Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

semana trágica
LA SEMANA TRÁGICA
AQUEL ENERO DE SANGRE Y FUEGO

Fue la huelga más discutida de la historia argentina. Dejó centenares de muertos, miles de heridos, muchos rencores irreconciliables y la semilla de un movimiento obrero. Argentina Siglo Veinte la revive con las declaraciones de sus testigos, y de alguna manera sus protagonistas, en esta semana de enero, exactamente cincuenta y dos años después.

Fueron trescientos disparos. Acaso más. Las mujeres los contaron horrorizadas desde la puerta de los conventillos. Los hombres y los pibes corrían por la calle agitando palos y tirando piedras.
De vez en cuando se escuchaba algún grito desgarrador y todos se desbandaban hacia cualquier parte. "Los cosacos... ¡Se vienen los cosacos!" Aparecía el escuadrón de seguridad repartiendo sablazos y varios cuerpos rodaban entre las patas de los caballos.
Los obreros se escondían en los ranchitas de zinc, o en los patios de los inquilinatos. Los más rápidos ganaban los techos y continuaban la pedrea. Cinco minutos después todo volvía a empezar.
Era el 3 de enero de 1919; en la esquina de Pepirí y Alcorta, en el barrio de Nueva Pompeya, y Argentina caminaba sobre el filo de la guerra civil. Los huelguistas llegaban de todas partes. Se estaban jugando el pan. Llevaban un mes de huelga y la empresa había contratado "crumiros” que iban a trabajar escoltados por agentes de caballería.
Ese día, a las tres de la tarde, doce chatas con mercadería salieron de los talleres de la Compañía de Hierros y Aceros Pedro Vasena, protegidas por doce bomberos armados y un escuadrón de seguridad.
Más allá, después de los pantanos del barrio Corrales esperaban los más decididos, con una sola consigna: la huelga debía cumplirse a toda costa.

SÁLVESE QUIEN PUEDA... ESTO ES COSA DE LOCOS
El 7 de enero, cuando los tiros sonaban por todo Buenos Aires, muchos empezaron a preguntarse cómo empiezan estas cosas. Cincuenta años después no es posible esbozar una respuesta. El presidente Yrigoyen miraba las cosas de lejos. Alguna vez se le escuchó decir que "era irritante la desigualdad entre la riqueza deslumbrante y la miseria extrema”. En octubre de 1917 estalló un conflicto en los talleres ferroviarios de Rosario. Las llamadas "fuerzas vivas" le propusieron que hiciese desembarcar a los fogoneros y maquinistas de los barcos de guerra para romper esa huelga, que "causaba graves perjuicios a los saltos intereses industriales". El "Peludo" les contestó, indignado: "Entiendan, señores, que los privilegios han concluido en el país. No irá el gobierno a destruir por la fuerza esta huelga que significa la reclamación de dolores no escuchados".
Tal vez cambió de opinión. De cualquier forma nunca escribió libros ni pronunció discursos. Sus palabras no quedaron escritas.
En diciembre de 1918 se produjo una huelga policial en Rosario. Hacía tres meses que no cobraban los sueldos. Se plegó a ella el 90 por ciento de los agentes de infantería y el 60 por ciento de los agentes del escuadrón. Fue necesario enviar tropas de Campo de Mayo para prevenir desórdenes.
Mientras tanto en Buenos Aires se hablaba del calor y de la revolución bolchevique. Algunos aseguraban entusiasmados que se preparaba un estallido aquí también, y que en todas las esquinas se ocultaban “maximalistas” (bolches).
Así estaban las cosas el 2 de diciembre de 1918 cuando se produjo el conflicto en la Compañía Argentina de Hierros y Aceros, o más familiarmente, en los Talleres Vasena.
"Pedían reivindicaciones tan modestas qué hoy causarían gracia —recuerda Diego Abad de Santillán, entonces director del diario anarquista “La Protesta"—. Un pequeño aumento de sueldo, evitar el trabajo a destajo, el reconocimiento de su organización sindical y el pago de horas extras. Las nuevas generaciones no saben cuánta sangre y cuánto sacrificio costó el derecho de asociarse. En aquella época el obrero no era todavía un ser humano. Los patrones eran señores feudales, verdaderos encomenderos. La casa Vasena se ocupó de buscar trabajadores advenedizos, rompehuelgas. Los huelguistas trataron de convencerlos que dejaran el trabajo, que se estaban perjudicando ellos mismos. Y vino la lluvia de balas. Cayeron varios vecinos que no tenían nada que ver."
El 7 de enero las cosas volvieron a empezar. La gran siesta del verano
duró pocas horas. Los piquetes de huelguistas enardecidos comenzaron a cortar los cables de electricidad y de teléfonos y a romper las cañerías de agua para inundar las calles e impedir el paso de las chatas de los obreros contratados. Las cuadrillas de reparaciones recibieron una andanada de cascotazos y fueron perseguidas varias cuadras. Un pelotón de veinte bomberos se parapetó en la azotea de un colegio, próximo. Pepirí y Alcorta. La pesadilla estaba por empezar. Uno de los bomberos reclamó refuerzos al Departamento Central de Policía. Cuando llegaron los del escuadrón de seguridad fueron tiroteados por los huelguistas parapetados en el terraplén del ferrocarril.
Las versiones son confusas. ¿De quién partió el primer disparo? La respuesta no tiene importancia. El Jefe de Policía adjudicaba toda responsabilidad a los obreros. Lo cierto es que a las cinco de la tarde, cuando cesó el fuego, había cuatro cadáveres y 36 heridos. Y todos eran civiles. Uno de los muertos quedó en la calle, cortado a sablazos; los otros tres en sus casas, en la misma posición en que fueron alcanzados por las balas. Desde ese momento la pequeña huelga de ochocientos obreros se convirtió en la huelga de todo el país. Mientras tanto, los Vasena continuaban el tira y afloje. Las negociaciones se realizaron en el mismo Departamento de Policía. La empresa ofreció la jornada de 9 horas, un doce por ciento de aumento y la reincorporación de los que quisieran trabajar. Los huelguistas exigían una jornada de ocho horas, aumentos del 20 al 40 por ciento y pago de horas extras. La discusión quedó en la nada. Alfredo Vasena prometió su respuesta “en las próximas horas". Pero el pueblo ya tenía sus víctimas, estaba en la calle y no tenía con quién pactar.

24 HORAS DE CAOS
Los muertos del día 7 tenían rivalidades ideológicas. Unos fueron velados en locales anarquistas y otros en comités socialistas. Pero la manifestación de dolor que cubrió la calle San Juan tenía un solo enemigo: el escuadrón de seguridad. Avanzaron con banderas rojas y negras; a su paso se bajaban las cortinas de los comercios, y los tranvías salían de sus rieles. “La columna se fue engrosando hasta convertirse en una muchedumbre imponente —recuerda Abad de Santillan—. Es cierto, se produjeron algunos desmanes. Los cinco muertos del cortejo fúnebre se multiplicaron muchas veces, sin contar los heridos. Y los féretros, cayeron muchas veces al suelo atravesados por las balas de los cosacos."
Algunos grupos llegaron hasta los Talleres Vasena y ocuparon la calle Rioja. En ese momento los directores de la firma celebraban una reunión con una delegación de la Asociación del Trabajo (Afilio Dell’Oro Maini, Luis Mongay y Pedro Christophersen) y quedaron sitiados durante horas. "Avanzamos por la calle Rioja —recuerda Carlos Labat, uno de los manifestantes—. Antes de llegar a los galpones, escuchamos los primeros tiros. Cada cual corrió para donde pudo. En Parque Patricios nos sorprendió otro camión policial. Tuvimos que dispersarnos. Había que esconderse. Disparaban a todo el que se moviera por la zona. Mi hermana estuvo a punto de ser muerta por un piquete en la puerta de su casa."
A las diez y media de la mañana, mil quinientos obreros se agolpaban frente al edificio, dispuestos a quemar los portones y forzar la entrada.
"El barrio estaba enloquecido por el pánico. Era imposible cruzar una calle. Fue en ese momento cuando llegó Elpidio González (que acababa de ser nombrado jefe de Policía) dispuesto a calmar los ánimos. —Carlos Eduardo Molina, 79 años, vio pasar todos los sucesos bajo sus narices—. Yo alquilaba una piecita en la calle Urquiza entre Pavón y Cochabamba. Frente mismo a los talleres. Lo vi todo desde mi ventana. González pidió serenidad y cordura. Pero a esa altura nadie estaba para escuchar. Las voces no se oían por los disparos. Le dieron vuelta el coche y se lo quemaron. Se tuvo que volver en taxi."
Un oficial que lo escoltaba recibió una puñalada. Sonaban disparos en todas partes; en las esquinas había barricadas hechas con carros destrozados. Los escolares corrían por las calles confundidos con los huelguistas y algunos improvisaban proyectiles con restos de basura. El comisario de la seccional fatigaba el teléfono pidiendo refuerzos, hasta que apareció una partida de 150 hombres. Había soldados de infantería, cosacos y bomberos, pero también había una ametralladora. Se escucharon muchos tiros, y algunos lo llamaron tiroteo. Según las versiones oficiales quedaron 28 muertos (cinco de ellos menores de diez años) y 60 heridos.

DISPAREN SOBRE EL CORTEJO
Toda la ciudad había enloquecido. Cuando se quemaron ocho tranvías, las empresas de trasportes ordenaron la vuelta de todos los coches a sus estaciones. Después de mediodía no corría un solo vehículo en toda la ciudad. Mientras tanto el cortejo fúnebre continuaba su marcha hacia la Chacarita.
A esta altura toda cronología de los desórdenes resulta insuficiente. Sin embargo, todos los testigos concuerdan en que el encontronazo más importante se produjo en la esquina de Corrientes y Yatay. Frente a la iglesia. La versión oficial denuncia que la iglesia fue saqueada y que se formó una pira con los objetos del culto, y que las autobombas que acudieron a sofocar el incendio fueron tiroteadas por los huelguistas. Otros aseguran que el cortejo fue interrumpido por los disparos de los bomberos parapetados en la iglesia. Y que entonces se generalizó el tiroteo. Cuando llegaron a la Chacarita, todo estaba dispuesto. El cementerio estaba virtualmente rodeado por los soldados de infantería y el escuadrón. Los que se tiraron cuerpo a tierra nunca más salieron del lugar. Algunos pudieron protegerse detrás de las bóvedas o escapar de los sablazos y los disparos saltando por los paredones.

REPRIMIR LA REPRESION
Era cosa de locos. En el Departamento Central de Policía alguien había apagado las luces. Se habló de un supuesto ataque al edificio, y los policías, sin saberlo, habían comenzado a dispararse entre sí.
Mientras tanto, los piquetes de huelga arrasaban los carros de carne, leche y frutas, los efectivos militares se lanzaban sobre locales gremiales, políticos y bibliotecas, y un grupo de jóvenes, reunidos en la confitería París y en el Centro Naval, decidían recorrer las calles para imponer “el orden". Eran los voluntarios de la Guardia Cívica que dedicaron su semana a descubrir la supuesta conspiración “maximalista" y para quienes un ruso, un judío y un bolchevique, eran una cosa bastante parecida. Con la más absoluta impunidad recorrieron los barrios de inmigrantes al grito de "Haga patria, mate un judío". Ocurrieron algunos robos, algunos asesinatos —acaso cientos—, y algunas violaciones que no pudieron ser denunciadas y quedaron en la trastienda de la historia. Las víctimas más afortunadas fueron rasuradas y recibieron sangrientas palizas. Otros fueron incinerados en la pira común. Ese era el Buenos Aires que se deshacía el jueves nueve de enero, cuando el comandante de la II división con asiento en Campo de Mayo, se instaló en el Departamento Central de Policía y avisó al ministro de Guerra que había decidido hacerse cargo de la situación. Por supuesto no vino con la varita mágica. Pero en bocas horas terminó con el desborde policial (que había llegado a límites insospechables) y presionó sobre los Vasena para que llegaran a un acuerdo con los obreros. A las tres de la mañana del viernes, Elpidio González se entrevistó con los dirigentes de la FORA (que habían declarado "la huelga general revolucionaria”) y les pidió que presentaran sus exigencias por escrito. Doce horas después, en el tranquilo despacho de Yrigoyen, el mismísimo Alfredo Vasena aceptaba la totalidad de las condiciones obreras. La FORA anunció la "vuelta al trabajo" y los diarios anunciaron "terminó la subversión". Cuatro días después, la organización gremial exigía a Dellepiane "la supresión de la ostentación de fuerza por las autoridades".
Se había llegado a un acuerdo. Pero esa tarde la policía allanó y saqueó "La Protesta", el único diario anarquista del mundo. Fue una provocación gratuita. Nunca se supo de quién emanó la orden. Dellepiane, profundamente impresionado, ofreció la renuncia. Pero era inútil: todos estaban celebrando su triunfo. Dos días después la ciudad estaba normalizada. El comisario Oscar Romariz (oficial de la seccional 3a. de la Boca) estimó que existieron 800 muertos y 4.000 heridos, y que los cadáveres fueron incinerados rápidamente conforme a las indicaciones del general Dellepiane. Diego Abad de Santillán computa 1.500 muertos, cinco mil heridos y 55.000 prontuariados. Pero cuando recuerda el tema suspira profundamente y repite: "Cómo podemos llegar a saberlo realmente". Había pasado todo demasiado rápido. Yrigoyen puso en práctica la política del "pronto olvido” y Buenos Aires se apresuró a cicatrizar sus heridas. Para algunos fue una época de barbarie. Para otros significó la conquista de la jornada máxima de ocho horas. La llamaron Semana Trágica, un poco para recortarla del resto de la historia.

PROTAGONISTAS Y TESTIGOS
GARCIA JIMENEZ, 74 años, era secretario del sindicato metalúrgico: "al llegar a Corrientes y Yatay se nos vinieron encima los bomberos haciendo sonar sus pitos. Se instalaron en la iglesia y comenzaron a disparar al aire (de lo contrario hubiera sido una carnicería.) En la calle empezó el desparramo. Asaltamos una armería, distribuimos las armas en esa misma esquina empezó el tiroteo. Cuando llegué a Chacarita advertí la celada El cortejo fue rodeado por los cosacos. ¡No tiren -les grité—, que están tirando contra el pueblo!”
DIEGO ABAD DE SANTILLAN, 74 años, dirigía el diario La Protesta: “Yo viví los episodios desde la cárcel. Estuve entre los primeros detenidos. Nos llevaron a punta de fusil. Mientras los guardias nos apuntaban algunos estudiantes comenzaron a cantar el Himno Nacional. Por fin nos metieron en celdas abarrotadas. Tan llenas estaban que sólo podíamos permanecer de pie. Ni siquiera había espacio suficiente para echarse al suelo. Me largaron cuatro días después. Acaso, como teórico les pared ofensivo. Los diarios hablaban de 4.000 detenidos".
CARLOS EDUARDO MOLINA, 79 años: "Pasó todo ante mis ojos. Fue como una locura colectiva. Los obreros estaban indignados. Muchos trabajaban durante diez horas y apenas ganaban lo suficiente para comer. Algunos se dedicaron a cometer destrozos y a asaltar panaderías, otros se jugaron la vida. Todavía los recuerdo atrincherados detrás del camión de basura. No volví a verlos”.
CARLOS LABAT, 65 años: "Me uní a la manifestación en la calle Caseros. Avanzamos por Rioja hasta Cochabamba y allí comenzaron a disparar sobre nosotros. El desbande fue general. No veíamos desde dónde llovían las balas, ni sabíamos dónde escondernos. Ninguna calle ofrecía seguridad. Mi hermana estuvo a punto de ser fusilada en la puerta de casa".
JUAN DURANTE, 76 años: "Entre los que se tirotearon frente a los talleres había tal confusión que nunca se pudo saber cuántos había de cada lado. Muchos conscriptos se negaron a disparar contra los huelguistas. Los revoltosos trataron de romper con picos las paredes del edificio Vasena Pero fue inútil. El edificio parecía una muralla Cayeron uno sobre otro”.

Revista Semana Gráfica
15.01.1971
semana grafica
semana grafica

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba