sólido. A los universos que fabrican ahora los construyen en material plástico; se tumban al menor soplo."
"En estos diecisiete años que concurro a mi despacho en la Biblioteca Nacional aquilato, entre otras, una notable experiencia callejera. Yo antes viví aquí, en el Barrio, Sur, y ahora me he mudado con mi madre al Norte, donde no me siento cómodo. ¿Sabe por qué? Porque la gente de ese lugar cuando me ve vacilar ante el cruce de una calle pasa de largo, indiferente. En cambio en el Sur, en seguida esgrimen el invariable y dulce ¿Lo cruzo, abuelo? que tanto me halaga."
"Y ahora, lamentablemente, la Biblioteca se mudará al Barrio Norte. Ocupará el predio que fuera mansión de Perón. Pero yo a ese nuevo asiento no lo veré. Antes habré de trasladarme a un solar vecino a esa flamante sede: el cementerio de la Recoleta. David fijó en 70 años la edad ideal del hombre y yo ya estoy haciendo trampa: tengo 72. ¿Me comprende?"

Revista Siete Días Ilustrados
10.07.1972

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