Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Tiempo Perdido
Para recuperar siete años de vida
A las 8 de la mañana, después de despedir a su marido (a la oficina) y a sus dos hijos (al colegio), la señora Amanda M. de B. colgó el delantal en la cocina, deambuló por las habitaciones, enfrentó dos veces el espejo del living (retocó su peinado e inspeccionó el ruedo de su falda) y, sin pensarlo otra vez, suspirando, se aprestó a librar su batalla. Doce minutos después entraba en la carnicería, a dos cuadras de su casa, en el barrio de Flores.
"La lucha por obtener un kilo de lomo será encarnizada", bromeó el carnicero Alfredo Matuzzi (51 años, italiano), al rato de abrir su negocio: ese día, luego de una temporada de forzoso vegetarianismo, cinco señoras alineadas antas que Amanda prometían una jornada polémica, ardua. En tanto que Matuzzi comprometía hidalgamente su prestigio ("Es cierto que estas milanesas son anchas, pero que me caiga muerto si no se deshacen en la boca"), del otro lado del mostrador, animadamente, la desconfianza se hundía en napas más profundas: "¡Qué vergüenza! Este es el país de la carne. ¿Qué piensa el gobierno?", bramaba una señora baja y regordeta, en cuya tupida cabellera anidaba una veintena de ruleros. Matuzzi se escurría del duelo: "¡Qué le vamos a hacer!" Y a coro, sus clientas acudían a dos premisas; la primera: "¡Resignarnos! ¿Hay otro remedio?". La segunda: ellas son las víctimas propiciatorias del religioso entusiasmo que despierta la carne asada entre los hombres de la casa.
Cuando le tocó su turno, Amanda dudó entre bifes o milanesas, cuadril o asado de tira; optó por un par de bifes y algunas menudencias. Habían pasado 15 minutos desde que entró en la carnicería.
La semana pasada, un grupo de encuestadores de PRIMERA PLANA cronometró los gastos de tiempo en que incurrían la señora Amanda M. de B. y otras 64 mujeres porteñas de la clase media a lo largo de un día. Obtuvo conclusiones sorprendentes y descubrió una verdad axiomática: la espera, siempre la espera, constituye el más estereotipado signo del ama de casa; una tangente zodiacal que abarca casi todos los actos de su vida; un destino que sobrelleva sin afligirse demasiado, tal vez menos de lo que demuestra. Fuera o dentro de su hogar se somete apaciblemente a las compras y a los quehaceres sin mucho sentido de la funcionalidad, a veces compelida por vagos principios: "Claro —admitió María J. de S., en una despensa de Belgrano—-, los pedidos se pueden hacer por teléfono, pero a mí me gusta saber qué vamos a comer." Para el despensero, el argumento perdió vigencia desde que el 95 por ciento de los productos se expenden envasados: "No hay más que consultar precios y marcas."
Matilde H. de B. incurre en otro error, casi perogrullesco. El jueves pasado discutía acaloradamente con un feriante de la avenida Córdoba al 1500:
"¿Me promete que estos tomates no están pasados y que estos alcauciles son tiernos?" El feriante juró que eran frescos y ternísimos. "Pero tienen mala cara —insistió la mujer, una sesentona—; la semana pasada los alcauciles resultaron bastante duros y los tomates no me sirvieron para la salsa. ¿Se da cuenta? ¡Y tenía invitados!" La charla se prolongó 4 minutos; doña Matilde terminó comprando, luego de una minuciosa selección de cada pieza. Malhumorado, el feriante confesó que la mayoría de sus dientas proceden como ella: "Son mañosas. Pretenden que uno les diga que no compren."

Hablar, una manía
Parece ser que las mujeres se empecinan, además, en obtener de puesteros y feriantes la solución de intrincados problemas gastronómicos, que unos y otros resuelven, generalmente, de mala gana: "¿Con qué se puede acompañar un filet de merluza?", preguntó una joven señora, en un supermercado de Liniers, en tanto otras ocho esperaban ser atendidas. "Con puré gratinado", contestó Ernesto Ferri (29 años, soltero), dando acceso a la siguiente. La joven señora volvió a preguntar, y Ferri debió explicarle qué era puré gratinado. Voluntariamente, su clientela lo sacó del apuro, en tanto Ferri comentó por lo bajo a un cronista de PRIMERA PLANA: "Fíjese; aquí el único apurado soy yo; les gusta hablar; todas son iguales." En efecto, 11 minutos después, la joven señora quedó convencida de que debía variar su menú: en lugar de filet, medallones de lomo con zapallitos rellenos.
El plebiscito terminó allí, pero la joven señora aguardó a que la tercera de la fila fuese despachada, bajo la promesa de que le daría otra receta: "Va a ver, algo fantástico y económico", definió.
Cuando la señora Amanda salió de la carnicería, caminó 40 metros hasta la panadería. Demoró 8 minutos, "aunque suelo tardar menos, pero mi familia sólo come felipes y hoy todavía no habían salido del horno". En la verdulería, el trámite fue algo más dificultoso: se trataba de hacer el pedido para toda la semana y se encontró con que no había apio ni lechuga arrepollada, el puerro estaba quemado y las papas nuevas se habían terminado. Demoró 19 minutos en decidirse por las sustituciones, apelando a la buena fe del dependiente. Exigió garantías ("No, no son de frigorífico") antes de embolsar un ananá.
En la mercería de la cuadra compró una madeja de lana, un cierre metálico y dos botones. La operación culminó con 24 minutos de amables disquisiciones sobre las técnicas de confección de una sisa de estilo italiano; la tendera puso énfasis en un punto: se usan holgadas, "lo cual es una ventaja si una teje para los chicos".
En la confitería, Amanda permaneció 11 minutos desde que arrancó un número del talonario hasta el momento en que salió cargando una bolsita de café y algunos chocolates para los chicos.
A las 10 y 5, cuando Amanda entró en su casa, dispuesta a ordenar el dormitorio, a repasar los muebles y a preparar el almuerzo, habían transcurrido 90 minutos desde que salió; 30 los gastó esperando ser atendida.
A las 12, un imprevisto rompió su rutina: empezó a llover. Mascullando, impaciente, se armó de un paraguas y dos pilotos y disparó hacia el colegio. "Siempre vuelven solos, pero hoy, ¡quién iba a imaginárselo! Regresarían empapados." Su temor resultó el de otras 400 señoras, apretujadas bajo las cornisas del edificio, estoicamente decididas a salvar a sus niñitos del diluvio.
Cuando sonó el timbre de salida, el gentío pugnó por acercarse a la puerta: unas 200 madres demostraron su intención de aprovechar la oportunidad y hablar con las maestras. Las que no lo consiguieron, entablaron diálogo entre sí, un veleidoso contrapunto de las proezas y travesuras de sus párvulos.

La tarde
La señora Josefina L. de F., excitada por la irresponsabilidad del técnico de televisión "que prometió venir a los 2 y vino a las 5 y media", y Susana N. de F., a quien tuvieron "de un lado para el otro en el ministerio, por un trámite de cinco minutos", resumen la incierta actividad de las amas de casa porteñas, en horas de la tarde. Sin embargo, ir de tiendas ocupa a la mayoría (un 75 por ciento) y demanda entre 2 y 4 horas.
Cuando una mujer de clase media sale de compras, por la tarde, incursiona aproximadamente en negocios de cuatro ramos: zapatería, sedería, boutique y perfumería. Sólo una de cada nueve adquiere algún producto, pero siete curiosean en su interior, preguntan precios, se interesan por las novedades y prometen volver. Veintiséis señoras encuestadas distrajeron, cada una, un promedio de 6 minutos en cada negocio y salieron con las manos vacías.
En las colas del transporte, curioseando vidrieras, buscando sitio para estacionar el coche o recorriendo las carteleras de los cines, perdieron, término medio, otros 64 minutos. Aunque "estar al día en trapos y coquetería no es perder tiempo", como afirma Martha Z. de P. y si bien "estas excursiones no las realizo a diario; sólo a principios de mes, una o dos veces", como asegura Hilda P. de T., un abrumador 87 por ciento de las mujeres consultadas admitió que la tarde se pasa en un soplo, y que cuando se quieren acordar ya tienen que volver para ocuparse de la cena.
Amanda considera que las odiosas esperas complican su vida y que, lamentablemente, no puede transferir a su marido nada de lo que hace: "Los hombres derrochan el dinero, no saben comprar. Con 2.000 pesos una mujer se surte para toda la semana; él compraría una botella de whisky y dos latitas de caviar." Ignacia S. de L. fue más lapidaria: "El hombre latino no ayuda en la economía doméstica, y mejor que no lo intente. Da la impresión de que no le cuesta ganar el dinero. Por eso, quienes trabajamos, tenemos doble tarea que él: nosotras vamos a la cocina mientras él lee el diario.
Sin embargo, pocas señoras incluyen en el rubro de odiosas esperas los plantones a que deben someterse los sábados y domingos, tal vez más dilatados que los del resto de la semana. "No se puede pensar en la peluquería sin estar dispuesta a sacrificar tres horas —explicó una experta de belleza del barrio de Caballito—; a veces más, los sábados a la tarde." Los pasos del ritual suelen ser éstos: media hora de espera. 45 minutos entre lavado de cabeza y secado, otros 45 para peinado y cosmética facial.
Por la noche, en el centro, 105 minutos se reparten en el vestíbulo del cine, filas para entrar, caminatas en busca de un restaurante, obtención de una mesa, esperas del transporte. "Todo esto es inevitable", dice Amanda, que el sábado pasado montó guardia con su marido —en sendas mesas de una cantina de la Boca— no menos de tres cuartos de hora. ¿Y por qué no fue a la cantina de al lado, que estaba casi vacía? "Por eso mismo: si estaba casi vacía, ¡qué darían de comer!"

Detrás de las soluciones
La mujer casada derrocha regularmente de 45 a 50 minutos cada mañana en trámites que podría realizar más ágilmente si en el mercado, por ejemplo, evitara las horas de mayor aglomeración. Los encuestadores de PRIMERA PLANA obtuvieron las siguientes conclusiones:
•Las 11 de la mañana es el peor momento para ir a las carnicerías, verdulerías y despensas de Buenos Aires; a esa hora, cuando se producen las mayores concentraciones de clientela, "el 80 por ciento de las mujeres aparecen inútilmente bien maquilladas", observaron once comerciantes del barrio de Belgrano. Asimismo, casi todas las entrevistadas confesaron que, por hábito, antes de salir de casa acondicionan la vajilla usada la noche anterior y hacen las camas. A las 11, pues, todas confluyen en carnicerías, verdulerías y despensas.
•El 100 por ciento de los carniceros y almaceneros consultados se declaran inhibidos por la terquedad de las señoras en una afanosa lucha que libran desde hace años: muy pocas (un 15 por ciento) dejan su pedido por escrito, asegurándose la ventaja del envío a domicilio. Un porcentaje semejante hace compras para más de un día. "Nadie tiene una situación económica desahogada, pero tanto da comprar dos bifes que cuatro y evitarse venir al día siguiente", apuntó un carnicero de San Telmo.
•Hay algo que parece estimular a los comerciantes e inducirlos a una mejor atención: que las amas de casa encabecen su lista de compras con lo más costoso, un ardid que sólo emplean escasísimas psicólogas vocacionales. En cambio, nada los irrita más que las señoras se muestren indecisas o que paguen con un billete de" 1.000 una compra de 80 ó 100 pesos.
•No todas las señoras planifican su itinerario antes de salir de compras: tanto se puede comprar pan envasado en la rotisería como café en la panadería. La recorrida puede ser mucho más breve si consiguieran evitar las superposiciones y lograran abastecerse en menor número de comercios. Las mujeres suelen persistir en un principio atávico y antieconómico: su esgrima especulativa en busca de mejores precios. Amanda visita, de tanto en tanto, un supermercado instalado a 25 cuadras de su casa; en compras de 3.000 pesos asegura ahorrarse 300, pero debe regresar en taxi e invertir el doble del tiempo habitual. Estas compras las realiza en día sábado, el de mayor congestión en los supermercados.
PRIMERA PLANA descubrió., además, pautas accesorias. He aquí algunas:
•Entre las 16 y las 18 horas se produce la más grande afluencia de público en las tiendas del centro.
•De 12 y 30 a 14 cabe ubicar el momento ideal para efectuar gestiones en correos, bancos y reparticiones públicas.
•La mayoría de las cantinas de la Boca y del Abasto y restaurantes del centro —excepto los que se manejan con tickets— admiten reservas de mesas hechas telefónicamente.
• Es inútil llegar con demasiado adelanto a la escuela, a la hora de la salida de clases: ningún grado sale antes; en cambio, sí algunos con retraso, Atrapadas por un raro estigma, las mujeres se dejan mecer, bucólicamente, en largas esperas. No está probado que sufran en ellas, como no sea físicamente, cuando deben padecerlas de pie. Acaso para compensar que viven más que el hombre, aceptan, también, esperar mucho más, perder su tiempo útil, a menudo sin reprochárselo. Puede conjeturarse que a los 65 años habrán dilapidado 7 merodeando vidrieras, conversando con vecinas o escalando las morosas colas del mercado. "¡Dios mío! ¡Es escalofriante!", temblequeó Amanda, que a los 32 lleva ya "3 años y pico tirados a los cuatro vientos".
PRIMERA PLANA
3 de noviembre de 1964

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