Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

EL PROBLEMA DE LAS PALABRAS
Por SALVADOR FERLA

"En nuestra Argentina actual, declararse reformista es como salir a la calle y decirle a la gente: ¿sabe que soy un tarado?", escribe el autor de este ensayo para remarcar, entre otras, las diferencias que signar a quienes proclaman la revolución a ultranza y quienes piensan llegar a la transformación del país por el camino de la reforma.

YO tengo una seria cuestión con las palabras a causa del vaciamiento que la historia hace de su sentido etimológico para inyectarle otro a veces sustancialmente distinto. Veamos. Me hubiera gustado, y cómo, definirme como librepensador. Pero no puedo. Esta expresión tiene una precisa referencia volteriana, y encierra un matiz de militancia atea que está lejos de mi ánimo. Así que sintiéndome libre pensador no puedo decirlo porque corro el riesgo de que se me haga objeto de una confusión análoga a la que se hace entre el amor libre y la prostitución. Otra definición con la que me siento íntimamente identificado es la de nacional y popular. Expresa con exactitud la más grande dimensión de mi ideario político. Pero la quemó Frondizi. Y hoy si me defino así puedo ser tomado por adepto al desarrollo. No puedo. Tampoco puedo usar comunidad y participacionismo, que son dos postulados en los que creo, porque, salvo que dedique varias horas de lata explicativa, de seguro me van a confundir con uno de los poquísimos admiradores de nuestro inefable Onganía. Como yo no quiero proporcionarle a este señor ningún acto de aprobación, siquiera en grado de sospecha o malentendido, he resuelto llevarme a la tumba este terrible secreto: soy comunitarista y participacionista. Cuando el general Lanusse, el que no tenía el sable de adorno, nos dejó boquiabiertos definiendo a su gobierno como "de centroizquierda". me quitó para siempre la posibilidad de definirme así. (Lanusse debió haber dicho que daba "leña" desde la derecha a la izquierda). Pero lo que más rabia me da es el no poder llamarme democrático. Porque ese concepto, que en todas partes tiene connotaciones plebeyas, en nuestro país las tiene aristocráticas. Aquí es democrática la gente distinguida. Por eso en nombre de la democracia lo depusieron a Perón, y acto seguido entraron a correrlo al "demos" lo cual fue mucho peor que la deposición de Perón, y dio como resultado el mantenerlos unidos.

El alboroto semántico
En nombre de la democracia un decreto del gobierno de Aramburu, el 8.313 del 30 de diciembre de 1955, suprimía la pena de muerte del Código de Justicia Militar, diciendo que el haberla establecido era una prueba irrefutable de la tiranía peronista. Cinco meses después, otro decreto del mismo gobierno, el 10.364, ordenaba pasar por las armas a 18 militares y 9 civiles. A Frondizi también lo depusieron en nombre de la democracia. Un mes después se produjo este episodio no previsto en las reglas de juego democrático. El juez federal Vera Vallejo se vio en la obligación de pasarle un oficio al jefe de policía ordenándole que deje de impedir la entrada de los legisladores al Congreso. Hasta hace poco en nuestro país democrático era, casi, sinónimo de marino, por lo cual su uso estaba absolutamente vedado a alguien que, como yo, no siente simpatías políticas por el almirantazgo.
Recientemente me he tenido que tragar, y bien tragadas, mis opiniones sobre el conflicto del Medio Oriente, por un temor pánico a que se me confunda con un antisemita. Y a propósito. ¿Ustedes vieron qué expresión más bonita la de nacionalsocialista? ¿Qué mejor que ella para definir nuestro socialismo nacional? Pues no la podemos usar porque en su tiempo la usó y la gastó el remaldito de Hitler. Vivimos en un peligro constante de ser malintencionados, y si a eso le agregamos las estudiadas ambigüedades que suelen cultivar los políticos, nos explicaremos por qué hay tanta gente que de política no entiende nada. En Estados Unidos liberal es un individuo amable, tolerante, abierto al cambio, sensible a las ideas de avanzada. En nuestro país es mala palabra, sinónimo de oligárquico, proimperialista, vendepatria, y su uso está desterrado del lenguaje político del mismo modo como algunas palabras castizas lo están, de nuestro idioma por su significado obsceno.
Otro caso. Yo quisiera que alguien me explicara ¿qué sentido tiene la consigna "Perón o muerte", ahora que Perón está en el Gobierno y se desempeña prácticamente sin oposición? Parece una velada amenaza a un enemigo impreciso. en defensa de un Perón más impreciso todavía. Como opción imperativa, sinceramente no entiendo en qué consiste.
Este alboroto semántico desvió mi atención por unos instantes hacia la excelsa virtud del silencio. Qué elocuente. Qué expresivo. El silencio, me dije, el silencio es unívoco, rectilíneo, sin posibilidad alguna de doblez y tergiversación.
Pero este razonamiento se me desplomó rápidamente al recordar que también al silencio le caben distintas interpretaciones, y que no es lo mismo el silencio del monje, producto de un recogimiento místico, que el silencio del idiota derivado de un vacío mental. ¿Quieren silencio más absoluto que el de los muertos? Sin embargo nos ingeniamos para hacerle decir a los muertos todo lo que se nos ocurre. San Martín es federal y unitario, rosista y antirosista, simultáneamente, y es también el padrino de todos los golpes militares.
¡Oh, el silencio! Se calla por prudencia, por temor, por expectativa, por no tener nada que decir, por no comprometerse, por ganar tiempo, por no equivocarse, por un estado de depresión psíquica, por imposición de la esposa. Y todos estos diferentes sentidos suelen confundirse, o cambiarse deliberadamente. Hay silencios que son verdaderas definiciones. (Recordemos aquello de "la callada" por respuesta). El político que no quisiera hablar simplemente por falta de ganas, se vería abrumado por múltiples interpretaciones arbitrarias. El silencio también tiene su historia. Hipólito Yrigoyen le dio cierto prestigio. Onganía lo quemó.

El tiempo y la sangre
Cuando leí en una Historia de la Revolución Rusa que el Partido Socialista Revolucionario era el que no quería hacer la revolución, me sonreí. Supuse que era una ironía fortuita; pensé que seguramente no existiría otro caso igual en el mundo. Después me enteré por el corresponsal en México de un diario metropolitano, que allí existe un Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, que es una expresión política conservadora. Entonces recordé a la Falange Socialista Boliviana, que es una agrupación de extrema derecha, lo cual me resultó divertido, pero un fenómeno que sólo podía darse en el extranjero. Hasta que empecé a meditar sobre la nomenclatura política nuestra. Aquí le decimos Nueva Fuerza a la fuerza más antigua del país, y le llamamos radical al partido de los moderados. Aquí el Partido Socialista Democrático no es un equivalente de la social-democracia alemana o sueca, sino una izquierda que a fuerza de respetuosa, es incapaz de abrigar en su mente un solo pensamiento insurreccional. No se interesa por los obreros ni los obreros por ella, y los comentaristas políticos suelen incluirla entre las expresiones de la derecha. En nuestro país, la sección policial encargada de clasificar a los ciudadanos según sus ideas políticas y eventualmente vigilarlos, arrestarlos o torturarlos, se llama División Policial de Actividades Antidemocráticas (sic).
En 1966 el finado José Alonso lideraba un nucleamiento gremial que se denominaba De pie junto a Perón. ¿Ortodoxo, intransigente, revolucionario? No. Eran los que negociaban con Onganía. Pero mi desconcierto fue mayor cuando me hice un examen introspectivo. Descubrí entonces, y me avergüenza decirlo, que yo me proclamo, igual que El Viejo, de quien soy admirador y prosélito, revolucionario, sin serlo. Mi temperamento conciliador, mi horror a la violencia, mi sensibilidad religiosa, mi inclinación al humor, mi sentido erótico de la vida, hacen de mí (y de papá) todo lo opuesto a un revolucionario. Yo tiendo a la comedia; el revolucionario a la tragedia. Yo tiendo a sobreestimar la vida; el revolucionario a jugársela. Yo soy en realidad un reformista. ¡Igualito a papá! ¿Pero a quién se lo digo? Si Él, que quiere todo "en su medida y armoniosamente", que entre la sangre y el tiempo se queda con el tiempo, que para los cargos públicos prefiere a sus adversarios sobre sus partidarios, que trabaja políticamente con buenos y malos, por el temor a quedarse solo, se dice revolucionario. Si se dice revolucionario Frondizi que sólo está interesado en el desarrollo; si se dicen revolucionarios los militares que dan cuartelazos para prevenir la revolución, y los burócratas sindicales que están en todos los acomodos. ¿Cómo hago para decir, soy reformista? ¿En qué posición quedo? Buena parte del periodismo político dice reformista en sentido peyorativo, cuando no directamente descalificante. Los latinos somos así. Todos revolucionarios. Todos amantes del Apocalipsis. Allá por 1852, el apóstol inglés del libre cambio, Richard Cobden, visitó a Luis Napoleón, emperador de los franceses, para interesarlo en favor de su doctrina. El inglés no encontró mejor argumento que hacerle ver que la adopción del libre cambio sería una reforma altamente benéfica para Francia. "Imposible —le replicó el emperador—, aquí sólo hacemos revoluciones".

El juego de la retórica
En nuestra Argentina actual declararse reformista es como salir a la calle y decirle a la gente: ¿saben que soy un tarado? (Ahora me explico por qué todos los detenidos políticos a quiénes picanean se declaran revolucionarios, ¿quién les creería que no lo son?). Yo no lo pienso decir. No quiero quemarme. Aunque hay momentos, tan harto estoy del macaneo revolucionario que tengo ganas de gritar parafraseando el título de la novela de un amigo mío de la que se llevan vendidas varias ediciones: "Me tenés podrido, revolución". Durante años hemos estado jugando a la retórica trágica. Hablamos desaprensivamente de árboles, sogas, paredones, que en el fondo, salvo algunos delirantes, nadie desea. Así como Estados Unidos y Rusia se han chantajeado con la bomba atómica, nosotros nos chantajeamos con la revolución y la guerra civil. Digo yo, ahora que a nivel internacional se dialoga sobre el uso pacífico de la energía nuclear, ¿no podríamos hacer un simposio para encarar el uso pacífico de nuestra histeria revolucionaria?
Si yo queridos lectores pudiera hablarles con franqueza, sin el temor de sacar patente de tarado, les diría que una reforma inteligente es preferible a la revolución, y es lo que sucede efectivamente en buen número de países. Diría más aún: que un espíritu reformista, con actitud constante, tiene enormes ventajas sobre las circunstanciales explosiones de intenciones revolucionarias. Se dice que la reforma es reversible y la revolución no, olvidando que la Revolución Francesa, esa que todavía hoy escribimos con mayúscula, como sinónimo de revolución, fue revertida en un alto porcentaje; que la Revolución Rusa, a pesar de haber sido elaborada con una receta científica ha sido tan distorsionada que esa distorsión equivale a una reversión. Y que en nuestro México lindo y querido, allá por 1910, se amasijaron con entusiasmo miles de mexicanos al divino cohete. Porque salvo la salida y puesta del sol todos los días, nada es seguro en esta vida.
No sé si existió la posibilidad de que la burguesía desalojara del poder a la nobleza territorial sin actos de violencia catastrófica. Hoy sí se da la posibilidad de que el proletariado deje de serlo sin necesidad de asesinar a la burguesía. Los nobles no teorizaron nunca sobre los derechos de los burgueses. Los burgueses en cambio, son los creadores de los derechos del proletariado. La intercomunicación de los pueblos y la difusión masiva de la cultura, que son dos fatalidades, impone una tercera fatalidad que es la función social de los medios de producción. Es un absurdo identificar el espíritu reformista con el espíritu de conservación; si la inquietud reformista es auténtica se trata de una permanente disposición al cambio.
Es probable que según el materialismo histórico yo razone así porque soy un pequeño burgués, condición que Abelardo Ramos, Juan Carlos Coral y otros pequeños burgueses habrían perdido al recibir el óleo del bautismo marxista. Aquí nos hallamos frente a otro de los lugares comunes del lenguaje político. La pequeña burguesía es la clase media, y en esa categoría entran tomados del brazo López Rega y Firmenich, Silvio Frondizi y su hermano Arturo, Rodolfo Puiggros y el padre Mujica, el inquieto Quieto y Ricardo Balbín. Espíritu burgués ya es otra cosa, es inclinación al confort y al lucro, cosa que yo no tengo a pesar de no haberme afiliado a la cofradía de la revolución científica. Ay, lector, yo me definiría como pequeño burgués sin aprensión alguna y hasta con gusto, si no fuera que los muchachos de la patria socialista le han dado a esta expresión un sentido peyorativo.
Prosigo. Todas las proposiciones que hacen el radicalismo y el peronismo desde la reforma agraria hasta la cogestión empresaria, son reformas profundas, interesantes, pero reformas. ¿Qué ganamos con adjetivarlas como revolucionarias? Lo que ganamos es vivir en una permanente neurosis de insurrección-represión. Cuando un dentista le tiene que sacar una muela a un chico no le dice "sentate en este sillón que te rompo los dientes, sino abrí la boca que te voy a sacar despacito ese dientecito que te molesta". En política optamos siempre por lo primero: "te voy a romper los dientes".
A la oligarquía le hemos hecho tantas amenazas que la hemos incitado a conspirar creída que cada amenaza traía en ciernes una inminente "batalla del destino" donde nadie puede perder, como en el conflicto árabe-israelí. Si le hubiéramos explicitado desde un principio qué era exactamente lo que le íbamos a hacer, hubiera sonreído. No sé si esto habría resultado. Pero nos manejamos con tan poca sutileza que cuando proyectamos una reforma cualquiera el primer mensaje que le enviamos a los posibles afectados es para decirle que le va a doler una barbaridad, con lo cual los incitamos a una legítima defensa.

Hacer y decir
Tal vez me he metido en honduras peligrosas en estas meditaciones, riesgo que me trae el pensar en voz alta y escribirlo. Mi intención no ha sido otra que la de expresar mi fastidio por el macaneo revolucionario, y señalar que estamos intoxicados de tácticas, de dobleces, de picardías y enredados en un lenguaje de doble significado o de sentido equívoco. Revolución o reforma pueden discutirse, pero necesitamos urgentemente sincerarnos y superar todas las expresiones de infantilismo político, la más importante de las cuales es sin duda alguna el infantilismo revolucionario. Hay que superar la dualidad, a veces tonta, a veces maligna, entre lo que se dice y lo que se piensa, entre lo que se proclama y lo que se proyecta. Debemos hacer que las palabras, las definiciones, las consignas, tengan en política un sentido claro y unívoco. En el estado monstruo descripto por el novelista George Orwell en su utopía lúgubre titulada 1984, el lenguaje estaba tan distorsionado que las maestras dictaban a los chicos oraciones como estas: "el odio es amor". "La guerra es paz". No nos pongamos en ese camino.
REDACCION
enero 1974

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