Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


-junto a su madre. Piel morena y arrugada. Una mujer anciana curtida por el sol de su tierra india
-Paula, su hijita, y su esposa. Su tercer matrimonio, Jaime Dávalos vive el conflicto permanente del amor
Con Dávalos en su retiro salteño
"Vuelvo a respirar el aliento de los míos"
Nunca dejó de cantarle a la tierra. Piensa recluirse para siempre en Salta, quiere que los coyas vuelvan a su artesanía, habla de grises intensos y mansos, grita que nunca habrá de morirse. Es un hombre, un poeta, un cantor con el rostro tallado a mano, con sangre india metida en sus venas. Jaime Dávalos, con voz fatigada, repite que los coyas van a recuperar sus manos, porque para él, la muerte sólo le gana a la piel

-Tengo derecho a ser juzgado primero que nada en mi individualidad, en mis venas mezcla de indios y españoles; por eso regresé para siempre a esta tierra roja mezclada con la sangre de los coyas, con los de mi origen, escapando de los climas artificiales, de la vida mecanizada ... si tengo derecho a ser juzgado ... escribir en este mi ambiente, en el camino del pasado mi mundo propio, sepultado en el desconocido mausoleo de los indios, cansado de los repugnantes valores consagrados, para morir enterrado en este gran cementerio de los que viven sin vida y que ni siquiera tienen el lujo de saber lo que es la pobreza ... si... termino todo entre estos cerros para volver a ser así y no de otra manera.

Un largo corredor de rocas aceradas, filosas, quebradas, interminables, tocadas por un aire frío, por un viento casi quejoso, largas cornisas de intempestivos espacios verdes, de pequeñas cascadas con nubes grises que parecían correr desde lejos. Y Jaime Dávalos ahí, como una figura recortada, con su cara tallada a mano, con el viento barriendo sus cabellos, levantando su puntiaguda barba, no hablando sino conversando poemas, diciendo junto a mí:
—Hace mucho que no llueve, pero siento el olor a agua.
Dos años atrás fue la última vez que nos vimos; aquel día recuerdo que llovía mucho, y él usaba un ancho sombrero con un largo pañuelo negro enroscándole el cuello. Hasta ese cielo salteño por aquel entonces parecía distinto, como las caras del coya, algo grises, negras, tapando nuestras cabezas. Don Jaime Dávalos ... ¿se acuerda? ... era todo tan distinto:
—Para el coya nada ha cambiado; el olor a su tristeza removida sigue siendo el mismo; su cuerpo encorvado y sus silencios abiertos, sin vida, como soñando todo su tremendo pasado. Uniformes, grises, intensos y mansos, con los sentidos embutidos por la coca que mastican para olvidar el hambre, convertidos ahora en sustancias oscuras, con la muerte corriéndoles entre la piel arrugada como esos viejos cactos resecos por el tiempo.
Don Jaime Dávalos había dejado de sonreír y ahora su cara se trasformaba tranquilamente por una seriedad casi triste y tediosa, fatigada o quizás culpable. Sus palabras iban tomando esa poesía tan típica en su hablar, creciéndole desde la boca. Rengueando, algo fatigado, me pidió un "cigarro" y se sentó en una de las rocas:
—Debe ser que anoche dormí mal porque amanecí doliéndome el espinazo.
Dobló la cabeza mirando a ese enorme vacío casi como queriendo detener el tiempo:
—Parece que no me voy a morir nunca. De golpe me viene un montón de recuerdos, de esos veranos fuertes, de esas siestas largas y pastosas donde te echas a la muerte bajo el peso del indio que llevas entre la sangre, con la ropa pegada al cuerpo de sudor y me veo chango... y a mi "tata" sentado en el mecedor ... y a la mama cociendo pan ... y te acordás de las noches en que uno maravillado no oye más que el ruido milenario del indio gimiendo como en esa voz que parece una bisagra oxidada sin aceitar. Pero ahora es todo diferente ... no quiero salir más de este lugar y terminar juntito mi mujer, mis changuitos y mi "mama". Porque hay otra cosa, algo distinto y amargo que todavía sigue golpeándome el corazón.
—¿Qué le pasa, don Jaime? ¿Por qué está tan triste?
Ni siquiera levantó la mirada, pero sabía que me estaba mirando, sentía que volvía a charlar con esa voz escapándosele entre los dientes, entrecerrando los ojos, arrugando esa enorme cicatriz que le cruza la frente, con un montón de rayitas metiéndosele por entre la cara:
—Triste no. Algo rebelde, vacío, tratando de enderezar el cuerpo caído del coya, rescatarlo de su paciente tolerancia, regresarlo a su trabajo, a sus manos ... sus manos.
—¿Cómo a sus manos?
—Si, sus manos que ya han olvidado toda la creación, todo ese arte primitivo que ellos pueden hacer. Convertirlos en el trabajo de sus antepasados, sacarlos de seres dibujados, tristes y desolados, para que puedan mostrar su artesanía al mundo entero. Revivir sus manos, esas manos, las tuyas, las mías, que ya han perdido la forma de trabajar, consumidas, quemadas, destruidas por la ceguera de esta técnica infernal, de este mundo infernal que sólo nos enseña cada día a desconocernos más. El mundo del botón, y detrás de cada botón la gran máquina idiotizante. Un botón: un televisor; un botón: una heladera; un botón: una bomba; un botón: miles de muertos; un botón: una guerra; un botón: latas envasadas ... cada uno de nosotros está convertido en un botón. Hasta la tierra vista desde afuera tiene la forma de un gran botón.
Caía el atardecer sobre esa casa de adobe y paja y madera y en ese extraño clima sobre el cerro de don Jaime Dávalos todo pareció de golpe lleno de tristeza y desolación. Solos, sentados y fumando, parecía como si de golpe montones de lamentos simples, entristecidos por desamparadas voces comenzaran a meterse en el lugar. Todo eso nos producía una tremenda sensación de vacío:
—¿Te das cuenta, "chango"? Por eso ahora con la plata que conseguí en el Fondo Nacional de las Artes pienso construir una escuela de artesanía, donde los coyas trabajen, vuelvan a sus manos y puedan vender ellos mismos evitando el comercio de los que les roban por unos pesos su forzada y humillante humildad, rindiéndolos como último grito de una raza destrozada que sobrevive sobre sus escombros. Por eso esta escuela será para ellos, para todos los artistas argentinos, para que lleguen de todas partes cansados de la máquina idiotizante, limpiándonos de nuestra gran enfermedad: el aislamiento.
Don Jaime Dávalos pareció encogerse dentro de su enorme pulóver desteñido, nuevamente sus ojos fijos, húmedos, llenos de poesía, con la cabeza erguida, su rostro seco y agrietado como si en realidad fuese un tipo fabricado de una sustancia distinta de la humana.
—¿Se queda definitivamente a vivir en Salta?
—Sí. Tengo que volver a respirar el aliento de los míos. Ya te dije que soy una mezcla de indio y español. Trataré de que los coyas no floten más en el cementerio de los humanos ... quiero perder el sentido de la distancia, la noción del tiempo, llenarme de cuerpos esqueléticos y vencidos, escribir junto a ellos, desaparecer en esta tierra con mi papel, mi lápiz, mi letra que a veces ni yo mismo entiendo, embarazado de vivencias y no de imaginación, percibir las cosas con el tacto y no con el oído, sentir la pureza del vino y el calor de la guitarra, extraviarme en mis sueños sin colores, sin olores, sin temperatura, inmóvil, y gritarle a la conciencia de estas piedras que tienen más calor que los humanos. Prolongarme en la tristeza del indio, enredarme entre sus brazos escuálidos y largos como raíces retorcidas, estirándoselos hacia ustedes para que se den cuenta de que ellos también están ahí.
Don Jaime Dávalos volvió a reírse mostrando esa cara tallada, y recién sólo me di cuenta que quizás mucha gente no conoce a Jaime Dávalos. A su alrededor volvía a extenderse ese silencio extraño, esa rara tranquilidad, esa desconocida y misteriosa beatitud profunda, esa voz viva, dura y salvaje como la tierra misma. No sé cuántos minutos pasamos en silencio. Y no supe tampoco qué preguntarle para no robar su soledad. Sólo entonces creo que él se dio cuenta y pareció pensar ero voz alta:
—No importa, "chango". Cuando termine esta choza los coyas y nosotros volveremos a usar las manos. No te hablé de poemas porque tengo la voz fatigada, pero no de enfermo, sino de convalecencia. Fijate cómo el viento sacude el "jacarandá" y lo dobla, pero fijate también qué lindas son sus flores. Parecen flores inmensas que crecen sobre otras.
Nos volvimos caminando para su casa por esa cornisa llena de piedras, angosta y silenciosa, que no sé por qué en ese momento se me ocurrió que se parecía mucho al brazo de un indio. Entre las paredes lavadas, unas plantas contra la puerta, un jardincillo vacío y esa sordera de las horas que no pasan, sentada sobre un tronco como la prolongación de un árbol nudoso, delgado y fuerte estaba la "mama" de don Jaime. Un poco más atrás en medio de ese tremendo vacío, lleno de vida, de canto y poemas, su mujer y sus hijos. Nos dimos la mano, me besó y yo volví a mirar sus ojos duros y rebeldes:
—"Chango", contá por Buenos Aires que los coyas van a recuperar las manos ... contalo fuerte ... Que no se caen porque se lo impide la costumbre de estar vivos y que aunque la costumbre es más débil que el cuerpo puede que queden doblados y entonces, si llegamos a eso, invitaré a todos a mirar el derrumbamiento de nuestra raza.
Fue su voz la que dijo eso. Crucé una corta tranquera y cuando quise mirar otra vez hacia la. voz sólo encontré una agobiadora tristeza y muchos coyas arrugados con la muerte corriéndoles bajo la piel.
JOSE DE ZER
Fotos: HUGO RODRIGUEZ

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