Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

golpe de estado
6 de septiembre de 1930: El principio del “Facto”
Amanecer del 6 de septiembre de 1930. Hipólito Yrigoyen, afiebrado, lucha por conciliar el sueño que necesita. En la penumbra del dormitorio de la calle Brasil 1043 su cama de barrotes blancos, la mesa de luz y dos sillas con respaldo calado arrojan sus sombras contra las paredes encaladas, tristes. La estancia bien podría ser la de un fraile asceta antes que la del presidente de la República. El está muy lejos de pensar que será la última noche que descanse allí, porque quince horas más tarde el rencor de sus enemigos reducirá todo a ceniza y escombros.
Quizá se había abandonado a su propia suerte y alejado del epicentro del drama. Pero era el principal actor y la víctima de los sucesos que comenzaron a desencadenarse en las primeras horas de esa madrugada. Una semana antes el general Luis Dellepiane, su ministro de Guerra, le había advertido sobre el inminente estallido de una revolución, además de asegurarle que contaba con los medios necesarios para sofocarla. Pero Yrigoyen se negó a creer que ésta existiera y que el general José Félix Uriburu, su amigo de 1890, su camarada del Parque de Artillería, fuera el jefe de la sedición.

LOS TESTIGOS. Cada hora de ese 6 de septiembre ha sido registrada con minuciosidad —a través de cuatro décadas— por los historiadores. Los aspectos formales de la victoria, descontando el anecdotario que aún reverdece en
los memoriosos, atesora pocos secretos. La marcha del Colegio Militar, la adhesión que recogieron a su paso, el tiroteo de la plaza Congreso, la absurda inactividad del gobierno, están inscriptos con diferencia de matices en todos los manuales de historia.
Otro capítulo, el de los testimonios, hasta el presente ha sido casi agotado, entre otros, por José B. Abalos, ministro de Agricultura de Yrigoyen; Matías Sánchez Sorondo, Francisco Ratto, Federico Pinedo, Juan E. Canillas, el general Francisco Reynolds, Diego Abadad de Santillán y Roberto Giusti, sin contar el impecable registro que el general José María Sarobe dejó en sus Memorias sobre la revolución del 6 de septiembre y el preciso opúsculo del entonces capitán Juan Domingo Perón sobre la preparación y ejecución del movimiento armado.
En 1970 Roberto Etchepareborda, en el tomo 8 de Investigaciones y Ensayos editado por la Academia Nacional de la Historia, auscultó la vertiente virgen de todo el proceso previo en la información confidencial que el entonces embajador norteamericano en la Argentina, Robert Woods Bliss, suministró a su gobierno. En tino de sus envíos de 1928 Bliss acotaba: “La psicología de los argentinos es de una naturaleza tan particular, poco comprendida por los Estados Unidos, que un acto normal, justificado en cualquier parte, produce aquí las reacciones más desfavorables”. A fines del 29, más acercado a las fuentes oficiales, detalló: “Los antagonismos políticos y personales dentro del gabinete adquieren un carácter tal qué permiten expresiones y opiniones, en conversaciones privadas, que se asemejan mucho a la traición".
Etchepareborda trascribe también su hallazgo en el testimonio de Francisco Ratto, que abre una veta sugestiva: "Su herencia política (la de Yrigoyen) —consigna— la disputaban todos los presuntos herederos, entre los cuales debemos mencionar dos hombres por los cuales Yrigoyen sentía verdadera debilidad: Elpidio González y Horacio Oyhanarte; dos hombres, dos tendencias en marcha hacia el apoderamiento de la apetecida sucesión. Pero en estos intentos el que más avanzó fue González, que es, a mi juicio, el verdadero traidor”. En las revelaciones de Ratto, como en la de muchos otros, queda al descubierto la lucha por el poder a espaldas del presidente que, de alguna manera, produjo la desarticulación interna del radicalismo personalista aprovechado con ventaja por sus adversarios.

UN MANDO SIN PODER. Los resultados del golpe de Estado, es decir, la victoria de un puñado de militares sobre un gobierno constitucional, inevitablemente, trajeron la secuela de la responsabilidad entre los derrotados, que no tardaron en culparse los unos a los otros. La delegación que Yrigoyen hizo de su cargo de presidente —por teléfono— el 5 de septiembre a las cuatro de la tarde en la persona del vicepresidente Enrique Martínez se integró con virulencia en la intrincada lucha por la sucesión presidencial. Por sobre él recayeron después acusaciones por su ineficacia para defender al gobierno y por su debilidad para negociar. Pero amenazado por Uriburu y aconsejado por alguno de los pocos radicales que trataron de resistir en la Casa Rosada, Martínez, luego del forcejeo verbal con el jefe del alzamiento, renunció.
Catorce meses después, en marzo de 1932, casi todos los diarios de Buenos Aires testimoniaron —en un relato olvidado hoy pero que causó sensación en su momento— los dramáticos instantes de su fugaz —16 horas— ejercicio presidencial, tratando de deslindar su responsabilidad por la derrota. En realidad, no pudo ejercer el gobierno aunque de todas maneras su primer paso consistió en tratar un cambio de gabinete; pero su sorpresa fue mayúscula: "Los ministros no pensaban como yo: sólo dos ofrecieron sus renuncias. El día 6 hubieran renunciado todos —explicó con resignado humor—, pero los acontecimientos hicieron que ese día fuera yo el renunciante". A Martínez lo martirizó la "maldad” de los que pensaban que él esperaba continuar en el gobierno supuestamente ofrecido por Uriburu. "Los que así me ofenden unen al agravio de creerme indigno el ultraje de pensarme tonto. Nadie hace revoluciones para otros”, reflexionó.
Las dos decisiones tomadas, casi con desesperación, sucumbieron en el afán de borrar la inquietud de sus correligionarios. Una de ellas era lograr el control de la calle implantando el estado de sitio por 30 días; la otra, volcar a su favor a la opinión pública con el cambio de gabinete. La primera fracasó “pues fallaba el mecanismo gubernativo y la autoridad policial carecía de eficacia”, y la segunda porque el avance de las tropas le quitó toda posibilidad de maniobra.

LA CAIDA. Por absurdo que pareciera, los 835 mil radicales que dieron otros tantos votos en 1928 para elevar a Yrigoyen por segunda vez a la presidencia habían desaparecido, dejando al caudillo en la más completa soledad, sin defensa. Ya en los comicios del 2 de marzo de 1930 para la renovación parcial de la legislatura, el triunfo de los socialistas independientes en la Capital Federal había sido un llamado de atención que Yrigoyen ignoró. Pero no fue el fracaso electoral el motivo principal del colapso del 6 de septiembre. “La crisis económica fue el gran factor que hizo posible la revolución", asegura Martínez, y cita como ejemplos la depreciación de la moneda, el precio de los cereales que descendió a un nivel irrisorio, el crédito prácticamente bloqueado en el exterior, tres elementos que reunidos produjeron, a partir de 1929, la pauperización de la clase trabajadora y la angustia económica de la burguesía. “La historia enseña —escribió— que la pobreza de los pueblos es el mayor enemigo de la estabilidad de los gobiernos.” Por eso insiste: “Nos derrotó no una fuerza política adversa sino un gran descontento en la opinión”.
Mientras la crisis corroía los cimientos del gobierno, Martínez trató de exponer su tesis sobre las soluciones posibles ante la indiferencia de sus colegas. En una conversación que mantuvo con Alberto Durán, presidente entonces del Banco de la Nación, éste certificaba, para desazón del afligido Martínez: “No debemos olvidar que la Argentina tolera todos los errores políticos cuando hay una situación económica favorable, pero no tolera ninguno cuando hay una crisis profunda”.
La conspiración, sin embargo, había comenzado antes de que se notaran los efectos del malestar económico. Su raíz se hunde en 1928, tal vez el mismo día que Yrigoyen retornó al gobierno. Federico Pinedo, por su parte, explicó en su testimonio brindado a la Revista de Historia (1958) en el número dedicado a La crisis del 30: "La inmensa mayoría de la opinión responsable estaba convencida de que el régimen de Yrigoyen no podía prolongarse. No se trataba, simplemente, de que el gobierno fuera malo. La realidad era que no había gobierno. El régimen había entrado en un proceso de descomposición perceptible para todos, aun para los que habían sido, eran y serían fervientes partidarios de la fuerza política que había elegido a Yrigoyen”.

LO INEVITABLE. Aceptada la posibilidad de que Hipólito Yrigoyen debía ser derrocado, se aceptó también la sucesión de un gobierno militar de línea dura (resistida por algunos sectores del Ejército encabezada por Justo) que restaurara, en definitiva, la ausencia de mando.
Desde el 6 de septiembre de 1930 se han sucedido 10 gobiernos castrenses y cinco civiles. De aquellos sólo dos cumplieron por lo menos un mandato constitucional (Agustín P. Justo, 1932-1938, y Juan Domingo Perón, 1946-1952, 1952-1955), mientras que otros dos (Edelmiro J. Farrell, 1944-1946, y Pedro Eugenio Aramburu, 1955-1958) fueron reemplazados por comicios. Los restantes, bajo la tutela de los generales Arturo Rawson, Pedro Pablo Ramírez, Eduardo Lonardi, Juan Carlos Onganía y Roberto M. Levingston debieron resignar los atributos del poder por decisión de sus camaradas de armas. Desde 1928 hasta 1966 ninguno de los gobiernos civiles pudo completar el período que aconseja la Constitución Nacional, pero por motivos tan ajenos a ésta como las causas invocadas: “vacío de poder”, "desajuste institucional", conceptos no previstos en la Carta Magna como válidos para suprimir un gobierno.
Pinedo ha repetido que “la revolución de 1930 no fue un rayo en un día de sol” y cree que "un acierto o un error fue el episodio resultante de las imperfecciones de nuestra vida pública”.
¿Es aplicable la fórmula a que hace referencia Pinedo? Enrique Martínez, fallecido a raíz de un accidente que sufriera en su hacienda de Córdoba en 1938, consignó en su testimonio el resumen de su experiencia y dio una respuesta indirecta al interrogante: "Los errores de los gobiernos populares tienen sus disculpas porque encarnan siempre la voluntad soberana que también puede equivocarse. Los errores de los gobiernos de facto sólo sostenidos por la fuerza no tienen atenuantes en el juicio severo de la historia”.
Carlos Russo
Revista Panorama
7/9/1971
 
 

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