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Una misma fuente para los sedientos

“Devuelvo el homenaje que el rabino hizo en nuestra iglesia a Juan el Bueno, con un recuerdo para los seis millones de judíos muertos durante la última guerra. Muertos donde ustedes tienen sangre y nombre. Si hay quienes todavía nos creen responsables por eso, presento mis excusas a esta asamblea.”
Hubo un momento de silencio, de profundad quietud. Hasta el temblor de los cirios pareció aquietarse. El pastor Amaral, a la derecha del rabino Hirsch, miró larga, amistosamente, al padre Pooli. Los mármoles suntuosamente severos de la sinagoga Lamroth Hakol reverberaban con el eco nuevo de nuevas palabras. Los judíos, protestantes y católicos sentados allí, en apretadas filas, se miraron como si no se hubieran descubierto hasta entonces. Algo les anudaba sorpresivamente las gargantas. Algunos, con simplicidad, lloraban.
Hace años, esto hubiera resultado incomprensible: hombres de credos distintos unidos en una misma oración a un dios que quizá podían reconocer como el mismo. En aquel entonces, el hecho se hubiera interpretado como una demostración de buena voluntad, sin mayor trascendencia, no como un acto de profunda religiosidad cuya proyección puede transformar la Historia. Así pasó con el padre Couturier cuando, a principios de siglo, organizaba sus jomadas de desagravio por el asesinato en masa de protestantes. Couturier pegaba carteles en lugares públicos: “Hoy los católicos piden perdón a los protestantes por la matanza de la noche de San Bartolomé.”
Aquello no fue el camino de la unidad, sin embargo, y las barreras que se alzaban entre los fieles de las cuatro religiones de Occidente (católica, israelita, protestante, ortodoxa) no perdieron ni una punta de su dureza. En estos tiempos, en cambio, unos y otros han variado, y ahora subrayan el deseo de unirse, de arrasar con los esquemas y prejuicios que los han dividido durante siglos.
“No podíamos seguir siendo cómplices de una estructura absurda. Yo no podía predicar amor cuando a mi lado alguien hablaba de Cristo y yo lo consideraba mi enemigo”, dice el pastor Julio Amaral, un cuarentón casado, con tres hijos. Durante años, Amaral ofreció por las calles la palabra de su divinidad. Le preocupaba la gente, los que cruzaban sus pasos con los de él, indiferentes. En especial le preocupaban los jóvenes, los miembros de esa pandilla que deambulaba, sin sentido, por el barrio. Un día enfrentó a uno de ellos, apresó su mirada inquieta y lo encaró: “¿Por qué no entrás al templo? Te ayudaremos con las lecciones y tendrás nuevos amigos...” El muchacho lo miró esquivo, receloso. “La señorita catequista no nos deja entrar. Dice que ustedes son paganos y que se irán al infierno”, respondió por fin, agresivo.
Amaral decidió que había llegado el momento de hacer lo que durante tanto tiempo había planeado. “Dígame, padre: el Toto, Héctor, Pablo, el gordo Varela, ¿vienen a su parroquia?”, inquirió cuando se encontró frente al párroco de Nuestra Señora de la Guardia. El padre Leopoldo Pooli observó al pastor a través de sus anteojos. Paseó la mano por su calva y enunció resignadamente: “No, aquí no vienen. Y a su templo, ¿van?” “De eso vengo a hablarle. O usted o yo tenemos que sacarlos de la calle, respondió el otro.
Los sacaron entre los dos, y así terminó el vagabundeo de unos cuantos adolescentes y comenzó una amistad entre esos dos hombres campechanos. Más tarde completaron un triángulo con el rabino Pablo Hirsch. Al comienzo, éste no entendía bien qué los llevaba a su sinagoga. Eran vecinos, sí, todos vivían allí, en Florida (partido de Vicente López), pero ¿qué querían? Hirsch es un hombre de 50 años, con dos hijos y tres nietos, egresado del más antiguo de los seminarios rabínicos del mundo, el de Breslau. Pensó que su mal castellano lo estaba traicionando, que debían estar proponiéndole otra cosa.
“Tuve que ir y explicarle que no lo invitábamos para tratar de convertirlo ni para embarcarlo en una acción anticomunista; simplemente para conocernos y unirnos porque somos hijos de Dios”, explicó Pooli (42 años, egresado del seminario de La Plata). Una vez de acuerdo, decidieron realizar un Acto Fraternal de Credos en adhesión al Concilio Ecuménico, en cada uno de sus templos, durante tres sábados de octubre. Aunque con matices, las tres comunidades reaccionaron en forma similar:
•Entre los judíos, las personas de más edad ven con recelo este singular acercamiento. Los jóvenes, en cambio, lo reciben con entusiasmo, “con la lucidez con que deben mirar al mundo los que no tienen más que un futuro que defender”.
•Los Discípulos de Cristo, del pastor Amaral, lo aceptaron naturalmente. A lo sumo, lo único que hicieron fue “preguntarse cómo no lo habían hecho antes”. Esta, sostuvieron, es una consecuencia lógica de la proclama de nuestro fundador, que sostiene que “la Iglesia de Cristo (protestante) en la Tierra es esencialmente una, formada por todos aquellos que en cualquier lugar profesan su fe en Cristo”.
•“A los míos, yo ya los había baqueteado bastante —dice el padre Pooli—. Vivieron los actos ecuménicos con una alegría íntima, total, como una liberación.”
Los actos ecuménicos comenzaron en el Templo de los Discípulos de Cristo, en Florida, pero no dentro de él, sino en su cancha de básquet, porque los asistentes (casi mil personas) desbordaron su capacidad. En medio de las miradas brillantes y la respiración conmovida de esa muchedumbre, un joven judío, uno católico y uno protestante entronizaron la Biblia. Luego, todos inclinaron la cabeza, en actitud meditativa. Así, esos rostros diferentes, esa mezcla de apellidos y de edades, sellaron una unidad que hacía tiempo los comunicaba sin que ellos lo supieran.
El sábado siguiente, los actos se hicieron en la parroquia de Nuestra Señora de la Guardia. Los tres jóvenes volvieron a entronizar la Biblia, y los concurrentes, cantaron estrofas eternas del Antiguo Testamento, las mismas que los pastores del desierto y los reyes judíos recitaron hace miles de años: “Obras del Señor, bendecid al Señor...” El párroco estaba trémulo. Entre el público veía caras que habían desaparecido hacía tiempo, feligreses perdidos, ahora de regreso. El rabino Hirsch, con una conmoción que sus enérgicas facciones no conseguían ocultar, se adelantó y dijo: “Hace un tiempo, en casi todas las sinagogas del mundo se rezó por la salud de Juan el Bueno. El Papa falleció, y en nuestros corazones pensamos: «Nuestras oraciones fueron en vano.» Queridos amigos: hoy, profundamente conmovido por hablar en esta casa sagrada, sé que no fueron en vano.”
Luego habló el pastor Amaral, impresionado aún por la lectura de un pasaje bíblico en el cual Isaías, el visionario, dialoga con las generaciones futuras. “Hasta ahora —dijo Amaral—conocíamos la paz de Caín, que es la paz de la indiferencia, del no te metás. Vivamos de ahora en adelante la paz de Shalom. Shalom, en hebreo, significa vida en plenitud con la comunidad. Paz de Shalom es la paz que nos abre a los demás.”
En Florida, tres colectividades distintas estaban logrando la unidad, la paz que sus padres habían predicado desde hacía mucho tiempo, siempre inútilmente. Pero en sus encuentros, católicos, judíos y protestantes no vivieron sólo la solemnidad dramática de esa vivencia religiosa que los pastores infundían a sus vidas. También hubo nuevas amistades (“Es la primera vez que tengo un amigo protestante”, confesó un joven de Acción Católica), y algunos toques de informalidad. Para asistir al acto en la sinagoga, por ejemplo, el padre Pooli desfondó una vieja galera y fabricó el gorrito tradicional. Luego, bromeó: “Tengo un problema. Los católicos se han enamorado del pastor y del rabino.”
Una niña de 16 años, hija de Pablo Hirsch, confesó sencillamente a su padre, luego de hacer una revisión de las dudas e incertidumbres que la habían sacudido durante las ceremonias: “Si la religión es capaz de suscitar cosas como éstas, tiene que ser una cosa buena.”
Una semana después, en la sinagoga Lamroth Hakol volvieron a reunirse todos, y esta vez fue un Aleluya cristiano el que sirvió de prólogo a la lectura de la Torah hebrea. “Nunca creí encontrarme tan cómodo en una sinagoga —musitó el padre Leopoldo Pooli—. Es como volver a la antigua familia, al tronco. Yo me siento en casa.”
Pooli, como sus colegas, señala que [a unidad no es masificación. “Nunca me he sentido tan católico como hoy, estoy seguro de que el pastor nunca se ha sentido más protestante, y el rabino más judío.” Los otros están de acuerdo. “Deseamos establecer una nueva forma de convivencia”, afirman. Detrás de ellos, de la vastedad luminosa del templo, surgen cantos: “Oh, Dios, Señor nuestro, qué grande es tu nombre en toda la Tierra.”
17 de noviembre de 1964
PRIMERA PLANA
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