Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

La aventura del genio
Aun las pocas personas enteradas de la existencia de la Asociación por la Responsabilidad Social del Científico, fundada meses atrás en la Argentina —y filial de la que patrocinó, antes de morir, el sabio Albert Einstein— ignoran que detrás del nombre de su presidente se esconde una de las más fascinantes personalidades de la época. Hasta que se entrevistó la semana pasada, en un café próximo a la plaza de Mayo, con un redactor de PRIMERA PLANA, jamás había aceptado recibir a un periodista.
Antes fue necesaria una larga serie de tanteos para conversar con Mischa Cotlar (51 años, casado, sin hijos), un hombre alto, levemente encorvado, de revuelto pelo gris. Una modestia casi patológica, una humildad que parece enraizada en su sabiduría y en su vida legendaria, rodean al sereno Cotlar, profesor titular plenario del Instituto de Matemáticas de la Universidad da Buenos Aires, con sede en Núñez. Modestia y sabiduría que, no demasiado divulgadas en el país, se conocen en todo el mundo.
El mismo voluntario ocultamiento de sí al que Cotlar se ha sometido determinó, tal vez, que los rumores sobre su insólita manera de ser lo hayan rodeado de un merecido halo mítico. Él convirtió la formal entrevista con PRIMERA PLANA en una anécdota. Contó su vida, pero pidió al redactor que contara la suya: era un requisito básico de solidaridad y comunicación humanas. Mucho costó, también, lograr que se dejara retratar; cuando todas las barreras parecían vencidas, Cotlar siguió resistiéndose. Por fin, accedió a proporcionar una foto. "Cómo va a molestarse en mandarme un fotógrafo a mi casa." Sin embargo, transigió.
Hay una asombrosa naturalidad en cada acto de Cotlar, un rastro de inocencia que parecen sellar toda su vida, desde el azaroso transcurso de una infancia en la Crimea todavía zarista. En 1928, mientras se ganaba el pan sobre el teclado, en un bar de Montevideo, recién llegado de Rusia, Cotlar era ya un autodidacto. Apenas si había terminado el segundo grado primario, en su tierra. "Pero en casa teníamos una gran biblioteca, y yo jugaba al ajedrez con mi padre. Mi padre amaba la matemática y yo leía sin cesar." En esa casa
aprendió piano.
Esa es, no obstante, una época oscura para cualquier biógrafo. Imposible descifrar por qué dejó la escuela; el propio Cotlar no lo aclara. Se sabe, en (cambio, que su padre no era como él dice "un aficionado al ajedrez", sino algo más: el autor de un clásico tratado sobre 'El mate de alfil y caballo', donde hurgaba uno de los más sutiles problemas de ese juego: como dar muerte a un rey escurridizo. El arte y la ciencia —el piano y el ajedrez—, de todos modos, daban un camino a Cotlar.
El hecho de que haya terminado, en plena adolescencia, entre el humo de un café montevideano no dice demasiado sobre las condiciones musicales de Cotlar: "Es un extraordinario pianista —asegura el doctor Alberto González Domínguez, director del Instituto de Matemática, uno de los más allegados a él—. Si usted lo oye tocar, se le corta la respiración." Cotlar, a su vez, admite: "Terminé por dedicarme a la matemática porque la música es más difícil, mucho más difícil." Hubo una causa más: la muerte de su amigo, el violinista Tomasov, quien lo acompañaba en sus ejercicios.
En el sondeo de esa etapa de su vida, el piano retorna obsesivamente. Fue sobre su lúgubre caja donde un profesor uruguayo descubrió, en la penumbra del café, los apuntes cuajados de cifras que Cotlar acumulaba en sus momentos "de reposo. Allí comienza una vinculación con deslumbrados colegas, hasta que asoma uno de los más empinados: Julio Rey Pastor, el apabullante matemático español que desde 1917 se había radicado en Buenos Aires. Cotlar y Rey Pastor se conocen en 1933; en 1935, el joven ruso cruza el Plata, se instala él también en Buenos Aires, y empieza por rechazar las gestiones con que se lo incita a obtener un título: "Eso no es nada más que un papel", responde a quienes lo urgen. Entretanto, crece su leyenda. Quienes lo recuerdan, sólo pueden describirlo con aproximaciones como "Fue siempre un iluminado", o "Un gran artista, un intuitivo, para una ciencia que es, en verdad, un arte."
Curiosamente, mientras los demás lo evocan en términos de una grandeza casi mística, él sólo quiere hablar justamente de esos "demás", de los otros, de lo que le han dado. "¿Para qué hablar de mí? En este país hay gente que sabe más que yo, que vale más. No hay en el mundo una solidaridad humana como la que yo hallé entre los científicos argentinos. Algunos de ellos pagaron a veces el alquiler de mi casa; son los mismos que también hacen todo aquí, sin esperar nada."
Es que Cotlar pareciera suscitar en quienes lo rodean esa misma generosidad que de él fluye sin medida. Decir que sus alumnos lo adoran, es más que un lugar común: es una realidad. Liseta Bruschi (30 años, soltera), licenciada en matemática, que estudió con el profesor ruso en la Universidad de Cuyo, lo explica así: "Su capacidad de captar las dificultades ajenas era casi mágica. Sabía cuándo alguno de nosotros tenía un problema y, casi silenciosamente, lo resolvía." Esos problemas no siempre son científicos: se sabe que Cotlar se preocupa por los escollos económicos de sus discípulos, y que a veces procura amortiguarlos.
En el café vecino a la plaza de Mayo, el corpachón del matemático se hace rígido y flexible, alternativamente, siguiendo el ritmo de abundantes, pequeñas, minuciosas cortesías que suelen desorientar a sus interlocutores. Si ha de compartir una mesa con alguien, se pone de pie espectacularmente, se inclina, distiende sus rasgos eslavos en una sonrisa expectante; a veces, los demás no saben de qué se trata, y buscan en torno la causa de tales despliegues. Sólo cuando la otra persona se ha sentado, Cotlar lo hace a su vez, con un suspiro de satisfacción.
Aferrado a su full-time en la cátedra, poco tiempo le queda a Cotlar para otra cosa que leer ("de todo, pero en especial, los Vedantas hindúes y los escritos japoneses sobre Zen"), "mirar las estrellas" y desbordar de afecto sobre cada ser, cada cosa, cada movimiento vital que lo rodea. Su mujer, con quien vive en una apacible casa de Gonnet, en el camino a La Plata, es también de origen ruso y profesora de matemática: Jany Frenkel. Es ella quien relata a menudo, con bondadosa sonrisa, una anécdota que es ya célebre en los medios científicos argentinos. No hace muchos años, durante la visita a la Argentina de un eminente matemático extranjero, los Cotlar le ofrecieron un almuerzo en Gonnet, al que asistieron varios colegas. Por la ventana del comedor asomaban los pimpollos de un rosal: al advertir que las hormigas trepaban hacia ellos, Jany trató de alejarlas, sacudiendo las ramas de la planta. Cotlar se lanzó de inmediato a detenerla, presa de una verdadera desesperación. "¿Qué habría que hacer entonces?", preguntó un colega, entre irónico y conmovido. Con infinita simplicidad, el sabio le contestó: "Hablar, hablar con las hormigas." Hoy sigue pensando que hablar, persuadir, es el único método adecuado para establecer el orden en un jardín, o en cualquier parte.
Por eso, quien pudo relacionar los teoremas ergólidos con la teoría de las transformaciones, de Gilbert, y vio entonces "cosas que nadie había visto", tiembla al vaticinar las catástrofes que la propia ciencia puede desencadenar sobre la humanidad. "Los hombres de ciencia contribuyen a la guerra un millón de veces más que cualquier militar", afirma; pero no oculta la esperanza de paz que también vislumbra, y que lo ha incitado a presidir con entusiasmo la filial argentina de la Asociación por la Responsabilidad Social del Investigador Científico.
Quizá en esta vertiente de amplia comprensión universal que acompaña a su formidable intuición científica, se halle la raíz de la preocupación de Cotlar por el pensamiento oriental y por la psicología. "Gran parte del futuro de la ciencia está en la psicología", afirma, y recuerda que lee apasionadamente a Cari Gustav Jung y a Erich Fromm. Naturalmente, no le son ajenas las disciplinas budistas y yogas, y el desaparecido filósofo orientalista argentino Vicente Fatone era su íntimo amigo. En el Instituto llaman a Cotlar "el santón laico"; él lo sabe, y se ríe con una risa de niño, que sólo contradicen las manazas —que son, sin embargo, delicadas—, el pelo gris y una cierta indecisión para moverse, que alguien definió como "una gracia patética". El mayor de los "cerebros" científicos del equipo de Núñez, el doctor Alberto Santaló, describe a su colega ruso como "un maestro colosal, un hombre de una bondad infinita".
En Núñez, alrededor de Cotlar se enhebra una curiosa hermandad que de alguna manera cultiva sus principios solidarios, aunque más no sea en la estrecha camaradería que domina al grupo. "Para nosotros, hacer matemática es como escribir un poema", declara uno de los estudiosos; mientras otro, el reflexivo Norberto Salinas (26 años, soltero), que pese a su ceguera acumula los títulos de licenciado en Física y en Matemática, comenta: "Cuando uno estudia un teorema, nunca puede saber si va a terminar matando a un hombre."
Esta patética oscilación entre las sutiles armonías cósmicas de la alta matemática y la posibilidad de que sus conquistas sean utilizadas para la destrucción, es la sombra que persigue a Cotlar. No basta con la noción de que "son otros los que concretan la práctica de nuestra teoría"; es necesario convencerse de la existencia de una alucinante realidad inmediata. De ahí que, apenas arribado a Chicago como ganador de la Beca Guggenheim, en 1851, y en posesión del doctorado en matemáticas que la universidad de ese lugar le entregó a cambio de una brillante tesis, Cotlar se puso en contacto con los hombres de ciencia que se esfuerzan por controlar éticamente las incalculables fuerzas desatadas por su investigación. Es el ejemplo de Albert Einstein el que lo guía y lo reconforta, y cree que "sólo la prédica humanística puede salvarnos". Pero no piensa que la injusticia, el hambre o el delirio de poder puedan ser dominados por la destrucción violenta de alguna estructura social: "Aquel que es eliminado se multiplica, y el que elimina, aunque fuere por una causa justa, se convierte en verdugo; y el verdugo es siempre inferior a su víctima."
Los principios humanistas pueden alcanzar insólitas derivaciones en la ética personal de Cotlar. Por ejemplo, para él, los exámenes son una tortura moral, "a la que puede sucumbir un espíritu frágil". Enemigo de los exámenes, por consiguiente, y convencido de su inutilidad ("Un profesor conoce siempre a sus alumnos"), el matemático ruso llegó a requerir a la Universidad que le abonara la mitad de su sueldo con tal de no ser llamado a formar parte de tribunales examinadores. Ahora, mientras desmañadamente se esfuerza por tomar un café que ha pedido por obvio compromiso, sus rasgos se ablandan en una confesión: "¿El premio Mibashan? Me avergüenzo de no saber qué es ni en qué consiste; pero estoy seguro de que otros lo merecen más que yo." El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, no obstante, entiende que a él le corresponde esa estricta distinción anual que sólo se otorga tras espinosa selección; y, "para evitar que Cotlar hiciera escándalo" (como advirtió un miembro del Consejo), decidió ocultarle hasta último momento el otorgamiento de los 100 mil pesos de la recompensa y la ceremonia de entrega, que se hará solemnemente a comienzos de noviembre.
Nadie sabe aún cómo reaccionará este hombrón tímido y bondadoso cuando se entere de las circunstancias que rodean la entrega del premio ("Recibí una carta, ya ni me acuerdo qué decía"). Después, él podrá volver, sin embargo, al retiro de Gonnet, a sus noches estrelladas, a sus textos orientales que le enseñan la posibilidad de hablar con las hormigas. Y algunos no dudan de que Cotlar les habla, efectivamente, y de que las hormigas comprenden.
Revista Primera Plana
29-09-1964

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