Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Mar del Plata
XXXIV-EI veraneo en Mar del Plata
La noticia causó desconcierto primero, alarma después y, finalmente, fastidio: la Municipalidad de Mar del Plata había decidido lotear la plaza Colón para enajenarla. Agotadas sus arcas, el ambicioso plan de obras públicas estaba a punto de naufragar y el recurso de vender el paseo, aunque doloroso, prometía el aporte del dinero necesario para salir del trance. "No hay derecho a destruir esta plaza —gruñeron en la Comisión Pro Mar del Plata—, en la que precisamente el esfuerzo persistente de don Ernesto Tornquist demostró con el ejemplo que es posible lograr arboledas junto al mar”.
Sin duda, el cumplimiento de la ordenanza iba a traer pleitos y trastornos porque, como avisaron los vecinos, "no es lícito desafectar de su destino público una plaza sino cuando un interés extraordinario reclama la modificación del trazado de un pueblo o de una ciudad, lo que por cierto no ocurre en ésta”.
Este intento de "parquicidio”, como se denominó el intríngulis, sucedió al final de la década del veinte y nunca llegó a consumarse, aunque el plan de modernizar la ciudad daba margen para discutir si la plaza en cuestión debía ser o no vendida: la necesidad de construir el edificio de la municipalidad, entubar el arroyo Cardalito, erigir, por lo menos, media docena de escuelas primarias y abonar otras obras que finalizadas requerían una inversión aproximada de dos millones de pesos que se obtuvieron después mediante la contratación de un empréstito. El paseo no fue sacrificado y los “propietarios que han comprado frente a ella” conservaron el privilegio de la ubicación y el valor de sus tierras.

EL FIN DEL BARRIO CHINO. Si la plaza Colón pudo ser rescatada para "orgullo de la ciudad”, la picota fue impía con los barracones del mítico barrio Chino marplatense. Es posible que entre sus habitantes no existiera un solo súbdito del Celeste Imperio, aunque algún comercio vendiera chucherías de ese origen. La denominación provenía de cierto parecido en el estilo de las casillas con los arabescos orientales.
Se levantó frente a la plaza Mezquita, que era en aquel entonces el epicentro aristocrático con sus palacetes de espíritu Victoriano y petit chalets propios de la burguesía ascendente. De todas maneras, como defensa contra la erradicación, se arguyó que algunas casillas databan desde casi el nacimiento de la ciudad y que podrían sobrevivir pese a la mugre y a la colonia de ratas que agostaban entre sus maderas que comenzaban a desvencijarse.
El barrio había soportado porfiadamente las intenciones de muchos intendentes que buscaron aniquilarlo y su desaparición ("era el encanto de los turistas”), abrió la instancia del debate entre "chinoístas” y “progresistas”. A principios de noviembre de 1930, Ricardo Vedoya, comisionado municipal impuesto por el gobierno de Uriburu, cortó por lo sano: mandó a demolerlo sin más encuestas sobre su utilidad, belleza o sentido histórico para la explotación del turismo. Vedoya había logrado lo que no pudieron los furiosos temporales del invierno de 1929 que destruyeron las defensas costeras.
Las protestas más violentas, como era de suponer, provinieron de los concesionarios, quienes al final tuvieron que ceder porque la mayoría de los permisos estaban vencidos y los demás, casi todos, tenían en su contra un par de años de mora. "En su lugar, el comisionado
municipal proyecta realizar obras de ornato —rezó la crónica como responso— que no excluirán, por cierto, la utilización de ese tramo de la ribera marplatense con un fin práctico, cual es el de su habilitación como balneario municipal accesible a las clases menos pudientes, con lo que se contribuye a resolver otro problema urgente en el balneario.”

EL LUJO DE VERANEAR. El auge de Mar del Plata incitó a los comerciantes a remontar los precios a un nivel crítico. Comenzando por la vivienda, la tentación fue más allá de lo razonable. Una casa para cuatro personas, tomada en alquiler desde diciembre hasta abril, es decir cinco meses, y a unas diez cuadras de la Bristol, La Perla o Saint James, no podía conseguirse en menos de 1.200 ó 1.500 pesos, incluyendo el uso del moblaje y la vajilla. Vedoya, alarmado por el precio de la carne, instituyó costos topes que impedirían saquear a los turistas. Asestando un golpe a los matarifes privados, creó carnicerías municipales donde los huesos se vendían a 30 centavos el kilo; el puchero de aguja a 45; la falda a 55, igual que el cuadril, y los bifes; el asado y la carnaza a sólo 60 centavos. Con doce puestos de venta el expendio se normalizó y aún más, pudo conseguir que la harina, de la mejor calidad se vendiera a 23 centavos el kilo.
"Una temporada de baños asocia generalmente la idea de una empresa inabordable para quienes no disponen de recursos excepcionales”, consignó una de las tantas crónicas sobre el veraneo. Era justo; el abuso con los turistas parecía ahuyentarlos, sobre todo por parte de los concesionarios de las playas. Por una casucha de “cuatro maderas pestilentes” había que oblar entre 600 y 800 pesos por temporada. El mayor exceso lo constituyó, viciado incluso de constitucionalidad, el peaje que redundó en la creación del bañista furtivo. Ataviado con una salida de baño el veraneante iba desde su hotel hasta la playa, pero un gravamen impuesto por los regentes de los balnearios, autorizados por las autoridades, lo obligaba a pagar cincuenta centavos por el “derecho de tránsito” frente a la playa de la concesión. "Absurdo —vociferó más de un bañista—. Pago impuesto por caminar en una calle pública.”
Vedoya también liquidó la vieja cuestión de peaje derogando cualquier disposición que la reglamentara y además habilitó un balneario municipal de acceso completamente libre. La demolición del barrio Chino posibilitó la gestión del comisionado y entonces, ya en el suelo las casillas, desde plaza Luro se pudo percibir el mar.

LAS PLAYAS Y SUS INCONVENIENTES. "Playa Popular, rosa de balnearios; tumultuosa de vida con su enorme rambla. Tiradas sobre la arena —detalló un documento de la época—, las mujeres más bellas han dejado un recuerdo en esta mitad que empieza en el Torreón y termina en Punta Iglesias. La Perla no será la más importante de nuestras playas, pero ha de ser la primera, siempre, en el afecto de aquellos cuya infancia, hace ya 20 años, ha pasado. Playita arrinconada, sencilla y tímida. Playa Saint James: era un rincón exclusivo de los ingleses; ahora es cosmopolita, la larga curva en que se encuentra Cabo Corrientes y el Torreón es uno de los puntos más pintorescos del balneario. Playa Chica: tiene el encanto de todo lo sencillo dispuesto a orillas del océano. Playa Grande: éste era un lugar, en principio, de privilegio donde había hecho su trenza el apellido; pero el avance impetuoso del nouveaux riche trastornó la armonía familiar de los descendientes directos del Círculo de Armas y del Jockey Club y abrió brecha a la multitud. Playa Tiraboschi: es de las últimas avanzadas balnearias”.
Para los bañistas este rosario de playas tenía sus encantos; era obvio, pero también implicaba ciertas limitaciones. Desde cincuenta años antes una ordenanza de Hilario Rubio, un prefecto monacal, avisaba: "Es prohibido bañarse desnudo; el traje de baño debe cubrir desde el cuello a la rodilla; no podrán bañarse los hombres mezclados con las
damas. Queda prohibido a los hombres acercarse durante el baño de las mujeres, debiendo mantenerse, por lo menos, a treinta metros. Se prohíbe el uso de anteojos de teatro u otros instrumentos de largavista, así como situarse en la orilla cuando se bañen las señoras”.
Un escritor, Enrique Richard Lavalle, por su parte, optó por lanzarse contra esa moralina que, en definitiva, anclaba las posibilidades de comunicación entre los sexos en el veraneo. “En lo tocante a la belleza —escribió—, creo del más lamentable mal gusto eso de andar persiguiendo a las bañistas para que se cubran. Cuando tendidas en la arena, son, sin poesía, la verdad pura y llana; portentosas sirenas dignas de la admiración más rendida y entusiasta.”
La vida en la playa con la esperanza de cuota de sol, yodo y salitre, “que inmuniza para todo el invierno”, era suficiente para azuzar la imaginación de los turistas. Un lector, escandalizado de las ingenuas liviandades, anatematizó desde el diario marplatense La Capital: “Algo más voy a decir sobre la inmoralidad en las playas. Sería aceptable que los turistas se trasladen en traje de baño, con la correspondiente salida, pero en vehículo, y si lo hacen a pie debe ser con las precauciones necesarias para no mostrar lo que debe ocultarse. No digo que se ofenda a la moral sino también al buen gusto. Esos hombres de piernas peludas, con el cabello revuelto y las marcas de los cuellos matizados con algunos granos... no es nada hermoso de observar. En cuanto a las damas, lo dicho. Várices, moretones, vellos arrancados, coloretes corridos, caras blancas con brazos y torsos negros. No es lo que más atrae; lo que ocurre en las playas es vergonzoso. Si las autoridades no toman medidas, las tomará el público”.
Pero no fue el público quien tomó la determinación de moralizar la playa, si no el propio gobierno de la provincia de Buenos Aires por medio del expediente C-26/1936, lanzado desde el Ministerio de Obras Públicas, mediante el cual se fijaron las horas de baño entre las 8 de la mañana y la una de la tarde, con un paréntesis para el almuerzo y la siesta, que serviría para reanudar la actividad veraniega desde las tres y media hasta cuatro horas más tarde, con la prohibición expresa y terminante de permanecer en el agua una vez retirada la bandera de seguridad. Preservando la vida de los visitantes, las playas fueron marcadas "por medio de postes de hierro, colocados mar adentro hasta la profundidad de dos metros en marea ordinaria”.
Traspasar esa marca significaría, por parte de los aventureros, dar parte al guardavida de que iba s ser franqueada. Para ellos existía un anuncio clave que exigía "no exceder el límite recorrido por la lancha de salvataje”. Todos, sin excepción, debían observar una pulida corrección en el lenguaje y los modales. "La playa significa admitir de todo. Hay que educar a la gente para que sepa comportarse en ella”, postuló una dama añosa que ni siquiera había ensayado calzarse una malla “de los pies hasta el cuello”.
Los infecto-contagiosos estaban descartados para siempre de un salutífero baño ("las aguas tienen un límite de tolerancia para las bacterias”, aseguró un técnico), y menos aún aquellos que pudieran provocar "repulsión o desagrado en los demás bañistas”. El artículo 7º del reglamento, promocionado por la Acción Católica Argentina, era tremendo en cuanto a la vestimenta. "Queda terminantemente prohibido el uso de taparrabos dentro o fuera del agua”. Bajarse la malla podía constituirse, de hecho, en pecado mortal, aunque el sol ("que violenta la pureza de la piel”) otorgara absoluciones para la salud. La confección de la malla era un motivo de preocupación oficial: debía ser de "lana o de algodón, de tejido cerrado y que por su confección no ofenda la moral y las buenas costumbres”. Los baños de sol fueron reglamentados con espíritu de claustro y quedaron prohibidos cuando "se adopten posturas inconvenientes y/o provocativas”. Jugar al fútbol en la arena era detestable, condenatorio, igual que el uso de deslizadores "o cualquier otro deporte que represente un peligro para el público”. "La ruleta hace un mal mucho más grave y nadie la prohíbe”, acotó un centro-delantero frustrado. Las multas, aplicadas sin contemplación a los infractores, de 1 a 100 pesos, debían abonarse con la mayor premura, so pena de no pisar la playa, en la administración de la rambla Bristol.

HOTELES PARA RECORDAR. Para los que volcaron su ocio veraniego en Mar del Plata en los años treinta, el hotel Bristol fue y es un recuerdo imborrable. Inaugurado en 1888, en el predio comprendido por las calles San Martín, Entre Ríos, Rivadavia y Corrientes, llegó a extenderse, mediante sucesivas ampliaciones a tres manzanas unidas entre sí por un túnel. Sus 515 habitaciones fueron ocupadas, año tras año, por lo más exclusivo de la aristocracia porteña. Sus servicios atendieron puntualmente desde las exigencias gastronómicas hasta la ruleta. En la galería Bristol (actualmente en demolición) estaban ubicados el comedor, apto para un banquete de 600 personas, la sala de juego en una planta inferior, la cocina y luego la planta motriz que daba iluminación al complejo.
Con respecto a la ruleta en Mar del Plata, el juego se practicó desde casi principios de siglo, pero en 1926 el gobierno dispuso la clausura de los locales que albergaban el "diabólico juego”, según una frase temerosa. Con la suspensión, el comercio y la hotelería descendieron a niveles peligrosos; sin el atractivo del azar, Mar del Plata podía quedar reducido a un lugar de veraneo aburrido. Así fue como nació La Acción Colectiva con el fin de promover el turismo. Unida con la Acción de Progreso y el Ferrocarril del Sud, concibieron la oferta combinada de pasaje y alojamiento. Pero en 1931 las salas de juego se reabrieron por una disposición de las autoridades de la revolución del 6 de septiembre "siempre que el producto íntegro de la ruleta se aplicara a realizar obras de emergencia necesarias para la vida del balneario". Resuelta la reapertura de los casinos, dos centros principales acapararon la atención: el club Pueyrredón y el club Mar del Plata.
De todas maneras, la idea del pasaje combinado dio sus frutos: ida y vuelta en todos los trenes diurnos o nocturnos (por supuesto que sin cama), incluso los rápidos, con hospedaje y pensión completos (almuerzo, merienda y cena) costaba, en el Bristol, por tres días, 65 pesos y 145 por ocho días. Claro que también los había de otras categorías, como por ejemplo el Regina, el Nogaró o el Royal, los cuales, con boleto combinado y por la misma cantidad de días, alcanzaba a la suma de 54 y 114, respectivamente. En tercera categoría los hoteles de mayor renombre fueron el Conte, Des Families, España y Scafidi, que podían solventarse con $ 17 diarios, y finalmente otros como el América, o el Buenos Aires, proponían apenas una cuota diaria de doce pesos.

LA CIUDAD CON FUTURO. Orgullosa, una guía de Mar del Plata de 1931 informaba: "Nuestra ciudad cuenta hoy con toda clase de medios de movilidad; tiene tranvía eléctrico con un excelente servicio en sus calles principales y hacia el Golf Club y el Puerto. También un nutrido número de canastitas tiradas por caballos, ideales para recorrer la ciudad y admirar sus bellezas”.
El trasportarse desde Buenos Aires hasta Mar del Plata en aquellos años requería los preparativos de un mes. Los que se arriesgaban a recorrer los
404 kilómetros de tierra en automóvil debían prever una demora de aproximadamente 9 a 10 horas de marcha, primero hasta Dolores y luego por la ruta de la costa.
Los veraneantes de la temporada 1930-1931 no abandonaron necesariamente las distracciones y comodidades de Buenos Aires, como el cine. En el Belgrano, que exhibía Su buena estrella, con Janet Gaynor, se anunciaba simultáneamente la próxima inauguración de los equipos movietone y vitaphone, es decir, el cine sonoro. En el Regina y Avenida, el verano fue pródigo en estrenos; entre ellos Siete caras, con Paúl Muni y Marguerite Churchill, un interminable drama en siete actos. Greta Garbo, en proyección muda, fue admirada por sus adictos en Ana Karenina, como Mary Pickford en Coqueta, y Maurice Chevallier en La canción de París.
La vida calma del veraneo se veía a ratos agitada por alguna cena o baile que acababa al amanecer. El 5 de febrero de 1930 toda la colonia se volcó a la fiesta, que con fines de caridad organizó el Golf Club con motivo de la inauguración de sus links. También había otras distracciones cuando los baños de mar y la ruleta no satisfacían del todo: los conciertos en la rambla, que fueron célebres por las actuaciones del coro del teatro Colón y la banda municipal de Buenos Aires.
Ir de compras era una tarea cotidiana aunque la temporada estaba prevista con la provisión de un buen surtido. En la sucursal marplatense de Gath & Chaves los turistas podían adquirir trajes de baño de jersey "muy prácticos para la natación”, desde 5,50 pesos, y en la versión masculina, “modelo Olimpia”, también en jersey de lana, camiseta blanca y pantalón azul, desde 11,80. En otro orden la ondulación permanente del cabello causaba sensación y Casa Leg o la peluquería Femina ofrecían trasformar una cabeza con una obra admirable por sólo 10 pesos.
La ciudad crece. En los primeros años de la década del treinta ya es el lugar obligado de veraneo. Argentino Díaz González publicó en La Capital, el 11 de enero de 1931, Mar del Plata, la Biarritz argentina, en la cual describe las "frondosas arboledas, los chalets señoriales perceptibles a la distancia, los jardines, plazas y paseos; el asfalto es total en sus arterias, los cuidados caminos adyacentes y el costanero (notable obra de ingeniería que honra a la comuna), los acantilados y el puerto, las líneas tranviarias y de ómnibus, el nutrido tráfico de coches lujosos y, por otra parte, las selectas reuniones sociales de la temporada de diversos salones, los balnearios familiares y populares, los juegos, el movimiento de bares y hoteles, etcétera, dan a Mar del Plata un aspecto de gran urbe dotada de todos los adelantos y atractivos de la vida moderna, lo que importa reconocer un progreso magistral en esta alejada zona de la provincia... Ciudad sana por excelencia”.
Desde el escenario del Splendid Theatre, el ingeniero Della Paolera también pontificó sobre el futuro de la ciudad: "En los últimos años se ha puesto en evidencia que la capacidad de las playas marplatenses que se extendían entre el puerto y La Perla es insuficiente. Mar del Plata, estimamos, debe ser distinta de Buenos Aires; sostenemos también que el ambiente de la ciudad balnearia debe impregnarse de la misma sofisticación de los que vienen a descansar en medio de bellezas naturales. Tratemos de dar un amplio desmentido a Keyserling, quien dijo que éramos un pueblo triste. Para esto hay que organizar fiestas en la calle y toda clase de competencias, hacer oír mucha y buena música y sonreír a los acontecimientos. Esta ciudad futura debe prestar gran atención al desarrollo de los deportes y de sus instalaciones. Se puede hacer llegar agua a las piletas sencillas rodeadas de arena, de vistosos toldos y vegetación. Estas piletas deben ubicarse y repartirse por todos los barrios, hasta los más lejanos y modestos, de la futura ciudad jardín”,

EL INCENDIO Y SUS CONSECUENCIAS. La Perla tenía acreditada su fama como una de las mejores playas de Mar del Plata y la que ofrecía mayores ventajas para los turistas que iban a residir en la zona suburbana de la ciudad. En un tiempo, para preservarla, se la quiso bloquear con impuestos nada accesibles para el turismo. Disponía de una humilde rambla de madera que fue reemplazada, a partir de 1930, por una de material para adecuarla al intenso ajetreo de los visitantes, aunque el vetusto caserío que la bordeaba hacía recordar a los barracones del barrio Chino. Pero el 12 de abril de 1934, a la madrugada, un incendio redujo a cenizas las casillas. "Ante todo es preciso decir —señaló La Nación— que se ha cumplido lo previsto y señalado a las autoridades repetidamente. Todas esas construcciones de madera levantadas junto a la playa, y destinadas a vivienda en su mayor parte, han constituido siempre un serio peligro desde el punto de vista de la seguridad y la higiene, concurriendo a hacerlas más indeseables su aspecto antiestético, que daba a la zona del balneario una desagradable apariencia de barracón, no alcanzado por los progresos del primer centro de turismo argentino.” Para muchos el fuego había llenado una función olvidada por las autoridades, lo que daba un buen margen para futuras construcciones. Las llamas se iniciaron en el café de la casilla 28, que existía en uno de los costados de la entrada principal de la rambla. Las lenguas de fuego, alargadas por el viento, crecieron con rapidez, dando apenas tiempo para que los bomberos evitaran la destrucción de las obras que se realizaban en La Perla, pero no pudieron impedir, sin embargo, que el hotel de Carboni fuera arrasado, así como también la pileta de natación del balneario San Sebastián.
El siniestro despertó curiosidad y sospechas. "La gente, en sus comentarios, se resiste a creer que el origen del incendio se deba, como se ha dicho, a un corto circuito. Para ello se renueva el recuerdo de la vieja rambla Bristol de madera, destruida también por el fuego por causas que los vecinos de entonces —informó una crónica— siempre han explicado y explican con una sonrisa picaresca.” Uno de los testigos y a la vez concesionario de una de las casillas expresó: “He oído algunos comentarios que dan a entender la posibilidad de un hecho criminal, aunque todo está dentro de lo probable. No creo que a los concesionarios nos conviniera perder en esa forma los locales, de los que se sacaba una renta razonable.”
Las pérdidas fueron evaluadas en 600 mil pesos y en 3.500 metros cuadrados la superficie devorada por el fuego. Para el administrador de la rambla, Antonio Forgnione, había llegado el momento de construir un hermoso balneario en la zona norte de la ciudad, es decir, "dotar a La Perla, dado el extraordinario desenvolvimiento que experimenta una temporada tras otra, de un balneario sin olvidar los principios de estética”.

ESCANDALO EN EL CLUB. La temporada de 1934 dio motivos para recordar cientos de anécdotas referidas a La Perla, paseo preferido de artistas y políticos. Para los más exigentes no tuvo mayor importancia salvo el recuerdo de "aquella época”, en que se podían fotografiar en compañía de dos camellos que ponían una nota insólita en los días de verano.
Para despuntar el ocio estaban los exclusivos clubes Mar del Plata, Pigeon y Golf. El primero, fundado en 1907 por iniciativa de Adolfo E. Dávila, fue un símbolo durante medio siglo. "Construido a todo costo y de un estilo serio y elegante”, sus cuatro pisos encerraban un moblaje que en 1910 significaron una erogación de 200 mil pesos. Destruidos por un incendio en 1961, albergó a la más exigente aristocracia veraneante y constituyó uno de los centros de juego más importantes del país. Roberto O. Cova, historiador y arquitecto, explicó a Panorama que “era el ejemplo típico de la arquitectura afrancesada, suntuosa y obsoleta, pero abarcaba las más francas ponderaciones de sus asociados, que lo consideraron como el único edificio, aparte del Bristol, construido como corresponde. Su mayor atractivo era una descomunal escalera, de planta arriñonada, construida en mármol y con baranda de bronce. Esta especie de elicoide atravesaba verticalmente todo el edificio, permitiendo visualizar todas las plantas del mismo”.
No era solamente el club el único sitio exclusivo; todo el balneario tendía a ser preservado para una élite, ocultarlo de las esperanzadas miradas de los pequeños burgueses que desde Buenos Aires añoraban una temporada de descanso en Mar del Plata. Un cronista local en Apuntes de un observador se lamentaba: “Antes, el club Mar del Plata era sinónimo de cultura, de buen trato y selección social. Hoy, en cambio, en sus salones se congrega un heterogéneo conjunto en el que predominan detestables elementos. Noches pasadas se reunieron al azar en una misma mesa de juego una señora y su mucama. Por ironía de las cosas, la dama perdía, mientras la fámula ganaba. La señora protestó indignada contra la repentina intromisión, según ella, de costumbres tan excesivamente democráticas. Igual acontece con muchos mozos de comedor, cocheros y demás servidumbre, que a veces suelen encontrarse con sus patrones en las mesas de la ruleta en democrática causerie".
También el club supo del escándalo que en marzo de 1932 produjo un soponcio a sus asociados. El hecho fue denunciado por La Capital, y era nada menos que la irregularidad en el manejo de la banca. “La empresa Batistti —decía— ha cometido la torpeza de desconfiar en forma ostensible y vejativa de la honradez tradicional de los empleados de la ruleta marplatense. Verdaderas brigadas de inspectores y jefes traídos de afuera, con un haber nebuloso acumulado en pretéritas y turbias actividades, se dedican a vigilar y controlar la honestidad de los empleados locales, hasta el extremo de que esta acción vejatoria y deprimente motivara respetuosas respuestas de los interesados.” En otra edición el diario renovó el ataque:
"El jefe de personal ha conseguido lo que se proponía: desalojar a los empleados locales que le hacían sombra, para poder operar libremente en los últimos días. Pero lo que parece ignorar candorosamente la firma Batistti es que el verdadero amoral, el escamoteador maravilloso, es el mismo Sandessa, secundado por una falange de cofrades, muchos extranjeros y forasteros todos. Sandessa ha operado fructíferamente durante toda la temporada, pero aún se muestra quejoso de su labor. La comedia puede resultar más hilarante. Batistti se queja con amargura de su lugarteniente Sandessa, de la misteriosa desaparición de 150 mil pesos en fichas, y Sandessa aconseja despedir a todos los empleados locales, únicos sospechosos del desequilibrio. Batistti accede, todo compungido, y Sandessa se frota satisfecho las manos que otrora clavetearon ataúdes. El sepulturero de oficio tirará el último golpe de pala durante los últimos días y sepultará en el hueco de su bolsa las pilas de fichas que le faltan para completar los 200 mil pesos”.

LAS HORAS Y LOS DIAS. El “turbio manejo de la ruleta del club Mar del Plata" fue olvidado al poco tiempo. Ese año, como otros, la ciudad se preparó para divertirse con el Carnaval. Pese a que eran criticados, los corsos llegaron a ser estupendos. En los primeros años se realizaban a lo largo de la calle Rivadavia, pero luego fue trasladado a San Martín, desde San Luis hasta la rambla y en algunas ocasiones arrancó desde Independencia. Muchos todavía los recuerdan como un "acontecimiento único e irreproducible”. Mazzaci, un artista de la época, se especializó, durante años, en la creación de carrozas, que eran recibidas con entusiasmo, como aquella en forma de submarino que hasta hoy se recuerda.
En 1933 la ciudad festejó el 599 aniversario de su fundación. "Mar del Plata es un penacho magnífico del progreso argentino; me agrada, singularmente, por sus condiciones naturales de clima y topografía”, explicó Federico Martínez de Hoz, gobernador de la provincia de Buenos, y el vicegobernador, Raúl Díaz, aumentó el elogio: "Dentro de su carácter de balneario, es un emporio de magnificencia. Ricardo Rojas autorizó la publicación de su poema Las alas, y Alfredo Palacios preguntó: “¿Hay muchos trabajadores desocupados en Mar del Plata en esta hora de angustia por la que atraviesa el país?”
En su desarrollo, la ciudad fue perdiendo el empaque de su gente y las costumbres se volvieron más propias de una gran urbe que de una aldea provinciana. “Así como del norte avanzan, a la manera de grandes oleajes, las mangas de langostas, de Buenos Aires arrancan grandes migraciones del las modas y del snobismo —protestó La Capital el 15 de enero de 1933—. Hace un año tuvimos la epidemia del golf en miniatura. Este año, dicen los entendidos, tendremos la manía del yo-yo. Este es un invento del no hacer nada y el de no pensar. Este es el juguete ideal para cierta clase de gente que se atribuye el dolor de cabeza a la existencia del cerebro y que no leen una novela por temor a cierto daño denominado surmenage. ¡Oh el surmenage! Y así como los hay derivados de la inteligencia, con el yo-yo tendremos una especie de surmenage al revés, proveniente de la estupidez.” Cuatro días más tarde las iras del diario se confirmaron cuando una multitud se apretujó en Gath & Chaves para contemplar a Regal Concepción, un filipino diestro en el manejo del inocente adminículo. El yo-yo se entronizó como juguete de esa temporada; grandes y chicos, en la playa o en cualquier sitio, adoptaron la práctica de “esa madera circular que atonta y desconcierta”.

LOS NUEVOS AÑOS. A partir de 1930 Mar del Plata modificó constantemente su índice de crecimiento, sobre todo en el último lustro de la década. Las obras públicas abrieron la posibilidad de recibir oleadas turísticas cada vez más importantes. Los 60 mil visitantes de 1932 se tradujeron en 120 mil cuatro años más tarde. “El veraneo se ha trasformado en un hábito nacional”, fue el comentario cuando en 1934 viajaron al balneario 165 mil almas, tanto en ferrocarril como en automóvil, que despertó la ilusión de construir un hotel inmenso, con un millar de camas.
La cifra se agigantó en 1938, después de habilitarse la ruta 2 en el tramo entre Dolores y Mar del Plata. Año triste también por el suicidio de Alfonsina Storni en las aguas encrespadas de La Perla. La muerte de la poetisa fue un amargo recuerdo a lo largo de la temporada, la misma en que bajo la dirección de Alejandro Bustillo se dio comienzo a las obras de urbanización de la playa Bristol, sobre la que el Casino quedó habilitado el 22 de diciembre de 1939, al año y cuatro meses de iniciada su construcción. La antigua rambla sobrevivió hasta febrero de 1940 demolida para dolor de los marplatenses. "Con ella se va un pedazo del alma contemporánea argentina —dijo con tristeza La Capital—; su recuerdo mantenía vivo el eco de tantos triunfos obtenidos por nuestra sociabilidad y cultura colectiva.”
La década del 40 operó la trasformación total de la ciudad casi familiar de diez años antes. "Los barracones de los balnearios tenían su encanto, ¿no es verdad?”, comentaron cuando la dinamita hizo añicos la rambla de la Bristol. Quedó en cambio como consuelo de aquella Mar del Plata un poema de Raúl Peña Mistral, que imponía: "¡Oh, ciudad bendita. Si algún día un tirano / viniese tu alma de nardo a enturbiar, / escúpele el rostro, o con férrea mano / arrástratelo en la arena, junto al bravo océano! / ¡Nunca la canalla sabrá gobernar!"
Carlos Russo - Kado Kostzer
Revista Panorama
09.02.1971
Mar del Plata
Mar del Plata

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