Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

ORDENANZAS
Prohibido galopar en plaza de Mayo
digestoCuando un capilaroso estudiante, amparándose en viejas prerrogativas —legalmente establecidas y nunca derogadas— exigió recientemente al rector de la Universidad de Oxford la entrega semanal de tres pintas de rubia cerveza para consumo personal, lejos estaba de imaginar el desenlace de su petitorio. Obtuvo, sí, la cuota demandada —otra cosa no cabía en Gran Bretaña tratándose de algo legal—, pero astutamente las autoridades hallaron el modo de vengarse. El muchacho fue multado con medio penique por no calzar espadín, según lo ordena otra vetusta reglamentación tampoco derogada.
En el mejor estilo británico, parecidos intríngulis ocasionaría en Buenos Aires cualquier porteño que se atuviera, al pie de la letra, a todas y cada una de las ordenanzas municipales nunca derogadas explícitamente. Así, por ejemplo, el ciudadano jocundo que montado en noble bruto recorriera al paso el centro de la ciudad, inspeccionando de visu a tiernas minifalderas, incurriría en infracción. El artículo tercero de la ordenanza municipal del 29 de noviembre de 1905 (una de las tantas codificadas en el último digesto del año 1936) respaldaría sin embargo su ecuestre excursión: ‘‘Los que transiten a caballo dentro de un radio de 25 cuadras a contar desde la plaza de Mayo, no podrán andar al galope o al trote largo —sí, al paso—, exceptuándose de esta disposición a los empleados públicos que, por razón de su empleo, desempeñen comisiones o servicios cuya naturaleza justifiquen la mayor rapidez de la marcha".
Para evitar justamente ésta u otras posibles situaciones insólitas, una activa comisión, encabezada por el doctor Carlos Lezcano, concluye en estos días la primera parte de una ciclópea tarea: actualizar el apolillado digesto del año 1936. Sus objetivos los fijó el intendente Manuel Iricíbar por decreto del 3 de abril de 1968. Incluyen observaciones y recomendaciones acerca de cada una de las añejas ordenanzas allí codificadas, ya sea por su ineficacia, su obsolescencia o por haber escapado al ámbito municipal. Recopilar a su vez las posteriores a 1936 obligó a los miembros de la comisión a revisar con beatífica paciencia los diarios boletines oficiales del municipio, editados desde esa fecha hasta ahora.
Así, aquella disposición que prohibió posteriormente la circulación de vehículos de tracción a sangre por la ciudad (salvo en los aledaños del bañado de Flores y en zonas de Palermo, reservadas a placenteras cabalgatas o al paso de “pur sangs" desde los studs del Bajo Belgrano hacia el vecino hipódromo), tendrá cabida en el remozado digesto.
Ningún jinete desmemoriado podrá entonces desmontar en céntricas estaciones de servicio en busca de pienso para su cabalgadura, n¡ circunvalar a galope tendido plaza de Mayo pretextando urgencias de tiempo para llegar puntualmente a su trabajo y abocarse al manipuleo de electrónicas computadoras.
Un siglo atrás ese repiquetear de cascos no hubiera sorprendido a los porteños. Lucio V. Mansilla recuerda en sus memorias que los médicos de antaño preferían el caballo a los carruajes para sus visitas domiciliarias, “pues las calles que estaban empedradas eran un suplicio y se padecían tremendos sacudimientos, capaces de llevar el hígado a la boca". A Robert Cunningham Graham, recién llegado de Gran Bretaña, le llamó la atención verlos de “a centenares, maneados y quietos en la gran plaza, enfrente a la Bolsa de Comercio.

Cuando las vacas vienen marchando
No sólo los caballos tienen cabida en el digesto. Bueyes, vacas y burras lecheras merecieron a su tiempo la atención de los ediles.
En 1907, las carretas de bueyes, llamadas por un viajero francés del siglo pasado "navíos de la pampa", debieron recalar fuera del centro de la ciudad y dentro de rígido horario: desde las 19 hasta las 9, en invierno, y de 19 a 7 en verano.
El tránsito de ganado suelto por las calles, una práctica levemente perturbadora para una urbe en constante crecimiento, fue prohibido en 1920, “con excepción del que se conduzca a los mataderos de Liniers, por el itinerario a fijarse", y de las vacas y burras lecheras, cuyo ordeño estaba ya reglamentado desde 1897. Más allá de una zona delimitada por Paseo Colón, Leandro N. Alem, Pueyrredón, Jujuy y Caseros, era posible —como quien dice— tomarse un vaso de leche al pie de la vaca o de la burra, a gusto del consumidor.
digestoAl vedarse finalmente la circulación de vehículos de tracción a sangre, ya estos desfiles de cuadrúpedos eran cosas del pasado. El golpe de gracia fue para los carros lecheros, que debieron huir hacia polvorientos suburbios o esconderse en oscuros corralones.
Otras curiosas disposiciones del Digesto prohíben:
•El juego de barrilete, advirtiéndose que “en caso de no saberse quién lo remontó, pagará la multa el dueño o inquilino principal de la casa en que sea observado” (ver página 31 -nota MR. referencia a nota sobre barriletes en la misma revista).
•El estallido de cohetes, bombas y toda clase de fuegos artificiales que produzcan estruendo, excepto los días 25 de Mayo, 9 de Julio y 12 de Octubre, siempre que se cuente con permiso de la seccional de policía correspondiente.
•Las carreras de caballos en las calles (algo bastante común otrora en el famoso camino de Las Cañitas, actual avenida Luis María Campos).
Cuando la pasión reglamentarista de los ediles se aventuró, hacia 1905, en el terreno de la urbanidad, produjo esta memorable disposición: “En el tránsito por veredas, calles y caminos, los peatones no podrán impedir que quienes lleven una dirección contraria conserven siempre la derecha”. (Lo cual supone, por “contraria sensu”, que podían pechar impunemente a los atacados de prematuras desviaciones izquierdistas).
George Clemenceau, a quien el centro comercial de Buenos Aires le pareció en aquellos años el más obstruido que había visto, no dejó de advertir que “las aceras, tan estrechas de por sí que no permiten la marcha de dos personas de frente, están limitadas por un molesto antecuerpo de tranvía que pasa cerca de ellas, poniendo en peligro a los transeúntes”.
En esa época —una edad feliz de dudosas panaceas para los nervios (apio de Paine), la dispepsia (digestivo Mojarrieta), la acné y las pecas (pomada del Salvador) y las enfermedades secretas (cápsulas de sándalo)— de audaces novedades (“los nuevos grafófonos que cantan y hablan tan alto como la voz humana”), los primeros automóviles incursionaron tímidamente por la ciudad. Muy pronto otra ordenanza les fijó la velocidad máxima para circular entre las avenidas Callao, Entre Ríos, Brasil, Leandro N. Alem, Paseo Colón y Alvear —hasta Palermo—: 14 kilómetros por hora. Más allá, alocados “tuercas” podían apretar a fondo los aceleradores de espantables Dion-Bouton, Hispano-Suiza, Daimier o Stutz.
También los taxistas tuvieron a qué atenerse. En 1917 se estableció que “todo conductor de automóvil o carruaje de alquiler que circule por cualquier punto del municipio o esté estacionado, estará obligado a servir al público”. Una plausible exigencia que sin embargo reconocía solitaria excepción: si el destino del viaje era algún corso de carnaval (fiesta por demás plebeya y de cuyos concurrentes nada bueno podía esperarse, al parecer), el conductor podía negarse.

De posadas...
En el resbaladizo terreno de las casas “sanctas” y “non sanctas”, perspicaces ediles fijaron en 1922 precisas diferencias entre amueblada y posada. “Se clasifica como casa amueblada —expresa la ordenanza del 9 de noviembre de 1922—, todo local en que se destinen cuatro habitaciones con sus muebles correspondientes para ser arrendadas o subarrendadas a más de cuatro personas extrañas al dueño o encargado del local y no se sirva comida en el mismo". Posadas, a su vez, son “aquellas casas amuebladas en las que se sirva o no comida, cuyas piezas son alquiladas generalmente por horas y rara vez por días, para ser ocupadas por parejas de ambos sexos que concurren sin equipaje, en la casi totalidad de los casos”.
Aparatos aspiradores de polvo en teatros, iglesias, internados, colegios, casas de huéspedes y hoteles; obligación, de quitarse el sombrero para personas de ambos sexos asistentes a teatros, cinematógrafos y demás salas de espectáculos públicos (aprehensivos pelados podían cubrirse si el techo de la sala era corredizo) y ¡multas de tres mil pesos (del año 1876) para quienes practicasen la adivinación (suma exorbitante comparada con los modestos 50 pesos con que se castigaban generalmente las trasgresiones municipales) completan este panorama de obligaciones y coerciones que tanto preocuparon a los viejos porteños.

...y pediluvios
Así como el inefable Víctor Alurralde Rúa (experto en cine y TV infantiles) celebró años atrás con pantagruélico festín el cincuentenario de aquella ordenanza que prohibía escupir en el suelo (derogada por el ex intendente Schettini ante el considerable avance de la urbanidad ciudadana), psicodélicos porteños se aprestan próximamente a conmemorar el cuadragésimo aniversario del “pediluvio”, otra de las perlas del Digesto Municipal. Para quienes lean extrañados, el diccionario de la Real Academia informa: “baño de pie que se toma por medicina”. En Buenos Aires, ediles cursiparlantes definieron así el obligatorio remojo de pies que todo bañista honrado debe darse en un rectangular desnivel, antes de zambullirse en cualquier pileta. Loada sea la higiene.

Revista Panorama
15/04/1969

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