Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Orlando Marconi
ORLANDO MARCONI
“MI OFICIO ES ENTRETENER”
Veterano de una profesión que para él arrancó de los micrófonos radiales, el ascendente showman no alcanza a ocultar su afiliación a una jugosa veta televisiva que se impone a base de fácil comicidad y una estructura elemental sin pretensiones

Orlando MarconiCon la familiar, inexorable puntualidad de la pasta asciutta dominical invade los televisores al filo del mediodía: desde entonces, la catapulta verbal lo proyecta, contra la siesta y hacia la afonía, un accidente no desdeñable, hacia la diez de la noche, hora en que el infatigable Orlando Marconi (40), casado tres veces, separado otras tantas, desgarra la noche con su último, estridente "¡Feliz domingo, señor director!". Tras haber regenteado competencias de tango, de velocidad (presentarse al Canal 9 portando un sándwich de huevo frito), tecnológicas (encender un encendedor nueve veces sin fallar ninguna), histriónicas (reírse sin ganas), O. M. ululó en los instantes cumbres de Domingos de mi ciudad, una suerte de gran bonete televisivo, cuyas prendas permitían a los finalistas acceder a la dorada posibilidad de un automóvil. Semejantes perspectivas ensombrecieron la supremacía de rating dominical detentada durante muchos años por el dúo Tato Bores-César Bruto, colocando al sorprendido Marconi en la cima de una insospechada popularidad: “A veces me asusta, como la vez pasada, que concurrí a ver el partido Santos-Boca en Mar del Plata. Bordeaba las tribunas sin haber conseguido ubicarme cuando escuché un estridente clamor. Salen los equipos, pensé. Miro y nada. Un instante después, toda la tribuna coreaba: “¡Qué sí! ¡Qué no! Marconi se
pasó!”. Es una emoción tremenda, ¿sabe? Miles y miles de personas que uno no conoce, gritando mi nombre. Todavía se me pone la carne de gallina”. SIETE DÍAS lo abordó una tórrida tarde de la Semana pasada, en una piscina ubicada a la vera de la ruta Panamericana, para someterlo al siguiente reportaje:
—¿Dónde y cuándo nació?
—En la ciudad de Junín, provincia de Buenos Aires, el 20 de octubre de 1929.
—¿Cómo ganó su primer sueldo?
—A los once años, como violinista de una orquesta infantil. Me sirvió para comprarme el primer traje de pantalón largo.
—Si ahora pusiese en sus manos un violín, ¿qué tocaría?
—¡Qué sé yo! Tantas cosas... Yo soy loco por la música.
—¿Clásica?
—Clásica, sí. Y tango también. Yo siempre digo que cada tipo de música sirve para un estado de ánimo. Y yo tengo el ánimo muy cambiante. Paso de la alegría a la tristeza con una facilidad asombrosa.
—Y en este momento, ¿con qué expresaría su estado de ánimo?
—Quizás con algo clásico, que tocaba con mi violín durante un sketch que hacía en la televisión española (tararea) ¿Cómo se llama?
—Celos.
—Eso es. Celos. Era un programa muy importante. En una sola emisión yo estuve junto a Mireille Mathieu, Charles Aznavour, Ella Fitzgerald, Duke Ellington y Domenico Modugno. El show iba los sábados, se llamaba Nosotros y lo conducía Antonio Prieto.
—¿Y usted qué hacía?
—Una especie de gag musical. Encarnaba a un concertista de violín: muy pobre, con el frac raído, pantalones y mangas cortas. Cómico, pero muy digno.
—¿Algo chaplinesco?
—Sí. Eso es. Acompañado por los 40 profesores de la orquesta yo tocaba Celos incurriendo en mil gaffes.
—Usted pasó seis años en España, desde 1963. ¿Por qué se fue?
—Porque no podía aguantar la situación del país: el boom de los locutores se había apagado por el auge del jingle; el escaso trabajo no se pagaba. Mi profesión prácticamente se desmoronaba.
—¿Y en España le resultó fácil trabajar?
—No. En primer lugar, por ser extranjero. Me inicié en una boíte como humorista, con una rutina al estilo de Verdaguer, el gran maestro del género. Trabajé en un teatro de revistas de Barcelona y seguí aferrado al género hasta que me topé con Blackie. Junto a ella hice un programa de televisión para Latinoamérica desde Madrid. Allí me descubrió la televisión española.
—¿Ganaba bien?
—Fabulosamente bien. Cuando me vine, dejé una asignación de 7000 pesetas diarias.
—¿Qué le hizo abandonar semejante retribución?
—Otra vez Blackie. Me llamó al Canarias Night Club donde yo trabajaba junto a mi gran amiga Josephine Baker. La consigna era “hay que repatriar a Marconi”. Y me vine prácticamente sin nada. Con un breve contrato en Canal 11 que me otorgó pequeñas actuaciones en La Baranda y La vida es una comedia.
—¿No medió alguna otra razón, de tipo sentimental, que lo obligara a dejar las 7000 pesetas diarias?
—Claro. Tener a los viejos tan lejos. Yo quise llevarlos conmigo a Madrid, pero no quisieron. Y se imagina lo que es sentir la voz de la vieja, por teléfono, desde Buenos Aires, diciendo casi todos los días “¿Y, cuándo vas a venir?”.

Y EL SÉPTIMO TRABAJO...
Orlando MarconiA un año de su retorno, el lustro de exilio hispano apenas se denuncia en el reiterado, españolísimo uso de cierto infinitivo verbal convertido en interjección, muletilla que no consigue borrar los fuertes, suburbanos perfiles de O. M., pronto a regodearse con los lugares comunes de la porteñidad: “Lo mejor son los amigos”, “Lo importante se aprende en la calle”, “Yo conozco bien la noche”. No es difícil que semejante credo lo pusiera, allá por el año 1948, en el mismo trasnochado café marplatense que frecuentaba un oscuro locutor de LU9, aficionado como él a las confrontaciones del billar. “Así conocí a Guillermo Brizuela Méndez. Era emocionante. Yo lo hacía hablar, le ponía las manos como bocina y me parecía mentira que fuera la misma voz que salía por LU9. Hablá, negro, hablá, le decía y seguía sin creerlo”, evoca Marconi veinte años después al reconstruir los comienzos de su vida profesional, una pasión que le hizo abandonar los oficios de vidrierista que desempeñaba en la sucursal marplatense de Mayón y que —a instancias de Brizuela— lo hizo triunfar en un concurso al que se presentaron 50 candidatos a locutores. El chansonier Daniel Adamo lo lleva como locutor a radio Porteña, emisora que le sirve de puente para saltar a radio Splendid.
—¿Cuándo debutó en televisión? —En 1953, en el canal 7, haciendo un aviso de detergente.
—En el programa que usted conduce por Canal 9 dejaron de sortear automóviles, ¿por qué razón?
—Por una disposición del Conart que prohibió el otorgamiento de premios a actividades que no impliquen una competencia cultural.
—¿No le parece razonable y justo que se prohíba la prosecución de un programa cuya audiencia se obtiene por las apetencias de un público que no busca tanto divertirse como sacarse el auto?
—No. Nosotros siempre hicimos un programa netamente familiar.
Y creíamos que no hacía mal a nadie. El domingo la gente busca divertirse.
—Claro. Pero no es justo que en la competencia entre ustedes y Tato Bores, pongamos por caso, ganaran ustedes. Es decir, ganara el automóvil.
—Mire: la televisión tiene cuatro metas básicas. Informativa, cultural, artística y de entretenimientos. Yo cumplía con la última, pues mi oficio es entretener.
—¿Y qué pasará con el programa durante este año?
—Continuará con las modificaciones que fueron introducidas durante el verano. Es decir, un concurso de preguntas y respuestas.
—Durante 1969 usted se constituyó en el recordman del espectáculo. En abril batió por la ex radio Libertad el record de permanencia junto al micrófono y en diciembre, el de permanencia en pantallas. ¿Por qué lo hizo?
—En España pensaba que alguna vez tenía que hacer algo grande. No sabía qué. Hasta que se me ocurrió plantearle a Vicente Romay lo de la radio. Cumplí 24 horas 10 minutos de trasmisión ininterrumpida. A la mañana había tal gentío frente a la radio que Alejandro Romay retó a su hermano Vicente por no haberle dado más publicidad a mi intentona, que creyó una locura más. En televisión cumplí 26 horas. En la próxima Navidad trataré de mantenerme 27 horas y cada Navidad una hora más, siempre a beneficio de instituciones de bien público. Es extraordinaria la solidaridad de la gente. Durante mi permanencia en pantallas hubo 600 personas del público que me acompañaron durante las 26 horas, sin aflojar un solo instante.
—¿Cómo vive la popularidad?
—¿Soy popular yo? Sí, creo que sí. Es maravilloso. El mes pasado, cuando animé la fiesta de los pescadores en Mar del Plata, el gentío
concentrado en la banquina me recibió al grito de “No-hay-que-venir-al-canal”, “No-hay-que-venir-al-ca-nal”, que es el estribillo de mi programa. Cuando escuché eso me trasformé en el dueño de la reunión. Porque aunque no lo parezca yo soy tímido fuera de las cámaras.
—¿De qué club de fútbol es hincha?
—De Boca Juniors y Español de Barcelona.
—¿Cómo ve al país?
—Creo que va cambiando paulatinamente.
—¿Para mejor?
—Sí, para mejor.
—Además de libretos, ¿qué otra cosa lee?
—Leo poco. Me gusta la poesía, Machado, Lorca. Entre los argentinos me gustó Sábato. No soy experto en literatura, pero creo que es el escritor más actual.
—¿Tiene novia?
—Sí. Se llama Nelly Prince y es una de las pioneras de la T. V. argentina. A pesar de todo, yo la llamo “la gallega". ¡Ah!... También estoy leyendo historia argentina.
—¿Algún autor en especial? ¿Liberal? ¿Revisionista?
—No. En realidad me compré la Enciclopedia Británica. Creo que son varios autores, ¿no? Pero es muy interesante.
revista Siete Días Ilustrados
16.03.1970
Orlando Marconi

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