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Teatro: Cuando se es Iris Marga
“Yo, de chica, era tímida, flaca, feúcha, con la naricita que me colgaba un poco”, asegura Iris Marga. Ahora, que acaba de celebrar, en 1966, sus 40 años de permanencia continua en las tablas, que es una de las tres personas encargadas de pilotear la Comedia Nacional, y que se dispone a abordar el personaje más comprometido de tan dilatada carrera (nada menos que la Celestina, en La tragicomedia de Calisto y Melibea, que el San Martín editará en abril próximo), Iris es tan sólo tímida. Como, además de todo eso, seguirá presidiendo la Casa del Teatro por otro año aún (lo viene haciendo desde 1960), se comprende por qué su anticuado pero impecable Ford de 1954 no se da descanso.
Precisamente, el calificativo de “incansable” es el que Antonio Cunill Cabanellas, su director en el Odeón y en el Cervantes, aplica al “espíritu de colaboración que Iris presta en cada cosa que hace: tiene una verdadera obsesión por ayudar. En los primeros tiempos de la Comedia Nacional, ella fue un pivote excepcional: gracias a su simpatía y sociabilidad, logramos que el escenario empezara en el camarín, que todos se integraran en una comunidad”. La simpatía y la sociabilidad estaban ya desde la infancia en la única hija de Apolo Pauri y Cecilia Bonetti —italianos ambos—, nacida en Orvieto y llegada a la Argentina, con su madre, a los 4 años de edad. Apolo (un buen mozo nacido en El Cairo, de familia originaria de Ancona, quizá con remota ascendencia griega) las había precedido, llamado por un tío, Ugo Pauri, dueño de una empresa de construcciones en Buenos Aires. Cecilia fue la primera mujer licenciada en Sericicultura de la Universidad de Padua; su padre, el abuelo materno de Iris, era propietario de una importante tejeduría de seda.
Quizá por eso, uno de los primeros recuerdos porteños de Iris son las hojas de morera que sombreaban las calles de Belgrano, en los lentos paseos con su madre, que iba iniciándola en los secretos de la cría del gusano de seda; “Era muy cerca de aquí, de donde vivo desde hace 25 años, extramuros”, acota la actriz, con una de sus características risitas breves que se interrumpen súbitamente. “A los 6 años ya sabía criar gusanos de seda, hacer el bozzolo, ¿cómo se dice?, me sale en italiano. Desde los 4, leía y escribía; mi madre era profesora, una mujer cultísima. A los 7 años, yo estaba en la terza classe de la Scuola Nazionale Italiana, en Alsina 1465; a los 10 egresé, y se planteó el problema de mi ingreso al Liceo, a una edad tan temprana”.
A todo esto, Apolo Pauri (“tocaba, cantaba, escribía muy bien, pintaba, llegó a hacer escenografía; algo debía de tener que lo acercaba al teatro”), después de ocuparse de compraventa de terrenos y de asociarse con la camisería Manchester, en la calle Florida, se esfumó. Cecilia Bonetti, sola en tierra extranjera, con una hija pequeña, trabajó esforzadamente para sobrevivir con decoro: daba clases particulares y en colegios, de italiano y literatura. Entre sus discípulos, figuraban retoños de las principales familias de Buenos Aires: “Yo he recitado en italiano —memora Iris— ante el general Roca, en casa de Mariano de Vedia”. Fueron esas amistades las que intercedieron ante Leopoldo Herrera, rector del Liceo, para que permitiese a “esta criatura esmirriada, con un dejo itálico al hablar, del que algunas veces se burlaban mis compañeras”, rendir el examen de ingreso, antes de la edad reglamentaria; “Entramos nada más que tres, Susana Eguía Seguí, una muchacha Wainfeld, y yo”.

Nada de vocación
Es como si en este momento, entre los muebles ingleses y los grabados de Piranesi que decoran su living-comedor, a la parlanchína Iris le costara encontrar las palabras que expliquen su ingreso al teatro. “No era vocación, no se puede hablar de vocación en mi caso”, repite varias veces, con énfasis. Por fin se decide y arriesga una zambullida en lo que está por debajo de la anécdota: “Todo nació de un profundo temor a la vida, de una necesidad de autodefensa”. A los 13 años, Iris Pauri vio caer a su madre gravemente enferma, y se preguntó entonces: “Si mi madre muriera ahora, ¿qué sería de mí? De ahí —reflexiona— que sintiera la urgencia de apurar mi destino, de saber adonde iría a parar”. Sería necesario aún, sin embargo, que terminara el Liceo (“donde ya hacía imitaciones, cantitos, y hasta una pieza de Iglesias Paz, que dirigió él mismo, con Enrique Meyer Arana de galán”) y que intentara prepararse para ingresar a Filosofía y Letras.
“Pero yo pensaba en otras cosas, la docencia no me atraía, estaba indecisa, insegura.” Y así, esta alumna ejemplar (“tenía puros 10 en los boletines”) se dedicó a pasear un poco, a dejarse llevar por los acontecimientos (“soy fatalista ciento por ciento”). Iris pasaba temporadas en Montevideo y una amiga, casada con el empresario José Messuti, la invitó un día a una fiesta para celebrar las bodas de plata de Florencio Parravicini con la escena. Sintiéndose cómoda, en familia, Iris se arriesgó a hacer la imitación “de una francesa que vivía en mi hotel: la parodié cantando Mi noche triste. Esta parodia iba a estremecer de risa, tiempo después, los cimientos del Maipo, en Buenos Aires, durante todas las noches de seis meses.
Por el momento, no obstante, sólo había una muchachita asustada, confundida por los aplausos que recibieron su actuación, y abordada por un empresario, el señor Neglia, que le preguntaba: ¿No quiere hacer teatro? “Y yo, en el colmo de la inconsciencia, le dije que sí”, se espanta de nuevo Iris, abriendo mucho los ojos y desplegando las palmas de las manos en un gesto de desamparo. Entonces comenzó el vértigo: el empresario del Solís (“ya ni me acuerdo cómo se llamaba, le decían Papacito”') la invita a participar en un fin de fiesta para homenajear a la compañía de Concepción Olona, y buenos amigos uruguayos (entre ellos el crítico Pedro Blixen Ramírez) la apremian para que acepte. Se trataba de cantar en varios idiomas —Iris había aprendido inglés y francés “en la auténtica Academia Berlitz, donde mamá era profesora”—, de hacerse ropa, de ensayar.
Y entonces, en su pieza del hotel Colón de Montevideo, Iris Pauri imagina que sería bueno anunciarle la' noticia a mamá, y se sienta a escribir, y piensa que debería cambiarse el apellido, para las tablas. La caja del papel de cartas ostenta un nombre en complicadas letras cursivas: Marga. “Dos íes y dos aes, no está mal, me dije. Iris Marga había nacido.”

El poder y la gloria
El cancionero de aquella velada inaugural de la flamante Iris Marga incluía composiciones del repertorio de Mistingpett (Mon homme, Je ne peux pas vivre sans toi), otras en inglés y en italiano (Come pioveva). Entre bambalinas dejó a mano su cartera, atiborrada de pastillas, “y con una chaquetita y un pantaloncito negros, no sé cómo avancé, me topé con el público, escuché la orquesta, abrí la boca y canté”. Los aplausos y el creciente aplomo de la nueva diva se acrecentaban paralelamente, parecían estimularse en una carrera: cuando terminó la parodia de Mi noche triste, fue el delirio. Durante seis veladas del Solís, Iris repitió su triunfal aparición, gratis; a la semana, los cines de la empresa Max Glücksmann, en Montevideo, le ofrecían 40 pesos oro por noche.
“Mamá se enojó bastante, pero qué le vamos a hacer —suspira la Margota (como la llaman sus amigos), mientras el último sol tiñe las arboledas que colman sus ventanas—; muchas otras cosas tendría que perdonarme en el futuro.” Por más que hace memoria, no consigue acordarse de quién le propuso que inaugurase el teatro del Casino de Copacabana como compañera de Randal, “un émulo de Chevalier que había pasado por Buenos Aires con las huestes de León Volterra”. Pero el episodio siguiente es en Río de Janeiro, donde el Casino de Copacabana demora su apertura, e Iris su estadía, mientras la corteja el Encargado de Negocios de Bélgica (“estuve a punto de casarme con él, no lo hice porque hubiera debido alejarme demasiado de mi madre”). Hasta que un día la visita un emisario de la legendaria Madame Rasimí, cuya troupe revoloteaba por el escenario del Lírico: Mistinguett se había enfermado, ¿y no podría Mademoiselle Margá, la Mistinguett americana, reemplazarla, puesto que frecuentaba el repertorio de la célebre vedette? Durante cuatro días, Iris Marga fue algo más que una apresurada “doble” de la enferma: fue una auténtica personalidad diferente, que hizo estallar en superlativos a la inflamable prensa carioca y al público.
Faltaba, sin embargo, Buenos Aires. Estando en Río, Iris es contratada por 15 días para el Empire de la calle Esmeralda. Llegó el gran día: “Al fondo de la sala había un enorme espejo. Avancé con mi gran vestido y mis perlas, sentí el chirrido de los
focos que me anegaban, y me vi allá en el espejo, tan menuda y desamparada, que me quedé sin voz”. Desde el foso, el violinista Carlos Pessina la miraba con desolación; hubo un silencio espeso, esos silencios durante los cuales algo se decide para siempre. “Hice una seña a la orquesta, que atacó de nuevo, y canté. Me recibieron con frialdad, y el hielo no se rompió hasta que entoné mi tango.” Era un tango que un violinista del cine Ariel, de Montevideo, había deslizado una noche en la mano de Iris, apretado en un rollito: el violinista se llamaba Manuel Jovés, y las primeras palabras de la canción decían: Buenos Aires, la reina del Plata.

El lindo Julián
Hay otro tangó en la vida de Iris, el que iba a asegurarle definitiva popularidad: Julián (¿Por qué me has dejado, mi lindo Julián? Tu nena se muere de pena y afán), cuya letra pertenecía a un mozo de lechería, Manolo Rico, y la música a Edgardo Donato. Aunque Rosita Quiroga ya lo había difundido en discos, fue Iris Marga quien lo impuso: lo cantó por primera vez en un festival de estudiantes en el Grand Splendid, al que la invitó Miguel Ángel Finochietto, y lo incorporó a su repertorio del Maipo.
Como no puede quedarse quieta dentro de su propia casa, la Marga va y viene: señala las fotografías autografiadas que tapizan la antesala de su dormitorio (Chevalier, Mistinguett, María Melato, Argentinita, y Pirandello con su dedicatoria: “A Iris Marga, bravissima Giovanna in Quando si é qualcuno, per cordialissimo ricordo, Buenos Aires, 24-IX-1933”), hace mimos a sus muñecos favoritos (el elefante de paño, Vitamino, que está con ella desde hace tres décadas; la negra Juanita; Pierino, que al tirarle de un hilo en la espalda informa en pulcro italiano: lo sono il Pierino). Y los retratos de los padres, y las imágenes de los cien personajes que Iris ha sido a lo largo de 40 años, y la cuidadosa caligrafía de las cartas familiares, abarrotadas en las cajas que colman los estantes de sus placards. Y los libros, en cantidad ciclópea, que brotan por todos lados: “Soy una lectora infatigable, si por mí fuera me pasaría la vida leyendo”. Y la confesión, dicha con desenvoltura, que no consigue esfumar del todo la tristeza: “Mamá nunca me vio trabajar, nunca”.
Fue Humberto Cairo quien condujo a Iris al Maipo (sus compañeras que aún siguen reuniéndose con ella una vez al mes: Gloria Guzmán, Carmen Lamas, Paquita Garzón): la gran vedette era Celia Gámez; Tita Merello la segunda tiple. “Azucena Maizani solía ir a oírme cantar”, recuerda la antigua Maipo girl, que de allí pasó al Porteño, donde Ivo Pelay había escrito, especialmente para ella, la primera comedia musical argentina, Judia. José Antonio Saldías escribió, entonces, un artículo laudatorio, Una actriz, “y la cabecita me empezó a trabajar”. Lo que Iris pensaba era en dedicarse al teatro “serio” (“no es que la revista no lo fuera en ese tiempo, sus autores se llamaban Pedro Pico y Roberto Cayol, por ejemplo”): aceptó una oferta de Messuti para actuar con una compañía de comedia que dirigirían Saldías y Armando Discépolo. Cuando el proyecto se aguó, con la indemnización que le pagó Messuti, Iris se compró su primer automóvil: 1.600 pesos (era en 1930), y se fue a Europa con su madre.

La vuelta al mundo
Atenta a los menores deseos de su patrona, alerta para recordarle citas y compromisos, Fanny vela sobre el departamento de la Avenida del Libertador y sobre su dueña. Fanny, una silenciosa triestina de absorto rostro renacentista, es la tercera —antes fueron Obdulia y Gertrudis— en una dinastía de servidoras que han acompañado siempre a Iris, sus secretarias y amanuenses, tan expertas en la preparación del mejor café que se toma en Buenos Aires, como en asegurar que ningún importuno distraerá a la actriz de su sueño o de su memorización de los parlamentos: “Tengo una memoria de elefante y me enorgullezco de haber llegado a todos los estrenos con la letra perfectamente aprendida”.
Esta rigurosa disciplina (“no tengo nada de carácter, pero sí una voluntad de hierro”) fue debidamente valorada por “los dos directores inolvidables que he tenido, y a los que tanto debo: Elías Alippi y Antonio Cunill Cabanellas”. Al regreso de Europa, tras una gira con Pepe Ratti, donde Iris hizo sus primeras armas de comediante en El valor de la vida, de Pedro Benjamín Aquino (“representamos 34 obras en un mes: un ensayo de mesa, otro en escena, y a la noche, estreno”), y tras la muerte de su madre, Mario Bénard convoca a la Marga al Cómico, donde la dirigirá Elías Alippi. “Tenía fama de ser severísimo, y lo era: yo prese..”) é varias llegadas fuera de hora de Enrique Muiño, rigurosamente controladas por Alippi en su reloj Patek Philippe, de oro. La excusa de Muiño era invariable: Tu reloj adelanta, Elías. Hasta que el director, fuera de si. aplastó un día esa maravillosa máquina contra el piso, ante el asombrado rostro de su amigo, mientras le decía: ¡Entonces, esto no sirve para nada!”
Llegó la noche en que, la novel comediante se detuvo ante el cartel luminoso del Cómico y leyó: “Compañía Alippi-Ruggero-Otal, con Iris Marga”. Y a sus espaldas, la voz de Alippi le susurró: “Hay que ganárselo, muchacha”. Iris supo ganárselo: en 1931 transitó por el Nacional y el Smart, “y allí fue a buscarme Cunill para la famosa temporada del Odeón, de 1932, cuando hicimos Mirandolina, Carina, La primavera de los demás”. ¿Por qué se fijó el director catalán en la Marga? “Porque encontré en ella —informa Cunill, desde su habitual refugio del Jockey Club, en Viamonte y Florida— la pasta de una verdadera actriz: una mujer muy particular, en quien los defectos se transforman en virtudes.” ¿Cuáles defectos? “Bueno —sonríe don Antonio—, tal vez el mayor de todos, ser demasiado sociable. Pero eso hace, al mismo tiempo, que resulte tan agradable trabajar con ella. Y tiene un gran sentido del humor: cuando presentábamos Rueda de juego, en el Cervantes, con diez cambios de decorado y muchas vueltas del disco giratorio, Iris convocaba a todos alegremente: ¡Vamos, vamos, que empieza la vuelta al mundo!”
En 1935, después de una escala en la Opera con Enrique Santos Discépolo (Wunder Bar), Marga conocería el triunfo definitivo, al interpretar, con la famosa cooperativa que ocupó el escenario del París (Luisa Vehil, Orestes Caviglia, Francisco Petrone, Arturo García Buhr, Alberto Candeau, Daniel Belluscio y otros), Miss Ba, de Rudolph Bessier, biografía escénica de la poetisa británica Elizabeth Barrett. Mientras la depresión económica caía sobre su protagonista (“la temporada anduvo mal, tuve que empeñar el piano y los muebles, y mudarme a un cuartito de Córdoba y Riobamba”), el diario La Razón convocaba a los cronistas teatrales y concedía a Iris Marga su premio a la mejor actriz del año, por Miss Ba. Fue también el momento en que llegó el contrato para el Teatro Nacional Cervantes, llamada por Cunill: “Me cambié en seguida a un departamento de Montevideo y Avenida Alvear; no tenía muebles, únicamente los cajones con los libros, y sobre ellos comía y me sentaba”.
Si los 11 años del Cervantes, hasta 1946, no fueron sino un rosario de éxitos para Iris (La divisa punzó, de Paúl Groussac; Don Basilio mal casado, de Talio Carella; El mercader de Venecia, de Shakespeare; Los intereses creados, de Benavente), 1938 marca una fecha excepcional: la primera vez que una actriz argentina —ella ya era considerada como tal, aunque se naturalizó en 1940— sometía su nariz a la cirugía estética. “Tenía que filmar Petróleo, dirigida por Arturo S. Mom, y me di cuenta que mi nariz..., en fin. .. Me operó Enrique Finochietto, ante cinco profesores, durante dos horas, en el Podestá; años después, Oscar Ivanissevich completaría la obra.” Como la de Cleopatra, la nariz de Iris suscitó tumultos: cuando la estrenó públicamente, para la reposición de En familia, de Florencio Sánchez, en el Cervantes, durante tres minutos los murmullos de los espectadores —y, sobre todo, de las espectadoras— interrumpieron la representación. Y así, todo el tiempo que la pieza estuvo en cartel.
Para Jerónimo, un utilero convertido en verdadera institución dentro del Cervantes, Iris Marga “es una mosca blanca dentro del teatro, he conocido apenas un par de mujeres como ella; está en todas, incansable, inteligente, con la misma sonrisa para todos, el portero o el administrador”. Con alguna melancolía, añade: “Pienso que quizás es hasta demasiado generosa: algunas veces pasó aprietos por haber dado tanto”. Fue justamente en un momento de depresión, ocasionada por uno de esos aprietos, que Iris, por consejo de su amiga Maruja Gil Quesada, consultó al vidente inglés Mister Luck, de legendaria fama en Buenos Aires, quien le dijo: “Usted comprará tierras, necesita contacto con la Naturaleza”. “Yo tenía 20 mil pesos ahorrados, Blanca Podestá me habló de una quinta con pileta de 14 metros de largo, que se vendía en Hurlingham, y la compré, en 220 pesos por mes. Era en 1938”.
Años después, Iris vendería su quinta y viajaría, con ese dinero, a Europa y los Estados Unidos, siempre con Fanny y el elefante Vitarpino. Pero antes estaría el primer premio municipal de 1942, por su labor en El halcón, de José León Pagano; las incursiones en el cine, desafortunadas (El viaje sin regreso, de Pierre Chenal; Los tres mosqueteros, de Julio Saraceni; Las horas marcadas, de Alberto Dubois) hasta que llegase El candidato, de Fernando Ayala y, con este film —1959— nuevos premios; previamente, el riesgoso período peronista, durante el cual cayó sobre la actriz un veto que le impedía actuar y que se levantó por intercesión de Fanny Navarro (“no tengo por qué no reconocerlo”, acota Iris); y más atrás aún, la radio (“era ideal, se ganaba mucho y se trabajaba con comodidad”).
La marea de estos 40 años de actividad incesante ha dejado para Iris, en esa arena movediza que es la memoria del teatro (fugaz, frágil, irrecuperable), algunas joyas perdurables: Miss Ba, El halcón, Don Basilio mal casado, Los intereses creados; y, en años más recientes, la aturdida María de El vestido malva de Valentina (1964), la increíble inglesa enamoradiza de El pavo, de Georges Feydeau (1966), dos personajes que acreditan a Iris como la máxima intérprete argentina de comedia brillante. Y si algunos colegas jóvenes suelen referirse a ella como paradigma de la añeja escuela teatral del “buen decir”, insinuando que la expresividad corporal no es su fuerte, es porque quizá no alcanzaron a verla en Las alegres comadres de Windsor, de Shakespeare, en el San Martín (1965).
No es a la conducción de la Comedia a lo que más teme la actriz en este momento (ya estuvo allí, como miembro de la comisión asesora, entre 1958 y 1961), ni, por cierto, a la presidencia de la Casa del Teatro (donde se siente como en su casa: su despacho es un desfile inacabable de amigos, peticionantes y colaboradores), ni al pequeño papel que le toca ahora en un film, ¡Al diablo con ese cura!, con Luis Sandrini. Es la tremebunda Celestina la que se yergue frente a ella, como un abismo que puede ser también una cima, y la culminación de tantos años de experiencia. “Para abordarlo, debo cambiar todos mis mecanismos”, asegura Iris. Y en esta confesión no sólo hay humildad, sino también una perenne, reluciente, inmortal juventud.
17 de enero de 1967
PRIMERA PLANA

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