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Educación
Los estudiantes, jueces y partes
—¿Oficializaron la quiniela?
—¿Qué es, señor? ¿El totocalcio?
Los redactores de PRIMERA PLANA que la semana pasada visitaron 18 colegios secundarios de la Capital, debieron dar un largo rodeo para no arder al chisporroteo de una bengala que estallará, como siempre, el último día de clase. Los redactores debieron prometer a los jefes de celadores que demorarían sólo un instante, el indispensable para extender a los alumnos que egresarán este año, preferentemente a los que habrán de hacerlo con más alto puntaje, un cuestionario de cuatro series de preguntas en torno de la educación que ellos han visto, del país en que viven, del mundo tal como lo captan y de cómo se ven a sí mismos, a su generación y a su tiempo.
estudiantesPor fin, tres días después, 44 series de respuestas de otros tantos alumnos, estaban en condiciones de ser cotejadas. E inmediatamente comenzó a rezumar, con más claridad que el simple cómputo de las edades —entre los 17 y los 19 años—, la índole de su procedencia: un rugiente optimismo, una candorosa tersura en las críticas.
Los 44 alumnos —29 varones, 15 mujeres— integran hogares de la clase media, o de la clase obrera calificada; salvo dos, todos son argentinos; excepto nueve, los demás son hijos de argentinos. Todos, sin excepción, se proyectaban más allá de los 8 puntos de promedio general, y la mayoría había alcanzado una cúspide reservada sólo a los más inteligentes o, por lo menos, a los más aplicados: la incorruptible letra gótica del cuadro de honor.
Como era de prever, arrugaron el entrecejo y se rascaron la cabeza ante la planilla de preguntas, pero esbozaron pocas bromas y se mostraron inhibidos, tímidos, hasta recelosos, por lo que suponían una confrontación entre el brillante alumno que cada uno era y el ser humano que templaba su personalidad al calor del aula. “No me siento capaz de hablar de política; no sé nada ni me interesa”, se atajó una jovencita del Normal Nº 4. “Si digo lo que pienso, a ustedes les cierran la revista”, amenazó Rubén Marchese (18 años, Comercial Hipólito Vieytes), frente a la pregunta número seis: Evaluación social, política y económica de la Argentina 1964.
De los 29 alumnos varones, 18 admitieron que apenas repasan los periódicos, que casi nunca se remontan mucho más allá de los titulares. De las 15 mujeres, apenas 3 se interesan por lo que ocurre fuera de la escuela, de su casa y tras el fluctuante círculo de sus amistades; pero ven televisión porque refresca la mente; no creo que venga mal un par de horas de evasión por día”, corroboró Gladys Murcia (17 años, a punto de recibirse de maestra), ruborizada.
Acechados por su propia inseguridad, casi todas las respuestas proponen un pudoroso denominador común: aunque la mayoría encuentra que vivir (aquí o donde fuera) es apasionante, hasta divertido, nadie ofrece resquicios por donde se filtren los porqué. Excepto uno: el 'porque' si. La discreción se contrapone al éxtasis cuando se trata de consolidar una masa chirle de aspiraciones de deseos. “Políticamente, la Argentina está en la hora cero”, barrunta Guillermo Ghibaudi (18 años, Industrial Ingeniero Huergo), pero confía en que el gobierno encontrará el buen rumbo, “pese a encontrarse, en muchos aspectos, con las manos atadas”.
La Argentina 1964 no les depara una perspectiva halagüeña, y en tanto los varones aluden a las tiranteces que provocan políticos empecinados en desconocer “la realidad más elemental” (¿Se refiere al peronismo? “Me refiero a los peronistas”, subraya Aldo B. Tambasco, del Nacional Bernardino Rivadavia), sumiendo en el desconcierto “a la inmensa mayoría del pueblo”, las mujeres, más cautas, invocan a los próceres.
Su concepto de la felicidad parece ubicarlos en sus propios umbrales, aunque acuerdan que, en última instancia, su logro no depende únicamente de cómo se comporten, sino de cómo se comporte la sociedad con ellos. “Amar al prójimo implica que el prójimo, a su vez, nos ame”, subraya José Benito Martínez (18 años, español, 8,36 de promedio en el Comercial Nº 3). Algo que puede lograrse “si todos tuviéramos la mente puesta en Dios”, recomendó Dora Maille (17 años, Normal Nº 5).

Los ojos en el mundo
Pero es aquí donde las planillas destilan las más graves reservas: el mundo semeja, para ellos, un inmenso reñidero atosigado por los resentimientos clasistas, en el que dos grandes frentes tratan de ejercer su preponderancia “sin advertir que la ambición los está mellando por dentro”, “al precio de su propia anarquía”, “convenciéndonos de que progresar es sinónimo de coquetear con uno y con otro, como los árabes”, fueron las conclusiones más agudas.
Para Eduardo Iglesias, del Nacional Rivadavia, “la habilidad diplomática” enjuga, a medias, el apogeo del materialismo, y tanto como su compañero Oscar Alfredo Merello (9,84 de promedio), y también tanto como Bertrand Russell, estima que “el peligro que entraña una conflagración mundial servirá, precisamente, como dique de contención”, una paz cimentada sobre el temor, “pero paz al fin, o guerra fría, a lo sumo”.
De los 44 encuestados, 37 condenan con relativa crudeza al comunismo. Merello aduce que “no debería permitirse la más remota expresión de solidaridad con el régimen bolchevique, por respeto a la democracia”. Pero la drástica toma de posición no redunda, ciertamente, en una idílica inclinación por sus antípodas: “Los Estados Unidos y la Unión Soviética se disputan el mismo plano negativo con respecto al futuro de la humanidad”, juzga José Bernardo Rosenszain (17 años, del Comercial Nº 3).
Las palabras indolencia, irresponsabilidad e incomunicación aparecieron en más de veinte textos tratando de situar los defectos del hombre contemporáneo “que niega la naturaleza de las cosas”, “identificado con el desbarajuste de nuestro siglo, un cambalache, tenía razón Discépolo”, “víctima de la soledad que cada día hace más víctimas”.
Todos, sin embargo, consideran recuperable el esplendor perdido, “no bien la juventud estudiosa y los intelectuales de todo el mundo” alcancen rangos ejecutivos, “sean reinstalados en el lugar que les corresponde”, postuló Roberto Andrieta (19 años, Nacional número 11). Aunque, en general, las críticas no fueron demasiado lapidarias, pocos, como Luis Ernesto Reali (19 años, Industrial Nº 2), conjeturaron que “no existen demasiados defectos en nuestro tiempo y me siento feliz de vivir en la época en que vivo”.
Hasta ahora, dos objeciones parecen mellar el ideal: a los 18 años, el mundo exterior, una nebulosa todavía inaprensible nace a extramuros del hogar y a un paso más allá de la escuela. Ningún cimbronazo sacude su temeridad cuando proviene de ese mundo exterior. Pero una reyerta entre sus padres o un aplazo en matemáticas los circunda de más pavor que el estallido de la bomba china. De espectadores se convierten en protagonistas, y es en ese ámbito —el del hogar y el de la escuela— donde se observan las más severas grietas, los atenuantes al optimismo que fluye de la confianza en sus propias fuerzas.
La pasión alrededor
Sólo 7 (5 mujeres, 2 varones) del total de encuestados aceptaron responder a la pregunta ¿Cómo es su relación con sus padres?, que proponía, además, establecer las más notables diferencias entre su enfoque vital y el de sus progenitores. De las 7 respuestas, apenas dos resultan claramente laudatorias (“El hogar de mis padres es el molde del que yo aspiro a formar algún día”, admitió una alumna del Normal
Nº 4), pero las otras cinco entrelineaban una sigilosa animadversión. “Tengo poco contacto con mi padre; todavía no sé si es comprensivo o no”, se quejaba un estudiante del Comercial Joaquín V. González; y otro, del Nacional San Martín, negó que “mi padre y yo podamos ser compañeros; creo que a él le compete tomar esa iniciativa”. Una alumna del Normal Nº 10 liberó su congoja en dos frases: “Hay 30 años de diferencia entre mis padres y yo. Hablamos distinto idioma, y creo que lo mismo sucede entre ellos.”
Unánimemente, pero con más bríos, los alumnos abundaron en reproches a los sistemas de enseñanza, bajo cuya advocación transitaron algo más de una década. Se hace indispensable reestructurarlos, opinan: el exceso de asignaturas obliga a merodeos superficiales, a un deambular “sobre un montón de cosas, casi todas revisadas por encima, vagamente”. Gloria Apelbaum (17 años, Liceo Nº 2, 9,88 de promedio general) se queja por la carencia de material de trabajo, por la inercia del ministerio de Educación, “que debería interiorizarse de estos problemas”, y por algo que es todavía más básico: “la ausencia de comunicación entre alumnos y profesores”.)
Lila Lea Bogomolni, compañera de Gloria, aborda el tema con idéntico fervor: repudia los sistemas de calificación, los temidos exámenes de ingreso (“una injusta barrera, un freno arbitrario”) y los vetustos mecanismos “que convierten al alumno en una máquina memorizadora, ya que la escuela no nos enseña a razonar”. “El examen de ingreso a la enseñanza media, como así también a la superior —corrobora Eduardo Iglesias—, es la prueba más concreta de la desconfianza que demuestran las autoridades educacionales hacia sus propios programas.”
Los 44 encuestados desbordaron en agrias acusaciones referidas al escaso' caudal de conocimientos adquiridos; algunos advierten sobre la existencia de “turbios intereses que impiden la renovación de los libros de texto”, un cargo que no fundamentan; otros, como Horacio Priani (18 años, Comercial número 5), machacan al unísono sobre la urgencia de acercar el ciclo medio a la enseñanza superior: “El gran salto ocasiona el 80 por ciento de los fracasos; es necesario crear bachilleratos especializados”, enunció.
A veces apasionados, a veces orillando el desinterés, o la incredulidad, o, tal vez, despistándose a sí mismos por lo que ahora les tocará enfrentar —el peso de una mochila temible, las grandes responsabilidades—, los estudiantes no ocultan que “después de todo, nos vamos de aquí con dolor”, “con el tiempo quizá reconozca que fueron los años más lindos de mi vida”, “me llevo una experiencia maravillosa”.
Experiencias, alegrías o lágrimas, lo más probable es que no se lleven de la escuela una imagen definida; ni siquiera una imagen de sí mismos, “porque los jóvenes creen en lo que anhelan”. En el Nacional Buenos Aires, un profesor de Geografía, recostado sobre su sonrisa y entre volutas de humo, arriesgó otra tesis: “El optimismo es la nacionalidad de los jóvenes. Ojalá pudiéramos defendernos, como ellos, de nuestra propia debilidad.”
17 de noviembre de 1964
PRIMERA PLANA
 

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