Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

La Patagonia Trágica
Estas páginas forman parte de nuestra historia prohibida. En 1922, cuando la Patagonia soportó su huelga más sangrienta, dos mitos recorrieron el país. Los hacendados acusaron a los huelguistas de quemar estancias, cometer violaciones y saqueos y asesinar estancieros. Y los anarquistas acusaron al ejército de fusilar a mil quinientos obreros indefensos, que previamente habían sido obligados a cavar sus propias tumbas. La inminente aparición de un libro que trata de esclarecer esos mitos nos puso en movimiento. "Argentina siglo veinte" decidió anticipar para ustedes un fragmento de ese libro, "Los vengadores de la Patagonia Trágica" del periodista Osvaldo Bayer, y rescatar los testimonios de algunos que estuvieron allí
por Jorge Capsiski

"Les ataron las manos a la espalda. Los raparon con tijeras de esquilar y les pintaron una cruz en la frente. Después los estancieros desfilaron ante ellos y señalaron a los cabecillas, que fueron llevados en grupos de odio, casi a la rastra, entre escupidas y latigazos ante el pelotón. Entonces se escuchó una voz:
—PREPARENSE... Apunten ... ¡FUEGO!
Cayeron doscientos, cuatrocientos, mil quinientos, ¿quién sabe cuántos? Todo empezó allá por 1921. Cuando los chilotes del lejano Sur se declararon en huelga. Los hacendados pusieron el grito en el cielo y días después el presidente Yrigoyen recibió un telegrama alarmante: "Los vapores no cargan lana. Los peones recorren las estancias sublevando a todos y el comercio ha cerrado sus puertas".
Los motivos eran varios. Los obreros pedían libertad paira los presos, aumento de salarios y protestaban por los precios abusivos, por el pago con vales o en moneda chilena y por la desocupación. Los porteños tardaron en enterarse. Todavía comentaban la Semana Trágica y los diarios sólo tenían espacio para anunciar las matanzas de Rusia.
Mientras tanto, en la Patagonia se cortaban los alambrados para que se entremezclaran las haciendas, se devastaban los campos, se tomaban los administradores como rehenes y se requisaban las armas, las bebidas y la caballada. El dos de enero de 1921 una bandera roja encabezó una manifestación obrera por las calles de Río Gallegos. Desde entonces los huelguistas carnearon 250 capones por día. Algunas estancias fueron totalmente saqueadas. En plena época de esquila todas las tareas rurales se paralizaron. Los diarios denunciaban atracos, violaciones y asesinatos.
El presidente Yrigoyen llamó a su despacho al teniente coronel Benigno Varela y con voz solemne le recitó ambiguamente:
—Vaya, vea bien lo qué ocurre y cumpla con su deber.
Unos días después la huelga había terminado.
Los huelguistas se entregaron mansitos. Habían creído ganar a los estancieros por cansancio. Pero los estancieros se llamaban Rogers, George y Williams, Hamilton, Sauders, Patagonian Farming Company, Huber Felton, Menéndez Behety, Monte Dinero Sheep o Mauricio Braum, y estaban en Inglaterra o paseando por Venecia.
Las pretensiones fueron olvidadas. Pedían mejoras en las viviendas, que los botiquines tuvieran instrucciones en castellano y no en inglés, permiso para portar armas y que los sueldos se abonen en moneda argentina.
Los estancieros no tenían ganas de discutir. Acostumbrados a ser obedecidos ciegamente, no estaban dispuestos a sentarse frente a una
mesa para negociar con obreros. Acusaron al Ejército de haber pactado con los insurrectos y después de la primera zafra de la lana ya se burlaban de los reclamos obreros.

OTRA VUELTA DE TUERCA
En ese estado cualquier pretexto hubiese vuelto a encender el polvorín. La detención de 24 activistas fue la chispa que hacía falta para que todo volviera a empezar. ¿Quién tuvo la iniciativa? Acaso "El Toscano" y los doscientos huelguistas que habían escapado a Chile con todo el armamento. Tal vez el legendario "Facón Grande", o cualquier otro. Ahora ya da lo mismo. Todos están muertos. Recorrieron las estancias sublevando peones, apresando caballadas y tomando administradores y capataces como rehenes. Rio Gallegos quedó abarrotada de estancieros y sus familias. Todos contaban episodios de horror. Incendios, violaciones, saqueos y asesinatos en gran escala. Yrigoyen volvió a repetir: "Vaya usted, teniente coronel Varela, usted conoce la situación mejor que nosotros". Volvía el hombre de la varita mágica.
Pero esta vez las cosas no fueron tan fáciles. Un ultimátum recorrió los campos. "Si dentro de 24 horas de recibida por ustedes la presente comunicación no recibo contestación de que aceptan el sometimiento incondicional procederé PRIMERO: a someterlos por la fuerza ordenando a los oficiales del Ejército que mandan las tropas a mis órdenes que los consideren como enemigos del país en que viven. SEGUNDO: Hacerlos responsables de la vida de cada una de las personas que en este momento mantienen por la fuerza, en forma de prisioneros. TERCERO: Toda persona que se encuentre con armas en la mano y no cuente con una autorización escrita firmada por el suscripto será castigado con toda severidad. CUARTO: El que dispare un tiro contra las tropas será fusilado donde se lo encuentre."
Un decreto de ley marcial dictado por un simple militar, excediendo sus instrucciones y a espaldas del Congreso. Varela comenzó su propia guerra.
Algunos peones murieron con las armas en la mano, otros sosteniendo una bandera blanca, o atados a los alambrados. Según los anarquistas fueron fusilados en el Sur 1.500 peones indefensos. Se los ataba uno por uno a las tranqueras y se les arrimaba el Winchester a la cabeza para no desperdiciar balas. Casi todos los condenados debieron cavar sus propias tumbas y antes de dispararles se los obligaba a desnudarse.
Es una historia sucia; "Argentina Siglo Veinte" la revive para todos aquellos que no pudieron conocerla.
La investigación llevó un año. Se realizaron cientos de entrevistas.
"Tal vez el único pesar que me embarga -afirma Osvaldo Bayer, autor de "Los vengadores de la Patagonia Trágica"- es el de no poder corresponder con la misma lealtad a los sentimientos de todos los protagonistas y testigos, de no poder decir la verdad de todos ellos"

BAYER: UN INVESTIGADOR DE LA VIOLENCIA
El tema era tabú. Tuve que buscar a los sobrevivientes de la matanza.
Imaginate, no sólo fue el caso más triste de la historia argentina, sino que está implicado el Ejército. Las fuentes eran inhallables o inaccesibles.
Las máquinas de escribir de la redacción de Clarín tableteaban como ametralladoras mientras Osvaldo Bayer (periodista, 43 años, 4 hijos) me hablaba de "Los vengadores de la Patagonia trágica", un libro, 360 días de investigación que están por quedar al descubierto.
—¿Los sobrevivientes se animaron a hablar?
—Algunos tuvieron miedo. Temían represalias sobre sus hijos o sobre
resto de su familia. "Yo no me quiero meter —era la respuesta más escuchada—, uno de mis hijos es empleado del gobierno." Tuve que hacerles creer que no iba a usar el material. En otros casos prometí no nombrarlos. Por eso en este tipo de libros, el lector debe creer en la honestidad del autor.
—¿Los militares te ayudaron?
—Algunos sí, a pesar de estar complicados y que el tema era una mancha para ellos, se jugaron una carta brava por la verdad histórica y la objetividad.
—¿Te parece que los huelguistas querían tomar la Patagonia?
—Pienso que no querían tomar el poder. Cabalgaban sin plan. Creyeron de buena fe que podían obligar a aceptar sus propuestas a los hacendados. No les dieron tiempo.
—¿Cometieron realmente violaciones?
—Sólo hay constancia de una.
—Los protagonistas aseguran que los obreros murieron en combate. —Eso lo dijo Benigno Varela en su informe al Ejército. Pero la duda que sólo murió un soldado contra unos quinientos obreros (los anarquistas aseguran que los fusilados fueron 1.500). Más que una acción de guerra parece una cacería. Estaba cercana la Revolución Rusa y la Semana Trágica, si fracasaba estaba liquidado. Triunfó a costa de su prestigio y el del Ejército.
—¿Te acusaron de escribir contra las Fuerzas Armadas?
—A los que lo dicen les contesto con una carta que me envió la hermana del teniente coronel Varela, donde me agradece haberlo pintado tal cual era.
—¿Qué consecuencia tuvo lo que ya publicaste sobre el tema?
—Los comunistas (línea Moscú) me acusaron de tacuarista, y los chinoístas de ser un espía al estilo de Bond. En cambio la Embajada norteamericana (que no se atrevió a negarme la visa) me comunicó sin empacho que para ellos estaba calificado como comunista chinoísta. El ex agregado de prensa de la Embajada alemana me calificó de comunista al servicio de Praga.
Las máquinas seguían metiendo ruido. Yo sabía que la lista era más larga. Cuando publicó su libro sobre Di Giovanni, los anarquistas intelectuales lo acusaron de castrista, y los anarcos hinchas de la violencia de "Yrigoyenista pasado de moda".
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LOS VENGADORES DE LA PATAGONIA TRAGICA"
(ANTICIPO)
Todo tiene su explicación. Si el Ejército antes de fusilar a los cabecillas, dirigentes, activistas y otros sospechados de haber incitado a la huelga les hizo cavar sus propias tumbas, no fue a título de mera crueldad o escarmiento. Tuvo sus razones "prácticas". El método fue adoptado porque se comprobó que quemar con combustibles —como se hacía al principio— traía los siguientes inconvenientes: dejaba rastros de huesos en la superficie y consumía un valioso elemento que era muy necesario para el traslado de la tropa en camiones, además que no se encontraba nafta en mucha cantidad en el territorio. No se podía exigir tampoco que la tropa cavara las tumbas después de los fusilamientos. Los soldados estaban extenuados y, en sí, eran pocos. Además, la marcha urgía para que tuviera éxito el operativo. Chileno que se negaba a cavar su tumba se le decía entonces que iba a ser enterrado vivo. Pero, en general, no se tuvo mucho inconveniente. El chilate es hombre silencioso, manso, y a pesar de que a veces se le aflojaban las manos al ir terminando el pozo, finalizaba su faena y devolvía la pala para que a s vez otro comenzara.
¿En qué pensaría esta gente mientras daban esas tétricas paladas? ¿En sus mujeres, en sus hijos, en su Chile natal? Creemos que ni siquiera en eso. Tal vez sólo hayan pensado en lo lindo que habían sido esos días en libertad, sin obedecer, al aire libre, comiendo cuando se les daba la gana. Valía la pena morir por esos días libres, en que habían gozado la libertad a pulmón lleno ...
Hemos preguntado a uno de los soldados que intervino en los pelotones de fusilamiento, Fabián Alderete, del 10 de Caballería, acerca de la impresión de la tropa cuando debía cumplir las órdenes de fusilamiento. Nos respondió sencillamente:
—Al principio nos costaba mucho. Pero después era más fácil. Era como matar chinos o japoneses. No les costaba mucho morir. Eso sí, cuando el teniente coronel Varela nos veía aflojar, nos pegaba un grito que nos achicaba ... Era uno de esos militares machos . . . como ya no quedan.
Mucho nos han ayudado a delinear la personalidad de Varela los relatos de los que lo acompañaron en sus dos misiones a la Patagonia.
En contraposición con el apelativo de "hiena" como lo llamaron en las publicaciones anarquistas, esta anécdota podría titularse el "bondadoso teniente coronel Varela".
Trascribimos el episodio tal cual nos fue relatado por don Rodolfo Nickmann, hombre que fue secretario del gobernador Iza, y que acompañó a Varela en su segunda expedición.
"Cuando estábamos cerca del límite con Chile una partida comprobó que los hilos telegráficos habían sido cortados. Entonces hicimos una batida general, hasta que descubrimos a pocos kilómetros de allí a un huelguista que trataba de esconderse. Lo tomamos prisionero y los soldados lo quisieron fusilar allí mismo, pero yo intervine para que lo lleváramos hasta donde estaba el teniente coronel Varela. Me di cuenta de que era un muchacho bastante culto. Demasiado rubio para ser chileno. Le tomé simpatía aunque sabía que por lo que había hecho sería irremediablemente fusilado. Pedí hablar con Varela. Relaté los hechos y le dije que el muchacho era hijo de alemanes y que yo le solicitaba especialmente que no lo fusilara. Me miró fijo y dijo: —Nickmann, no me venga con esos pedidos. Si estaba cortando cables hay que fusilarlo. Luego se lo hizo traer. Era un lindo muchacho que no tenía nada en común con los chilenos. Al verlo, vi que a Várela se le dibujaba una sonrisa. Y le habló en alemán (tenía rudimentos de ese idioma porque era un gran admirador de los ejércitos prusianos).
—¿Eres alemán?
—No, yo soy chileno.
—¿Sos anarquista?
—Sí, soy anarquista comunista.
—Dann ich dich tóten (entonces yo matarte) —dijo Varela mientras pegaba una carcajada. Ahí fue cuando me di cuenta de que el muchacho había salvado la vida—. "Bueno —me dijo—, el chico no es cualquier cosa, no lo voy a fusilar aunque se lo merece, pero no se puede ir sin castigo porque es de los peligrosos. Le voy a hacer dar una paliza que no le van a quedar ganas de seguir siendo anarquista."
Mandó llamar a un sargento y a tres soldados para que con arriadores de tres argollas —especies de rebenques largos— le dieran de atrás y de adelante. Lo hicieron desnudarse y la verdad es que le dieron sin asco más de media hora. Cuando ya estaban cansados y el anarquista estaba bien curtido, Varela ordenó que lo llevaran hasta el límite y lo tiraran del otro lado de la frontera. Lo cierto es que así salvó su vida aquel muchacho rubio, aunque todavía hoy se debe estar acordando de la paliza. Y debe su vida pura y exclusivamente a ese rasgo de bondad del teniente coronel Varela."
Hasta aquí el relato de Nickmann. Nada más que una anécdota, pero suficiente para calibrar la crueldad con que se actuó y, al mismo tiempo, sus valores precarios (un rubio —siempre que no fuera ruso— valía más que un peloduro) en que se basaba la aplicación o no de la pena de muerte.
OSVALDO BAYER.
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Quedan muy pocos sobrevivientes de aquella época. SEMANA logró descubrir algunos de los que estuvieron allí. Como testigos y aún como protagonistas. El ahora coronel (RE) Viñas Ibarra, acusado de ser uno de los principales fusiladores, nos aseguró que todos los huelguistas muertos cayeron en combate. Sautu Riestra acusó a los chilenos

VIÑAS IBARRA
—Pero, míreme bien. ¿Le parece que yo pude haber fusilado tanta gente?
Lo miré bien. Ahora tiene 83 años. Es alto, sem¡encorvado, tiene cataratas y uno de los vidrios de sus anteojos parece una nube. Traté de imaginarlo con su metro ochenta de estatura, uniforme colorido, montado en un tordillo con una lanza en la mano y cincuenta años menos.
Se llama Pedro Viñas Ibarra, lo llamaron "el chacal", "la hiena" y muchas otras cosas. Allá por 1922 era el jefe de uno de los dos cuerpos de la fuerza expedicionaria del teniente coronel Benigno Varela.
"Una noche me sacaron de mi casa. A las tres de la mañana me llevaron al despacho de Yrigoyen. «El Peludo» le estaba dando instrucciones a Varela. «La huelga de la Patagonia llegó a extremos intolerables —decía—. Cumpla usted con su deber de militar»."
—¿Entonces la violencia corrió por cuenta de ustedes?
—Yrigoyen recomendó: "Tome todas las medidas extremas que crea necesarias".
Anoté palabra por palabra. Y volví a formular la pregunta. Probablemente Viñas Ibarra sea el único testigo vivo de ese momento. Y nadie puede corroborar sus dichos.
"Cuando llegué a Gallegos habían cercado el pueblo con alambres de púa Esperaban un ataque en cualquier momento. En una estancia encontramos al administrador muerto, atado a un alambrado. A sus pies estaban los cadáveres de sus hijas y su esposa. Seguro las habían violado ante los ojos del desgraciado. Lo que es un horror ¡carancho! Fue por eso que cuando encontramos a los responsables de esos crímenes, no podíamos contener a los conscriptos. Pensaban que allá lejos, eso mismo podía haberles pasado a sus madres."
Hizo una pausa para respirar y me miró fijo desde su ojo nublado.
"En esa época la Patagonia era la tierra de nadie. Desde el río Santa Cruz para abajo no había un solo soldado."
Tuve ganas de hacerle doscientas preguntas. Pero decidí empezar por el final.
—¿Está arrepentido de su conducta en la Patagonia?
—Era una huelga revolucionaria en connivencia con un país vecino. Los huelguistas pusieron estricnina en la harina. Dejaron morir los lanares en las tranqueras. Violaban a las mujeres.
—Pero usted, ¿está arrepentido?
—No, señor. Varela les dio el remedio que les hacía falta. La prueba: no hubo más líos. Creo que salvamos la Patagonia. Ellos sabían muy bien lo que querían. Primero tomarían Santa Cruz, después llegarían a Comodoro y se apoderarían de las torres de petróleo. De allí seguirían a Buenos Aires. En la Banda Oriental estaba el centro de los comunistas. Pretendían tomar todo el país.
—¿Y los fusilamientos? Usted fue acusado de haber fusilado más que nadie. De haber hecho cortar el pelo con tijeras de esquila a los prisioneros, haciéndoles una gran cruz blanca en la cabeza.
—Son todas mentiras.
—¿Y de haber sacado a los huelguistas en grupos de 8 y 10 y obligarlos a cavar sus propias tumbas antes de fusilarlos?
Me di cuenta que había subido demasiado la voz. Casi había gritado. Viñas Ibarra sonreía como si estuviera más allá de la vida y la muerte.
—Son mentiras. Inventos de los anarquistas y de los estancieros. También se dijo que los atábamos a las alambradas antes de rematarlos.
—¿Y por qué dijeron eso los estancieros si ustedes protegieron sus bienes?
—Porque denunciamos que unos pocos eran dueños de toda la Patagonia, que pagaban con vales o en moneda chilena.
—¿Y todos los huelguistas muertos?
—Los matamos en combate.
Le recordé que en "las batallas" de Punta Alta, Fuentes del Coyle, Laguna del Loro, Calafate y La Anita no había muerto un solo soldado.
—Lo que pasa es que cuando se armaba un tiroteo, siempre había un grupo de huelguistas que se rendía, y los otros continuaban tirando. El viento de la Patagonia no nos permitía distinguir las voces. Ni los disparos se oyen. Salvo cuando la bala silba cerquita la oreja. Nunca podíamos saber qué estaba pasando. Parecía una celada. Entonces los conscriptos tiraban al más visible.
—¿No habrán pagado justos por pecadores?
—Puede ser. Pero no se olvide una cosa. Si nosotros caíamos en sus manos, nos degollaban a todos.
—¿Desde que llegó a Buenos Aires no recibió amenazas? ¿Nadie quiere matarlo?
—La bomba que mató a Benigno Varela estaba reservada para mí. En el final de la campaña el verdadero jefe fui yo (Varela ya estaba enfermo). Cuando corrió la voz de que los anarquistas querían tomarse venganza fui trasladado al 4 de Caballería. Alvear me quería mandar a cualquier parte. Hasta quiso pagarme para que fuera a pasear a Europa. Es que no quería tener mí muerte sobre su conciencia.
Cuando me iba me dio dos palmaditas en la espalda. Y como para dejarme tranquilo ironizó: "Si usted suma todos los muertos que enunciaron los diarios, se tiene que dar cuenta de que no habría quedado gente en toda la Patagonia".

DOMINGO SCHIAFINO
Allá por 1921 el doctor Manuel Carlés, presidente de la Liga Patriótica, había sabido preparar en todo el territorio un verdadero ejército de guardias blancas. Eran brigadas formadas por patrones, capataces, "la gente de bien". Tenían armas de buena calidad y patrullaban los pueblos y los campos. Allí donde algún propietario tenía problemas se reunía una brigada y marchaba en su apoyo.
Domingo Schiafino, secretario general de la Liga Patriótica, recorrió la Patagonia en 1922. Le pedí un testimonio objetivo.
"Se había producido un levantamiento subversivo y de carácter comunista —decían algunas versiones—. Lo cierto es que los hombres vivían una existencia encanallada. Soportaban policías bravías y estaban en manos de patrones que no cumplían con sus obligaciones. La vida era áspera y dura. Se apoderaron de campos, atacaron negocios. Cuando cayeron en manos de Varela fueron puestos en línea. El teniente coronel los miró fijo y gritó:
—Los cabecillas, un paso al frente.
Nadie se movió. Entonces el militar cambió la orden:
—Los que no sean cabecillas. Den un paso al frente.
Esta vez quedaron cinco más atrás. Uno de ellos miró a los conscriptos que lo amenazaban y comentó: "Si hubiésemos sabido que eran tan pocos, bien caro les hubiera costado esa aventura".
—¿Escuchó algún testimonio de la violencia de los huelguistas?
—Cuando Varela llegó a una posta. Una mujer de edad se colgó de su caballo. No podía hablar. Señalaba su casa con desesperación. En la estafeta había una chica de quince años amarrada a la cama. Por allí habían pasado como ochenta hombres.
—Coronel —pidió la muchacha—, si usted es argentino, vengue mi deshonra.
—¿Por qué fue a la Patagonia?
—El objetivo de la Liga Patriótica era pacificar. Tratar de que todo
eso no se repitiera. Allí la justicia era un mito. Un caldo propicio para cualquier rebelión.

ALBERTO SAUTU RIESTRA
"Fue una conspiración chilena. La realidad es que querían invadir nuestra Patagonia. Fíjese que todos los huelguistas eran chilenos. Esos peones que venían buscando conchabo, eran los huelguistas que del otro lado de la cordillera habían derrotado a los carabineros."
Alberto Sautu Riestra tiene 67 años y es teniente de fragata retirado. Hace cuatro décadas el ejército le encomendó descubrir y fotografiar las concentraciones de tropas de Ibáñez del Campo en la frontera chilena. Ahora sostiene que la historia deformó los hechos. Que el Ejército no fue a reprimir a los obreros sino a combatir una invasión. "Los chilotes llegaban armados . . . ¿No le resulta sospechoso que los hayan dejado cruzar la frontera y llevarse las armas de su país? ¿Nunca se preguntó de dónde diablos conseguían las municiones los huelguistas? ¿Y cómo pudo ser que todo esto explotara al unísono en toda la Patagonia? Las tropas de Viñas Ibarra encontraron en Fuentes del Coy le un grupo de carabineros chilenos. Ibáñez invitó a almorzar a Viñas del otro lado de la frontera. Explicó que los carabineros eran desertores y pidió su devolución para fusilarlos. Pocos días después, esos mismos carabineros volvían a tirotear a los argentinos. Ibáñez los había dejado en libertad. No me cabe duda de que todo fue un complot de inspiración chilena. Por eso los conscriptos, también obreros o hijos de obreros, tuvieron ese odio contra los huelguistas. Era el odio al extranjero invasor. Tenían esa sed de sangre porque era una guerra de secesión. De todos los huelguistas sólo dos o tres eran argentinos, y vaya a saber si realmente lo eran. Cuando tuvieran la posesión de la Patagonia podía pasar cualquier cosa."
—Por ejemplo, ¿cuál?
—La técnica chilena siempre fue ocupar primero y después pedir un arbitraje (así están haciendo ahora en el Beagle). Ellos saben que después, en los arbitrajes, la tierra queda en manos de los que la tienen. La apetencia por la Patagonia es antiquísima; ya en 1879 nos negaron la jurisdicción sobre la margen sur del río Santa Cruz.
—¿Y cuál es su opinión sobre los atropellos de los huelguistas y de los militares que los combatieron?
—Todas las huelgas en descampado se trasforman en bandolerismo (eso sin entrar a discutir la justicia intrínseca de la huelga) y toda tropa que reprime en descampado termina con iguales características de los hombres que reprime. Terminan siendo todos degolladores. Si no, fíjese usted lo que está pasando en Vietnam.
—Si cree que realmente hubo combates, ¿cómo explica que sólo haya caído un solo soldado del ejército en toda la campaña?
—Los huelguistas habían traído de Chile la carabina "Savage". Después de cuatro disparos se calienta y es imposible repetir el tiro. Además, la "Savage" dispara una bala chata y mocha, no adecuada para un lugar de mucho viento, y su alcance no superaba los 300 metros. Los militares conocían esa particularidad y atacaban con Winchester desde los 500 metros.
—¿Sus teorías tienen alguna prueba concreta?
—En su criticado ultimátum, Benigno Varela amenazaba: "Si dentro de 24 horas no tengo contestación de que aceptan el sometimiento incondicional . . . procederé a someterlos por la fuerza, ordenando a los oficiales del Ejército que mandan las tropas a mis órdenes que los consideren como enemigos del país en que viven (no dice "su país", prueba evidente de que estaba convencido que dirigía su proclama a extranjeros).
Después llegaron los historiadores... y la verdad se esfumó en el tiempo.

Revista Semana Gráfica
18/12/1970







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