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Salta: El baile de las doncellas "He dejado de ser una guagua; ahora ya soy grande”, dijo mientras sumergía sus uñas en agua jabonosa Estela María La Negra Quintana Tamayo. Cinco horas después bailaba el vals de presentación, junto a otras 14 niñas salteñas, en el Club 20 de Febrero, el más antiguo del país y acaso uno de los más prestigiosos. Según la leyenda, el 20 de febrero de 1813 Manuel Belgrano concurrió —después de derrotar a los españoles— a un baile de gala en el que participaron vencedores y vencidos. Se realizó en los suntuosos salones de Francisco de Gurruchaga. En 1857 el general Rudecindo de Alvarado fundó el Club 20. Desde entonces, los salteños aprovechan la ocasión para exhibir a las chicas que acaban de cumplir 18 años. "Ha estado siempre —escribe cada vez la cronista social del diario Norte, María Rosa Guerrero—, y sigue estando allí la mujer salteña, alto exponente de cultura y belleza, vistiendo sus mejores galas, luciendo las mismas joyas que quizás sus bellísimas abuelas llevaron en aquel primer baile de 1813. El desfile de bellas jovencitas con su blanco atavío de debutantes, las espirituales damas y dignas matronas, constituye un espectáculo inusual en esta época, y que nos remonta a los principescos saraos de antaño, en que bridaron mujeres de la historia, con Carmencita Puch (a quien Rondeau llamara Carmen, la divina) y otras muchas que pasaron como heroínas cubiertas de gloria.” Interrumpido durante la época peronista, este rito de iniciación se cumple, con lujosa puntualidad, todos los años. Sin embargo, algunos comentarios irónicos o tímidos lamentos caracterizan al baile de este año como un paso entre dos épocas. El viejo Club 20 ha perdido, aparentemente, su condición de exclusivo, el gran baile de gala nunca estuvo menos concurrido y, sobre todo, ya no significa, para las niñas salteñas, el comienzo de su vida social. EL REINO. Durante el siglo pasado el Club ocupó la residencia colonial de la Compañía de Jesús. Hacia 1911 una comisión que lideraba Robustíano Patrón Costas lanzó la idea —presurosamente acogida por la corte salteña— de constituir una sociedad anónima. Se llamó Sociedad Anónima Constructora del Nuevo Club 20. Por supuesto, estaba compuesta por los apellidos más famosos de Salta. En seguida los socios donaron sus acciones y, con ese tesoro, un arquitecto de la Gran Familia Salteña, Luis Cornejo, construyó un edificio de estilo francés, lleno de columnas y espejos. Hasta que, en 1946, fue tocado por la varita expropiadora del gobierno peronista, los ilustres salteños no se ahorraron saraos. Sentados en sus sillones del siglo XVII español, añoran ahora lánguidamente las comidas y los músicos franceses que solían saturar sus noches. "En aquella época —cuenta Emma Solá de Solá, nieta de Manuel Solá, el jefe de la Liga del Norte contra Rosas— los vestidos eran traídos de Europa y comenzábamos a preparamos para los bailes un mes antes. Los programas para conciertos y festejos eran impresos en raso, con flecos azules y ribetes de oro.” Cuando fue expropiado el edificio de la calle Mitre —en el que ahora funciona la Casa de Gobierno— los socios se mudaron, con sus iras a cuestas, a una mansión ubicada en la calle España, cerca de donde se levantaba la legendaria sede. Perón decretó, entonces, su disolución y le retiró la personería jurídica. Los ilustres salteños se replegaron a un escondido salón del hotel Salta y, alguna vez, lucieron sus fracs en la mansión de los Michel Torino. Cuando fueron rematados los muebles que poblaban el afrancesado edificio, sus socios se ingeniaron para comprar algunos y, en espera de la redención, completaron con ellos su propio mobiliario. En 1957 Pedro Eugenio Aramburu les ofrendó una cuantiosa indemnización. Le compraron, entonces, a Carlos Durand —hermano del gobernador peronista Ricardo Durand— una extraña casona de apócrifo estilo colonial. Pagaron por ella 3 millones quinientos mil pesos. Tiene innúmeros pequeños salones ocupados hasta la madrugada por jugadores de truco y póquer. En el subsuelo, una boite decorada con mayólica Española funciona como un sutil anzuelo: “Traemos aquí a nuestros jóvenes para que no vayan a lugares más peligrosos”, contó un miembro de la comisión directiva. Mientras vivió allí Carlos Durand, la sala era una exclusiva diversión de su hija María. También en el subsuelo, un microcine mohoso y vacío, decorado con pinturas ingenuas, permanece inactivo. El enorme salón casi desnudo que es alquilado, desde hace poco tiempo, para casamientos, bautismos y demás acontecimientos domésticos, es una construcción reciente. LOS PRÍNCIPES. "Dicen que no estamos integrados al país, que vivimos en el pasado y constituimos una sociedad cerrada. Eso no es cierto”, aseguró Fernando Pajarito Ortiz, vicepresidente de la comisión directiva. Esgrimió, en seguida, algunos cuantitativos argumentos: "Tenemos más de 900 socios, y para serlo sólo bastan 800 pesos la primera vez y 25 por mes”. Mientras encogía su alta figura, Ortiz agregó: "Lo que sucede es que, en este país, es necesario crear slogans. Conviene, políticamente, que el Club 20 aparezca como reaccionario. Alguna vez se nos llamó El club de los 20”. A su lado, un joven abogado con mucho tiempo libre, Florentín Cornejo Figueroa, se delató: "Además, no somos los únicos. Cada grupo tiene su lugar de reunión. El Círculo de Armas, por ejemplo, es mucho más exclusivo. Es el club más macanudo y allí está la gente más macanuda, pero es imposible entrar. Porque yo sea socio del Club 20 no me van a dar paso en seguida”. Mientras Cornejo Figueroa y Gustavo López Campo, otro integrante de la comisión, debatían si había sido Rondeau o Castelli quien se había escapado, una noche turbulenta, de algún cuartel salterio, Pajarito Ortiz continuó: “Nosotros no tenemos nada que ver con el baile de presentación. Al contrario, nos ocasiona una molestia. Son los padres que aprovechan este día para presentar en sociedad a sus hijas. Esta fecha es, para nosotros, la conmemoración de la batalla de Salta”. Católicos y casi monárquicos, no dudan en defender a Manuel Belgrano como el verdadero prócer argentino. Gracias a él los salteños habrían aceptado una revolución que, por encima de otros ideales, se les presentaba como atea y malhablada. LA DONCELLA QUE QUERIA VIVIR. Si bien son necesarios nada más que 800 pesos para ser socio del Club 20, hace falta, también, pertenecer al sexo masculino. Hasta hace algunos años las señoras e hijas de socios sólo podían aparecer la noche de gala. Ahora les está permitido transitar por los salones de la planta baja, pero nunca con aire demasiado triunfal. “Hacemos esto para reivindicar el respeto a la mujer —aclaró López Campo—: es absurdo que anden acá como por su casa.” Como recompensa, el 20 de febrero es pomposamente abierta la alta puerta de entrada y, además, el bar, último reducto de un viejo sueño: el típico club inglés para hombres. La confitería del hotel Salta acoge, en la esquina más populosa de la ciudad, desde las 7 de la tarde, a la mayoría de los jóvenes. Casi todos están en condiciones de exhibir apellidos prestigiosos: Cornejo, Usandivaras, Uriburu, Figueroa, Solá. Junto a ellos, sin embargo, aparecen innúmeros compañeros que, en general, constituyen la primera o segunda generación de inmigrantes. Los iguala un espeso maquillaje, largas cabeceras y ropa multicolor. Cerca del 20 de febrero, tal vez los separe cierta inquietud. El mundo salteño se divide, por algún momento, entre las chicas que bailarán esa noche con sus papás y las que, por distintos motivos, no podrán hacerlo. Los 15 apellidos que incluyó la lista de este año sugiere comentarios disímiles pero, sobre todo, la comprobación de cierto inocente gatopardismo: María Eugenia Solá Usandivaras, Clara Mercedes Amarás Isasmendi, Fraces Casas, Mercedes Aráoz Rauch, Graciela Carlsen Vidal, Claudia Matassi, Lía Susana Ibáñez Plaza, Mercedes Anchezar Arana, Elena Dubois Fleming, Patricia Pogacnik, Cecilia Patrón Giménez Zapiola, Estela Quintana Tamayo, Patricia María Sosa Antonieti y Marta Farizano Cadazzi. “Esto es absurdo —declaró, en un ataque de indignación largamente contenido, María Rosa Guerrero, la inefable cronista social—. ¡Qué cantidad de hijas de italianos recién venidos! Es una barbaridad. Todo porque hicieron un poco de plata.” Más tarde ocultaría su ira con adjetivos esplendorosos. Acostumbrada a la diaria convivencia con los “apellidos italianos”, la última generación de salteños prestigiosos apenas se inquieta por la invasión de la clase media. “Todos somos iguales —dijo María Eugenia Solá Usandivaras—. A -las familias que no son tradicionales las hemos aceptado perfectamente.” Como casi todas las niñas de su edad, María Eugenia vive sus tardes en la confitería del hotel, apenas mira televisión y no recuerda los títulos del par de libros que leyó. También, claro, lloró con Love Story. "Está bien filmada, pero el fondo es malo. Soy católica, y creo que el acto sexual debe ser posterior al matrimonio.” Pero —al revés de sus amigas— va al cine con frecuencia. Vio cinco veces Sabrina y ninguna actriz le parece más dulce que Audrey Hepburn. La noche del baile, con un plisado vestido de gasa e ingenuas margaritas, logró parecérsele. Aunque los chicos salteños comienzan, como todos los adolescentes de la sociedad contemporánea, su actividad cerca de los 13 años y, por momentos, conceden que un baile de gala es demasiado formal, la experiencia los fascina: "Después del baile del 20 sos grande. Toda la vida oímos hablar de él como de algo importante. Y lo es”. MEJOR SALTEÑO EN MANO. A las 11 y media una fila de curiosos saludaba —con aplausos y gritos elogiosos— a los elegantes que, como en una fantasía cíclica digna de Bioy Casares, ingresan, como todos los años, al gran sarao. A las 12 cantaron, enfundados en sus smokings y largos atuendos, el Himno Nacional. Mientras una nube de curiosos espiaba tras las rejas, las 15 niñas bailaron el vals, largo y freudiano. Como la leyenda asegura que, hace 159 años, Manuel Belgrano festejó su batalla desde las 12 de la noche hasta las 8 de la mañana, los más fervorosos encadenan sus whiskies hasta esa hora. Durante la velada alternaron una orquesta típica y dos conjuntos que tocan una tibia mezcla de rock y twist. Las dos comidas fueron verdadera suntuosidad de la noche. A las 12, Vol au vent de mejillones, blanco de pavita a la americana, tortas y helados; a las 4, arroz al curry con pollo. Durante las ocho horas se repitió un único comentario: “Nunca hubo menos entusiasmo y, sobre todo, menos gente”. Mientras algunos suponían que di motivo era una casual superposición con las fiestas de Carnaval, otros no dudaron en admitir que la carestía de la vida también puede perturbar los bolsillos de la alta sociedad salteña. Aunque la tarjeta cuesta 50 pesos para el socio, 25 para las señoras y 100 para los invitados, la asistencia de toda una familia bordea el cuarto de millón. Otros se atrevieron a nombrar un nuevo diablo: el terrorismo. Uno de los espejos del salón exhibe las huellas de una bomba. “Yo les advertí —dijo Solá de Solá— que lo construyeran más protegido.” Las niñas tienen una explicación menos complicada. Desde hace algunos años ninguna chica puede asistir al baile del 20 si no es previamente invitada por un varón decoroso. Como su número —o su entusiasmo— escasea, a veces no tienen tiempo para preparar sus trajes o, con mayor frecuencia, pasan los 18 años sin vals de gala. “Yo no sé cómo pueden divertirse —dijo Emma Solá de Solá—; tienen que aguantarse al mismo muchacho toda la noche, y todo por no arriesgarse a la planchada. En mi época bailábamos con el carnet. Era comodísimo.” También Elena Dousset de Guerrero (87) se muestra desconcertada: “Esto no es baile de gala. Ya no hay suntuosidad. Cuando yo tenía 18 años dejábamos a las madres en la cochera —una habitación alejada de la pista— y nosotras bailábamos con quien queríamos. Eso sí, no se filtraba nadie. Sólo había gente distinguida”. Ana Basualdo PANORAMA, FEBRERO 29, 1972 |
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