Mágicas
Ruinas
crónicas del siglo pasado
![]() |
PUERTO MADRYN
VIAJE AL PAÍS DE LOS ESCROFALOS La semana pasada Norberto Gómez, de SIETE DÍAS, se sumó a una extraña cofradía, la de la Hermandad de los Escrófalos: una docena de buceadores que actúan en el Atlántico Sur, frente a las costas chubutenses, al impulso de una pasión aventurera El mar se deshacía enfurecido contra la pétrea ribera de los acantilados; siete hombres intentaban el equilibrio a bordo de la pequeña embarcación, que cabeceaba hundiendo su proa en el agua. En medio de aquel infierno salobre recibí la orden de saltar; repentinamente se suspendió el diálogo de alaridos que mantenían los cormoranes y los lobos de mar. Entonces, sólo alcancé a percibir el gorgoteo de las burbujas; miles de globitos de anhídrido carbónico que huían en racimos por el escape del regulador. El cinturón de plomo me sumergió en la paradisíaca quietud subacuática; una pampa de piedras, algas y arbustos, vertiginosamente transitada por la sinuosidad de los salmones, aguardaba más abajo. La experiencia me hizo ingresar en una extraña cofradía: la de la Hermandad del Escrófalo. Cinco de sus miembros habían decidido guiarme hacia el mudo paisaje de las profundidades marinas; se trataba de José Nicoletti, Néstor Moré, Oscar Comes, Mariano Medina y Guillermo Sar, los mismos que algunos días antes, junto al resto de sus compinches, habían ganado las páginas de los diarios con su exitoso Operativo Camarones. Pero entonces casi pasaron desapercibidos; la tarea de rescatar testimonios de la goleta “Villarino”, sepultada en el mar desde el 17 de marzo de 1899 frente a las playas patagónicas de Camarones, los había diluido en la despareja multitud de notas que hicieron centro en el valor histórico de la embarcación. SIETE DÍAS prefirió, en cambio, desentrañar otra historia, la de este extraño clan de buceadores afincados en el Chubut, más precisamente en Puerto Madryn, que desde hace cuatro años adoptó la identidad de Hermandad del Escrófalo. Una obvia referencia a la fraternal relación que los une en el ejercicio de esa pasión, la de husmear diariamente la plataforma submarina, por donde juguetea ese pececito rojo, curioso, vivaz, que la zoología ha dado en llamar escrófalo. Penetrar en esta suerte de logia presuponía mimetizarse en algunos aspectos: hacerse a la idea de que se ama al mar, casi por encima de todas las cosas; que se tiene la costumbre de pasarse los fines de semana junto a una bota de vino, sobre la cubierta de la lancha que navega en busca de nuevas emociones; que se le ha perdido definitivamente el temor a ese monstruo azul que devora por igual barcos y ballenas, muelles y rocas, y, por supuesto, mimetizarse también físicamente, abandonar la corbata y los zapatos para adaptarse al cuerpo un traje como de renacuajo. Pero así y todo no sería suficiente; para conocerlos mejor había que sumergirse con ellos en la silenciosa escenografía submarina. Fue entonces cuando me pregunta; ron si estaba bromeando. Algunas horas después recibí la orden de saltar al agua. LOS CABALLEROS DEL MAR Compartiendo la bota de vino, desmenuzando lentamente un asado de oveja no es difícil adivinar que se trata de un grupo de hombres disímiles. Los escrófalos parecen realmente hermanos cuando visten sus oscuras pieles de neoprene, ocultan sus caras tras la luneta de plástico y salen a "patear” mar adentro agitando los enormes pies de aletas. Al regresar a tierra, mucho del encanto de esa amistad incondicional tal vez quede como un rezago detenido por el oleaje que lame las playas de Madryn. Oscar Cacho Comes (30, un hijo), por ejemplo, a medida que vuelva del mar se irá sumergiendo en sus preocupaciones de fabricante de mosaicos; otro submundo, el de los cheques y pagarés lo sorprenderá cada vez que se quite las patas de rana. Enrique Dames (35, tres hijos), en cambio, se alistará para bucear en las carpetas de geografía de sus alumnos; su hermano Nelson (37, tres hijos), en tanto, cambiará el neoprene por su prolijo traje de secretario de Prensa del municipio de Comodoro Rivadavia. Algo parecido sucederá con Néstor Moré (44, dos hijos), adoptará su guardapolvo de médico ni bien se haya quitado el tubo de aire comprimido. Para Guillermo Guille Sar (26, un hijo) regresar del mar significará reemplazar el arpón por el hierro candente de marcar ganado; diez mil ovejas lo aguardan en su estancia Bellavista, a tres horas de Madryn. Mariano Malevo Medina (30), en las antípodas de sus cómplices, buscará el camino de la fábrica textil donde habrá de enredarse, ya no en la vegetación submarina sino con los hilos de los telares en los que hilvana sus días de obrero. Alcides Nerone (32, casado) retornará a su pulcra vestimenta de empleado estatal, mientras José D'Adan (31) se convierte nuevamente en próspero barraquero. A Héctor Mangini (32, un hijo) lo aguardará el mostrador de su comercio de ramos generales, y Carlos Muchachito Rubio Beloso, aunque será siempre el más reticente en salir del agua, terminará por regresar a su oficio de fotógrafo. Caso excepcional el de José Pino Nicoletti (43, un hijo), único fabricante en la Argentina de los equipos de buceo, quien supo convertir su deporte favorito en buen negocio. Y cuando el más reciente de los escrófalos, Roberto Astiz (43), decida quitarse la luneta, será para colocarse sus anteojos de carey de funcionario gubernamental; a poco de volver a la superficie correrá hasta el avión que lo devuelve a Buenos Aires, donde atiende una de las asesorías de la Secretaría de Gobierno. Estos son los cofrades, algo más de una decena de hombres confabulados para alcanzar el vértice de la aventura cada semana. Los que han dado en llamarse Hermandad del Escrófalo, como un santo y seña de quienes han elegido ser protagonistas del mar. LOS INVENCIBLES ¿Qué es lo qué buscan en el fondo del mar? Casi todos responderán con sencillez: la vida. Beloso, por ejemplo, suele fatigar 5, tal vez 7 horas diarias, buscando la vida en las trasparentes aguas de Madryn. Una afición que lo ha convertido casi en anfibio: “Es que no puedo dejar de hacerlo, no fumo, no bebo, éste es mi vicio”. ¡El empecinamiento es febril en todos los casos. Como quien retorna obstinado a la mujer que se ama, Medina dará unas vueltas por el puerto una vez que haya abandonado el telar; sólo le bastará descubrir una vez más al mar por el rabillo de la mirada, una vez más todos los días, para correr a embretarse en esa faja negra de goma y volver a dar con los talones en el lecho marino. “Cuando vuelvo a tierra me siento mejor, como si regresara de una cura de sueño.” Cada escrófalo dará su propia versión; Moré se limita a diagnosticar: “Estamos enfermos de mar, inoculados con el virus subacuático”. Más romántico, quijotesco, Dames suspira: “Sucede que allí abajo tal vez algún día uno prefiera morir”. Un repertorio inacabable de afectos íntimos tienen por único destinatario a ese “respetable señor”: el mar. “Es que hay que quererlo, es la única manera de hacerse amigo, con él no se juega porque podría enojarse y todos conocemos su carácter violento.” Nicoletti habla como si se refiriera a un dios temible, al que hay que rendirle la plegaria de los buenos feligreses para merecer sus dádivas. Por eso, cuando al caer la tarde sobre el muelle de Madryn se ve a un escrófalo hundirse en el oleaje, parecería que un monje mitológico va camino de su sacrificio ritual. Y es esa mística la que posibilita hazañas como la del Villarino. Desde hace cuatro años perseveran en el culto; en las últimas tres temporadas conquistaron el Campeonato Nacional de Caza Submarina; siete de ellos ocupan los lugares de mayor privilegio en el ranking argentino de esa especialidad; son vencedores permanentes en orientación subacuática, un cetro que la Armada Nacional no les ha podido arrebatar, aun cuando la materia es eminentemente militar; representan al país en cuanta competencia internacional se realice:, experimentaron su destreza en Tahití, España, Italia, en la Costa Azul, en el mar caliente de Brasil, en el rocoso Pacífico chileno, en las aguas infestadas de tiburones del Caribe. “Pero no hay como este ‘respetable señor’ de Madryn”, repetirán a coro. Ese mar qué les ha cedido sus entrañas definitivamente y a las que ellos bajan para volver con una rebosante bolsa de pulpos, ciertas conformaciones coralinas, quizás un erizo milenario y petrificado o una estrella esponjosa; son algunos de los souvenirs con los que los escrófalos gratifican a sus mujeres. Así son, capaces de pasar más de dos horas serruchando la hélice del “Erna", un buque hundido en las cercanías de Madryn, para luego exponerla en tas vidrieras del comercio de Mangini. O de perseguir afanosamente un salmón descomunal, con el único objetó de donar su cabeza al restaurante “Don Alberto”. La cuestión es “estar abajo”, justificar su “virus subacuático”, aunque de vez en cuando el peligro logre empalidecerlos. De eso puede dar pruebas Gomes: “Había descendido 30 metros a pulmón (sin tubo de aire comprimido), y no sé cómo, pero me enredé en un bosque de cachiyuyos gigantes. Quedé atrapado cuando el tiempo de mi resistencia se agotaba; decidí respirar el poco de aire que había en la luneta, saqué fuerzas no sé de dónde y arrastré a los cachiyuyos hasta la superficie. Cuando aparecí cubierto de vegetación un turista que paseaba en una lancha se pegó el susto de su vida; creyó haber visto a un legendario monstruo marino”. Es que hasta su humor tiene que ver con el mar; no hay nada que los haga reír más que el recuerdo de una epopeya de Beloso, durante un campeonato de caza submarina. "Carlitos había sacado una raya ensartada, pero el fiscal, que controlaba desde un bote, le dijo que esa pieza estaba fuera de concurso —memora Nicoletti—; volvió a sumergirse y cuando regresó traía abrazado un tiburón que no hacía más que tirarle mordiscones; por suerte lo tenía agarrado de tal manera que el bicho no podía hincarle los dientes. Fatigado, preguntó: “¿Fiscal, éste sí vale?” Cuando le dijeron que sí, se acercó al bote y lo depositó; aquello fue cinematográfico, había que ver al fiscal y a sus ayudantes tirándose al agua despavoridos.” De todas maneras, para conocer a los escrófalos no hay más remedio que probarse un traje de neoprene, aprender a caminar para atrás con las patas de rana, tomar impulso y decidirse a vivir la experiencia “allá abajo”. En el silencio submarino resulta más fácil conocerlos. —¿Se anima? —Una vez que baje le digo. EL DESIERTO VIVIENTE —¿Está bromeando? —Usted me pregunta si me animo, yo le contesto. Si por algo tengo miedo, le hago una seña y volvemos a la lancha. A las 10 de la mañana el sol se derramaba por las espaciosas calles de Madryn, un viento frío venía de la costa; la radio acababa de informar: “6 grados de temperatura". A esa altura mi mayor preocupación era el presunto resfrío que mi organismo porteño no iba a poder contrarrestar, una vez que me hundiera en el agua. —No se haga problema, abajo el mar siempre es más cálido que en la superficie. Viniendo de Pino Nicoletti el consejo, supuse que no podía ser de otra manera. De todas formas —me tranquilicé—, con ese ropaje de goma ceñido al cuerpo no hay frío que valga. Siempre y cuando le quede realmente ajustado, porque por allí donde haya una holgura se le va a colar el agua. Con el traje de neoprene en las manos hice mis cálculos; tuve la certidumbre de que me quedaba grande. El fantasma del resfrío creció rápidamente hasta convertirse en el espectro de la pulmonía. —¿Irá con nosotros el doctor Moré? —pregunté. —Sí, ahora mismo lo pasamos a buscar por su casa. Retomé la confianza. Con un médico al lado era distinto; cualquier problema, una inyección y listo. Vaya a saber por qué pero la posibilidad de enfermarme me preocupaba más que los problemas de respiración que podía tener al depender de un tubo de aire comprimido, o que las especies zoológicas a las que, quizá, tendría que enfrentar; lobos de mar, por ejemplo. —Vamos a ir a bucear a la lobería, va a ver usted la cantidad de bichos que hay allí —Nicoletti sonreía con suficiencia. —Usted se refiere a los lobos de mar ¿no? —¡Claro! Era lo que yo pensaba. Entonces me olvidé súbitamente del resfrío; mi memoria se ocupó de recordar una figurita escolar que alguna vez pegué en un cuaderno: se trataba de una enorme mole de piel brillosa, bigotes como alambres y grandes colmillos. Recordé, también, que en aquel cuaderno había escrito con letra pareja: Lobo de mar, habita en los mares australes, ataca si es atacado. —Son mansitos; eso sí, no hay que molestarlos; si se acercan para curiosear haga de cuenta que ni los vio. Cuando llegamos a la lobería, luego de una hora de camino, todavía trataba de entender en toda su extensión aquello de “haga de cuenta que ni los vio”. Los vi desde los acantilados: eran cerca de 200, que tomaban sol despanzurrados en la arena, mientras otros tantos retozaban en el mar. Confieso que eso de “haga de cuenta que ni los vio” me pareció la' frase más vacía de la historia del hombre. Pensé que el resfrío resultaba una cuestión muy ínfima al lado de esos animales. Nos cambiamos en la playa. Cuando me vi enfundado en el neoprene sentí como un hálito de seguridad que me recorría el cuerpo. La sensación se acentuó al recibir las instrucciones necesarias; Nicoletti, Moré, Medina, Sar y Comes repetían a coro: respirar por la boca, serenamente; dar las patadas a ritmo; apretar la nariz y hacer fuerza como para estornudar si se tapan los oídos; no temerle a los lobos, que seguramente vendrán a curiosear porque les llama la atención las patas de rana. Tratando de recordar éstas y algunas otras indicaciones, caminé hacia la lancha que aturdía en un pequeño golfo. Finalmente partimos. Anduvimos media hora hasta dar con una bahía apenas pronunciada, desde donde los cormoranes parecían gritarnos en su idioma. Luego de cabecear sobre un oleaje cada vez más embravecido, Medina detuvo la embarcación justo frente a esa multitud de lobos, que nos recibieron con una ovación de alaridos poco amistosos, según me pareció. Los escrútalos estaban en su tinta; aún no había dejado de regular el motor fuera de borda, cuando saltaron al agua con los rostros encendidos. Nicoletti se quedó para comprobar mis condiciones. Traté de recordar una vez más todas las instrucciones; primero debería flotar con la cabeza hundida, sin el tubo de aire y respirando por el snorkel (un cañito de 20 centímetros que conecta la boca con la superficie). Lo intenté, no con demasiada suerte: una vez en el agua se me ocurrió seguir la costumbre de respirar por las fosas nasales; vaya sorpresa, no había aire. Como para haberlo, tenía la nariz oprimida contra la luneta. Desconcertado, hundí aún más la cabeza aspirando por la boca, pero para entonces el snorkel también se había sumergido totalmente. Consecuencia: tragué una cantidad apreciable de agua. Falta de aire por la nariz, agua por la boca, mis piernas decidieron tijeretear eléctricamente hasta ponerme a salvo. Creí absorber todo el oxígeno de los alrededores cuando asomé la cabeza a la superficie. A pesar de mi azaroso debut, Nicoletti optó por estimularme colocando a mis espaldas el tubo de aire comprimido. Eso era otra cosa; lo probé durante algunos segundos a bordo de la lancha: cuando se aspira demasiado parece que uno se convierte repentinamente en un globo de gas; por fortuna, luego se expulsa el aire y uno vuelve a ser el de siempre. Mientras sufría esa sensación, recibí la orden de saltar; ahora llevaba peso suficiente como para bajar sin dificultad. La primera impresión fue la del agua helada penetrándome por las holguras del traje; luego el vacío total, denso, lento. A mi alrededor comenzó a emerger como de las tinieblas, un jardín azulado de plantas multiformes, con salpicaduras de fragmentos brillosos que resplandecían por efecto de la luz solar; la claridad entraba a mis espaldas como una bocanada de bruma plateada. Me pareció ingresar a la pesada atmósfera de otro planeta. De a poco comencé a sufrir la presión en los oídos; Nicoletti, que no se separaba de mi lado, advirtió la situación; adelantándose me indicó que ensayara la maniobra del estornudo. Todo anduvo mejor cuando la practiqué. El descenso continuaba, ingrávido casi; ya no podía calcular los metros, me pareció que toda mi vida había estado bajando al fondo del mar. Cuando mis talones tomaron contacto con el lecho, sentí como una etérea amortiguación en todo el cuerpo. Luego inicié un desplazamiento, como en una película de cámara lenta, a diez centímetros del colchón vegetal que recubría el suelo. Con las manos iba despejando lo que se me ocurría, era una niebla cenicienta que me envolvía desde los tobillos hasta la nuca. Pronto observé una pareja de salmones perderse fugazmente en una garganta oscura; me detuve para mirar los alrededores; aquello era distinto a todo lo que había imaginado en tierra: un desierto viviente, silencioso pero inobjetablemente vivo. Sombras veloces, peces que deambulan libremente su mundo; un bosque impenetrable de árboles petisos meneándose con el movimiento de las aguas, igual que los eucaliptos en un día de ventarrón; piedras y conchillas de indescifrables colores y fosforescencias, que tornasolaban como minerales preciosos olvidados allí por algún bucanero; infinidad de tonalidades opacas y relucientes, imposible de encontrar en un paisaje terrestre; y mi cuerpo que se me hacía traspasado por aquella bruma submarina. Decidí sentarme para presenciar el espectáculo; cuando apoyé las manos en el lecho, el polvo de arcilla se elevó en forma de hongo a la manera de una explosión nuclear. Repetí el fenómeno escarbando con el dedo índice entre las algas. Advertí la sonrisa de Nicoletti que observaba mis descubrimientos; todo era tan plácido que me pareció absurdo el cuchillo de mar que colgaba de mi cinturón de plomo. Cada vez respiraba con mayor naturalidad, ya no se me inflaban los pulmones exageradamente; estaba adaptándome sin inconvenientes. Pero aún sentía frío, era la última barrera que me quedaba por superar; entonces recordé una instrucción específica para estos casos: retener el orín hasta que me sumergiera totalmente. El líquido recorrió mi cuerpo entibiándolo de inmediato. Los escrófalos comenzaron a sucederse delante de mi visor alentándome con gestos de felicitaciones: unos aplaudían, otros ponían el pulgar y el índice en círculo; era la hora de regresar. Todo parecía tener un final feliz, pero el mal rato quedó para lo último. Cuando había tomado suficiente confianza como para abandonarme al vagabundeo submarino, sentí un leve tirón, primero, y luego uno más brusco, que me retenía la pata de rana izquierda. Intenté avanzar, no era posible; Nicoletti se acercó señalando a mis espaldas; cuando me animé a mirar hacia atrás, comprobé que un lobo marino de proporciones considerables, pretendía viajar a remolque hincando su dentadura en mi pata de rana. Fue sólo un instante; utilizando el derecho al pataleo sacudí mis piernas de manera tal, que el animal huyó en una dirección y yo, por supuesto, en otra. Todo sucedió tan rápido, que de pronto me encontré de nuevo respirando los lindos aires de la superficie. —Lo hizo muy bien, tiene que mejorar la patada —aconsejó Moré. Tal vez el lobo con el que tuve el pleito, no piense exactamente lo mismo acerca de la patada. Cuando regresábamos se me ocurrió que lo del Villarino había sido realmente una anécdota. La nota seguía teniendo dos vértices: la Hermandad del Escrófalo y el “respetable señor” de Madryn. Luego de conocerlos a ellos y de haber descendido hasta ese país de las algas y los erizos, tal vez uno llegue a explicarse esa pasión cotidiana por vestir el traje de neoprene. No debe haber nada igual sobre la tierra. Revista Siete Días Ilustrados 22.06.1970 |
![]() ![]() |