Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Publicidades
La publicidad y sus armas secretas
Alegremente, la publicidad moderna se despide de las frases solemnes y repetidas, e incursiona en las muy inestables regiones del erotismo, el buen humor, el sin sentido y otras audacias, provocando el surgimiento de una nueva élite: la de las (y los) modelos de publicidad

Fue un asombro moderado, una sorpresa limitada y circunscripta: más de una señora encendió ese día su televisor. y se encontró con una carita rubia, adolescente y juguetona, que movía sus trenzas alrededor de una flamante cocina. No era la típica imagen de un ama de casa, entusiasmada con un nuevo producto, sino una figura diferente, alegre a rabiar, que pretendía hacer del aviso algo más que un mero anuncio: en realidad, lo que la modelo y el director de la tira publicitaria intentaban era nada menos que divertir a la teleaudiencia, mostrarle que !a cocina tal por cual no sólo era barata y eficiente, sino que usar esa marca y no otra podía ser un motivo de placer, de diversión. No fue nada más que un aviso, pero en su momento señaló la Hora Cero de un proceso que ahora trastorna las costumbres publicitarias y marca nuevos hábitos en el público.
Ese rostro rubio, el de la modelo Perla Caron, escaló desde entonces la pirámide de la popularidad, mientras la publicidad televisiva provocó un doble fenómeno: convirtió a quienes no eran más que extras en ídolos populares tan conocidos como los actores y actrices de cine, y por su cuenta se embarcó en una renovación formal que eliminó la pomposidad solemne de otros tiempos para intentar incursionar por nuevos estilos. El objetivo último de ambos fenómenos es claro: tratar de que el espectador no tenga que soportar los comerciales, y que en cambio se complazca en verlos. Y, por supuesto, vencer más.
Durante dos semanas, SIETE DÍAS auscultó las espaldas de la publicidad, conversó con quienes tienen en sus manos el manejo de las cuentas, con los creadores de ideas, y paralelamente se metió en la casa de casi todos los modelos de publicidad para conocer cómo eran, y qué pensaban de lo que está pasando, esas personas cuyo rostro a veces se identifica para siempre con el de un producto, y que suele estar presente en los hogares más a menudo que los propios dueños de. casa: después de todo, es bastante razonable que un chico se olvide del color de ojos de un familiar a quien ve una vez por mes, y recuerde con precisión el rostro de Chunchuna Villafañe, a la que ve en la pantalla varias veces por día.

Ughers y ahers
Ahora, los avisos audaces ya no asustan a nadie, ni siquiera a los anunciantes (que suelen ser el engranaje menos dispuesto a las cosas raras de toda la máquina publicitaria). Cualquiera puede toparse con un aviso súper-sexy en el que una señorita lo invita a la infidelidad, acompañada de un cigarrillo, o con una tira pop en la que los personajes se mueven en acelerado y toman gaseosas en una bacanal romana, o con un corto en el que una chica de aspecto juvenil hace morisquetas frente a la cámara. Para medir la verdadera importancia del cambio hace falta retrotraerse algunos años.
No hace mucho, la divertida revista norteamericana Mad explicaba a sus lectores que el oficio más difundido en la televisión era el de los ahers y los ughers, llamados así porque mientras los primeros debían probar un producto y decir “¡Ah!” con deleite, los segundos se ocupaban de rechazar con un “¡Ugh!” de disgusto las mercaderías de las firmas rivales. En la Argentina, la época de ahers y ughers comenzó a declinar hace unos dos años, aunque todavía es posible ver anuncios aburridísimos, en los que alguna señorita pone expresión de intenso placer porque ahora puede usar tal o cual detergente, cerveza o desodorante. Desde luego, el objeto de un aviso no es el de resultar grato sino el de llegar con su mensaje al consumidor, pero es indudable que la renovación en las formas, y la mayor inventiva puesta en algunas tandas, también son útiles desde el punto de vista de la promoción: de no ser así, los expertos publicitarios no las habrían adoptado.
Esa nueva ola en materia de comerciales no empezó el día que Perla Caron apareció promocionando una cocina: antes, unos cuantos rostros habían comenzado a destacarse del pelotón anónimo de los primeros tiempos para adquirir una imagen propia; entre ellos, al menos uno ya había accedido al estrellato: era el de una mujer joven de aspecto sofisticado pero nada tilingo, con la apariencia de alguien que sabe lo que quiere. La tira publicitaba a una firma que fabrica mosaicos y material de revestimientos, y la modelo —a quien nadie ha reclamado un cetro todavía firme— se llamaba Claudia Sánchez. Mejor que ninguna otra, Claudia Sánchez ejemplifica ese boom del rostro identificable que engendró una nueva corte de luminarias y se acostumbró a manejar rostros e imágenes humanas con tanto cuidado y preocupación como el que antes se ponía en los textos.
Otro factor que ayudó al surgimiento de muchas estrellas de la publicidad fue la diversificación de estilos y la consiguiente especialización: si en la época de los ahers y ughers cualquiera podía ensalzar las bondades de un jabón, un auto o un aceite, las nuevas técnicas empezaron a limitar esa posibilidad. Así, algunos productos alimenticios —-cuya compra está a cargo de las amas de casa— empezaron a echar mano de modelos con expresión doméstica y simpática, mientras los promotores de perfumes acudieron a las mujeres de aire más seductor, y los de automóviles se inclinaron por las figuras masculinas más viriles o por las familias armónicas, según el tipo de vehículo que fuera. En 1968, esa especializaron ya es casi definitiva, y cada modelo sabe que su destino está trazado, y que nadie aceptará a un rostro-perfume hablando de aceites lubricantes.
Para explicar ese fenómeno, el mundo de la publicidad se abrió a SIETE DÍAS por boca de diez modelos (Perla Caron, Claudia Sánchez, Eleodoro Lozzi, Marucha Bó, Susana Giménez, Ante Garmaz, Chunchuna Villafañe, Agustina de Elizalde, Marcela Ruiz y Mercedes Harris) y media docena de publicistas —entre ellos los renombrados Alejandro Castro y Andy Bukowinski, y otros que prefirieron no aparecer con sus nombres—, un grupo de celebridades que conversaron a veces varias horas, que mostraron sus hogares, sus costumbres, su pensamiento más franco acerca del surgimiento de esa nueva clase social, a la que uno de ellos bautizó como El Sindicato de los Exquisitos.

Un fotógrafo antipático
“Yo soy modelo por pura casualidad. Antes era profesora de dibujo y caligrafía en el Nacional de San Martín, un trabajo que me gustaba mucho. Un día apareció un fotógrafo gordo y antipático que me ordenó: ¡Ríase! Por supuesto me indigné, le saqué la lengua y puse las caras más horribles que se me ocurrieron; él no tenía por qué tratarme de esa manera. Bueno, ésas fueron mis primeras fotos y mi primer éxito”. Las caras horribles no debieron serlo tanto, ya que quien las intentó fue la chispeante Perla Caron, que la semana pasada rememoró para SIETE DÍAS su iniciación en la publicidad. “Desde entonces —recordó, frunciendo como siempre su nariz— comencé a moverme frente a las cámaras con mayor frecuencia.” Ahora ostenta un amplio curriculum —más de 20 productos— que empezó a crecer cuando sus morisquetas, sus pestañas larguísimas (y postizas) y cierta gracia juvenil que nadie ha podido imitar, se dejaron ver en el ya clásico comercial de cocinas, en una propaganda de líneas aéreas y sobre todo en un corto que publicita a un ponche.
Casi todos los y las modelos consultados coincidieron en señalar que su iniciación en publicidad fue casual o azarosa. Eleodoro Lozzi, a quien nadie imagina sin un sello en el rostro que dice Ahora es legal en la Argentina, es un estudiante de arquitectura que se dedicaba a decorar interiores. Uno de sus clientes resultó ser un publicista “que me vio buena cara para vender cigarrillos”, bromea. De allí al sello de goma mojado en témpera negra no hubo más que un paso. También Agustina de Elizalde ingresó a la publicidad casi por error: “Estaba por entrar en la casa de una amiga, cuando un señor se bajó de un coche y me llamó. No me acerqué porque creía que se podía tratar de un intento de conquista, pero él insistió, me dio su tarjeta y así comenzó todo”. Ahora, la mitad de las personas con las que se cruza le preguntan si realmente ella “es infiel”: “Por supuesto, contesto que sí”, coquetea.
Antes de comenzar con su carrera de modelo, la mayor parte de las figuras entrevistadas se dedicó a tareas bastante ajenas a la publicidad. Marcela Ruiz, por ejemplo, una de las modelos más seductoras, que adquirió una particular celebridad después de un corto en el que decía "Debería haber una ley que me proteja de los hombres que usan. . .”, llegó a Buenos Aires hace tres años, después de haber trabajado en una cooperativa de su Rosario natal. “Mis primeros días, aquí fueron terribles, sufrí y lloré mucho, no entendía cómo la gente podía ser tan distinta. Muchas veces tuve ganas de volver”, relató la semana pasada. Todavía más alejada de la publicidad estaba Chunchuna Villafañe: antes de dedicarse a los cortos comerciales era subinspectora de Obras Públicas (como su colega Lozzi, es estudiante de arquitectura y le faltan cuatro materias para recibirse).

Las armas secretas
Ese primer paso de todos los modelos es apenas un zaguán; pasar al interior del mundo de la publicidad ya es otra historia: centenares de hombres y mujeres tienen la ocasión de posar para una foto, o de aparecer en segundo plano de un corto, y sólo unos pocos llegan a perdurar en el oficio. Desde luego, el talento y la capacidad explican bien el éxito de algunas figuras; pero hay algo más. Marcela Ruiz lo cuenta así: ‘‘No me interesan los artículos de uso doméstico, no serviría para vender pintura o papel higiénico, y no tengo cara de mayonesa, ni de vino, ni de detergente. Pero puedo servir para otras cosas”. Es cierto.
Esa necesidad de tener el rostro necesario para un determinado artículo no es un capricho de los publicistas; por el contrario, toda la renovación que se advierte en los avisos gráficos o televisivos subraya la utilidad de asociar la imagen de un producto con determinada característica de los modelos. En medio de la cuestión, el auge del erotismo publicitario es el que más atrae la curiosidad y el interés del público: ¿por qué la señorita que toma tal whisky tiene un bretel caído como al descuido, el señor que usa fijador X dispone de amigas a discreción, el aroma de cierto perfume es gustado por una pareja en situación confusa?
Un psicólogo que asesora indirectamente a algunas agencias de publicidad explicó así el funcionamiento del tema del sexo en avisos y propagandas: “La expansión del mercado publicitario y el crecimiento de muchas firmas industriales amenazaban, hace algunos años, con detener la competencia entre fabricantes de productos similares. Por decirlo con un ejemplo, todos los posibles consumidores de dulce de membrillo ya habían incorporado ese alimenta a su dieta, y todos los fabricantes de dulce de membrillo habían alcanzado el mismo óptimo nivel de calidad compatible con los costos convenientes. En esas condiciones, la única manera de seguir creciendo que tenía una determinada firma, era desplazar a sus rivales con otros métodos. El más efectivo es la publicidad, pero hay un momento en que el público está saturado de nombres y marcas. Es entonces cuando los publicistas acuden a la motivación profunda, que puede estar más o menos emparentada con el erotismo. La consigna puede ser algo como esto: demostrar que el dulce de membrillo Z es el que comen los hombres más viriles, de más éxito entre las mujeres, para que los consumidores canalicen inconscientemente su deseo de atraer mujeres y sus fantasías de Don Juan consumiendo membrillo Z”.
El erotismo, entonces, no es sino el arma secreta destinada a inclinar al consumidor hacia una determinada marca, por el camino de asociar lo placentero del sexo con lo grato de usar tal producto. Pero hay algo más; el erotismo también se impuso —e impuso a las modelos de tipo sexy— por otra razón: “Basta con prender el televisor para advertir cuántas marcas de un mismo tipo de producto compiten por el mercado. Entonces, la única manera de hacerse un lugar en la memoria del público es impactarlo. La publicidad erótica triunfó porque era algo distinto, eso es todo. Cuando la gente ya esté habituada a los gestos sexy, a las mujeres de voz aterciopelada, los publicistas tendremos que acudir a otro tipo de cosa, no sé si a los diálogos entre niños o entre monjas, pero algo que esté bien lejos del erotismo”, explicó un veterano experto en la materia.
Manejar motivaciones profundas, sin embargo, no es ningún chiste, sino una técnica bien difícil, capaz de salir disparada para cualquier lado. Hace algún tiempo, una empresa textil se lució con un aviso de alto impacto, en el que un modelo se ponía una camisa mientras una mujer comentaba: “Cada día me gusta más”. La situación sugería más un romance furtivo que una relación matrimonial entre ambos personajes, aunque el corto se cuidaba bien de ser demasiado explícito, y se pensó que los hombres asociarían la imagen de la camisa con sus escondidos deseos de aventuras. Pero sucedió algo paradójico: una investigación de mercado demostró que el aviso era contraproducente, por la sencilla razón de que quienes suelen comprar camisas masculinas no son los propios hombres sino sus mujeres, poco deseosas de que su marido se pusiera esa prenda “para después andar luciéndola por ahí”, según sus propias lucubraciones. Así que la agencia debió rectificar velozmente el corto, y en un alarde de ingenio como el que había empleado cuando pergeñó el primer texto, lo reemplazó por otro que decía: “No lo concibo con otra”, que en el inconsciente de las esposas borraba aquella mala impresión.

Artistas y modelos
La historia de Chunchuna Villafañe y Agustina de Elizalde, la de Susana Giménez y Marcela Ruiz, la de Marucha Bó y, en el bando masculino, la de Ante Garmaz, son la mejor demostración de hasta dónde el estilo erotizado de publicidad puede promover a una figura y popularizarla en poco tiempo. Pero el sexo no explica todo: para entender la popularidad alcanzada por Perla Caron o Eleodoro Lozzi, hay que reflexionar sobre la fuerza del humorismo, y para comprender por qué uno de los grupos industriales más importantes del país ha renovado por cuarto año el contrato de exclusividad de Mercedes Harris conviene estudiar el atractivo que la ingenuidad puede tener sobre cierto público, especialmente femenino. Incluso la atractiva Claudia Sánchez escapa a una clasificación dentro de la publicidad sexy, puesto que su estilo trata de aprovechar algunas imágenes de identificación del público por el lado de "la mujer segura de sí misma”. Es que a partir de la expansión del erotismo en publicidad, otras modalidades igualmente importantes comenzaron a adquirir una personalidad propia: ¿quién se habría animado, hace 10 años, a promocionar un cigarrillo burlándose de su largo excesivo, denunciando sus inconvenientes y quejándose de que cuesta demasiado caro?
Cada uno de esos cauces de la publicidad exige sus propios rostros, y los modelos lo saben; lo que no siempre coincide es la personalidad que se trasluce en una foto de revista o en la pantalla del televisor, con la verdadera personalidad de las estrellas publicitarias en privado. Quien vea a Marucha Bó con un bretel caído, tomando whisky y diciendo “Lo estamos pasando X” (la marca del whisky), no imaginaría que está frente a una ex estudiante de química y derecho, que también fue azafata y que en realidad, como confesó a SIETE DÍAS, detesta el detalle del bretel caído.
La verdadera vida y gustos de los y las modelos tienen poco que ver, en general, con lo que el público imagina. La juvenil Perla Caron, por ejemplo, cuenta así su experiencia profesional desde el punto de vista de sus intereses personales: “Cuando empecé a hacer publicidad no lo pensé dos veces. Significaba ganar 10 mil pesos por foto y resolver todos mis problemas económicos a los 22 años. Ahora estoy fea y descuidada, tengo úlcera y taquicardia, estoy vieja y perdí a mis amigos. Duermo tres horas por día, como un sandwich y peso 48 kilos. Una verdadera calamidad. Todo esto se lo debo a la publicidad. Pero es un esfuerzo que vale la pena: gano más de medio millón de pesos por mes. Aunque esto se acabará muy pronto: mi vida como modelo no puede durar muchos años más, porque se cansarán de mi cara”.
Vive sola, pero suele visitar a sus padres —su verdadero apellido es Caroni— que habitan un caserón del barrio de Palermo, y a veces a su sobrino Fabián. En la casa de Palermo todavía se conserva su pieza, sus dibujos, su escritorio: “Los visito, los miro y no hago nada”. Aunque ha publicitado bombones, gaseosas, artefactos del hogar, ponches y grabadores, su expresión más frecuente recuerda un aviso de promoción de unas cortinas, en el que Perla iba de su casa a un negocio con las manos extendidas y gesto preocupado, tratando de no perder la medida de sus ventanas.
Lozzi, “el hombre que ahora es legal en la Argentina”, merced a un sello estampado en la mejilla, dedica casi todo su tiempo a la arquitectura, aunque no siempre puede librarse de la imagen que le ha sido impuesta por su trabajo publicitario: no hace mucho se presentó a rendir Estabilidad II, una materia de cuarto año, y se encontró con que la mesa examinadora lo miraba, cuchicheaba y terminaba preguntándole si no se había olvidado el sello. “No lo uso para rendir mis exámenes”, contestó, bastante acostumbrado a las bromas; por supuesto, aprobó. Es uno de los modelos más herméticos: no quiso decir cuánto gana, qué cigarrillos fuma en realidad, su verdadera edad. Pero eso sí: no deja que lo vean con una pipa en la boca. Es casado, sin hijos, y profesor de educación física en un Colegio Nacional: “Los tengo bien educaditos —a sus alumnos— y saben que no me gustan las bromas”.
Marucha Bó empezó a ser conocida a partir de un corto que promocionaba una marca de telas, y en el que ella y otras dos modelos se paseaban por una calle flanqueada de casas coloniales, montando sendos burritos: “Por poco nos morimos de frío. Hacer un corto para vender telas de algodón cuando está haciendo 5 grados bajo cero no es muy aconsejable”, recordó. Tiene 26 años y vive con una amiga —Mary, decoradora y diseñadora de modas— en un departamento de Santa Fe y Coronel Díaz, el barrio Norte de Buenos Aires, poblado de afiches con los hermanos Marx fumando opio, pipas del marido de Mary, estufas inservibles pintadas de blanco y convertidas en objetos decorativos, fotos de Marucha en distintas actitudes.
Ese aparente rencor de Marucha, es consecuencia de un momento de depresión e implica una protesta más profunda; tiene mucho que ver con su pertenencia al bando sexy, sometida a una imagen recargada y artificial. Es lo que le pasa a Susana Giménez, separada a los 23 años y con una hija de 5, acostumbrada al extraño prestigio de contar con el ombligo más cotizado de Buenos Aires. Incesantemente, las cámaras filmadoras buscan ese centro anatómico para convencer al espectador de que una silueta así sólo se consigue consumiendo determinada gaseosa de bajas calorías. Pero basta hablar un minuto con ella para advertir una personalidad no muy conforme con tantas frivolidades.
Cuando SIETE DÍAS la encontró en una confitería de la avenida Santa Fe, Susana recién llegaba de la peluquería, una rutina ineludible de todas las modelos. “¿Por qué me llamarán siempre para hacer publicidad sexy? —se quejó—. Sólo me miran los hombres, y las mujeres casi me odian. Una vez estaba en un bar cercano a casa y una mujer se me acercó para decirme: Usted está volviendo loco a mi marido, no sé por qué no lo deja tranquilo, como si yo tuviera la culpa”. Esa imagen de Susana Giménez quedó grabada para siempre desde que un corto la mostró como víctima de una colonia “que mataba”; todavía tiene que toparse con gente como el mozo que se le acercó y explicó con acento castizo: “Señorita, yo uso colonia X y sin embargo usted todavía no está en mis brazos. ¿No mata esa colonia, entonces?” Susana se sonríe, no se enoja aunque las bromas sean cosa de todos los días, quizás porque el precio de tanta paciencia es un cachet mínimo de 50 mil pesos por cada film publicitario. Su hija Mercedes no entiende mucho de números, pero quiere ser modelo, “aunque la abuela no la deja”.

Cara y cruz de la fama
La sola mención de las sumas que ganan las estrellas del mundo publicitario puede entusiasmar a cualquiera, y con razón. Pero no debe creerse que ser modelo significa tener todos los problemas resueltos para siempre. Una de las que entienden esto con mayor lucidez es Chunchuna Villafañe. Quien la vea en su casa, pintando a la cal el viejo y elegante edificio del barrio de Congreso, poblando los ambientes con arcones vetustos, vitreaux, gallos de decoración, ceniceros de plata y huevos de ejecutivo (unos ovoides de vidrio o alabastro de suavidad perfecta, a los que se les atribuye la virtud de calmar los nervios), puede creer que está frente a la bonanza absoluta. En realidad, esta madre de dos hijas de 6 y 5 años, casada con el cantante Horacio Molina, no se queja de su suerte, más bien prefiere explicar que la profesión de modelo tiene sus costados halagüeños y otros que no lo son tanto.
“Por ejemplo, trabajo muy poco, paso la mayor parte del tiempo en mi casa. Debo trabajar menos de una hora diaria. A la gente le parece que estoy en actividad todo el día. ¿Creerán que voy de un canal a otro cada vez que aparezco en el aire?”, bromea. Va mucho a la cancha —es hincha de Boca, pero su marido la lleva a ver a San Lorenzo— y se queja de que la gente mire a los modelos como a “bichos raros, con pelo por fuera y aserrín por dentro”. Con la garganta todavía afónica de tanto gritar los goles de Estudiantes, diferencia la actitud del público hacia las modelos según el origen social de cada cual: "La gente muy distinguida se imagina que las modelos han salido del arroyo; la de clase media no acepta nuestro status, quizás porque a la clase superior no le interesan las profesiones liberales. La gente más pobre, se cree que somos todas millonarias, y nos besan y adoran como a cualquier personaje famoso. Los intelectuales nos tratan como a prostitutas de cabeza hueca y sonrisa falsa. Y por último, está la gente como la gente, a la que no le importa más que lo que cada individuo es, y aceptan sin agresividad una profesión como tantas. ¿Por qué no?”
A los 20 años, con botas tres cuartos, ojos pintados y actitud nostálgica, Agustina de Elizalde es en su vida cotidiana mucho más aniñada y menos sexy de lo que puede suponer quien la conozca como modelo. Vive con su hermana Lía (22 años), su tío (abogado famoso) y una abuela (86 años); se pasea entre potiches franceses, sillones de cuero, retratos de sus antepasados. A diferencia de sus padres, que nunca quisieron dejar de vivir en su estancia de Dolores (provincia de Buenos Aires), Agustina prefiere la gran ciudad, piensa en mudarse a un departamento más moderno y chico con su hermana. La mayor queja de la modelo no se dirige contra el público, más bien roza a algunas de sus colegas y otra gente del oficio, que suelen fruncir la nariz frente a su reluciente apellido: “Algunas modelos me critican porque soy de familia distinguida, dicen que hago mal en trabajar y quitarle oportunidades a quien lo necesita. Bueno, yo también lo necesito, si no, no trabajaría. Vivo de lo que gano”. O sea, unos 40 mil pesos por la última campaña que filmó, y 20 mil por cada foto publicitaria: “No puedo pedir más. Soy profesional, pero no de las mejores”.

Lo que vendrá
Aunque Mercedes Harris —en la vida real Mercedes Guersani de Aubele, 25 años, recibida de locutora en el Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica hace 6 años— ha renovado por cuarta vez el contrato de exclusividad que la vincula a una firma que fabrica harinas y otros comestibles, lo común es que las modelos empiecen a preocuparse por su futuro no bien alcanzan la cúspide, en la raya de los fatídicos dos años de trabajo publicitario. Saben que una cara no dura, que las imágenes se desgastan, y que la Ley del Mayor Impacto que rige a la propaganda terminará por dejar de lado a las actuales celebridades.
Si ello no sucedió con Mercedes Harris, es porque está inscripta en un estilo bien alejado del erotismo y el humor, el despoblado campo de las figuras hogareñas, mansas, domésticas. “Soy la locutora de las amas de casa, y eso me gusta mucho”, explicó la semana pasada a SIETE DÍAS. Si se comunica bien con ellas, debe ser porque ella misma tiene gustos bastante hogareños: “Me gusta cocinar, invento como loca y experimento con mi marido. A él siempre le gusta todo lo que cocino”.
Pero su caso es un poco excepcional: “La publicidad se mueve en base a ciclos de muy corta duración. Todo cambia rápidamente. Dos o tres firmas crean las imágenes centrales de cada ciclo y el resto las imita, como sucedió cuando Vittorio Gassman realizó una promoción de hojas de afeitar y se inició una época de personajes famosos anunciando cualquier cosa. Es necesario renovarse, más necesario de lo que se piensa. El ciclo erótico o sexual de la publicidad está colmando su propia capacidad, y dejará paso a otros ciclos”, explicó Alejandro Castro, un experto del cine y la fotografía publicitaria, descubridor de algunas de las más famosas modelos de la actualidad.
Otro publicista, Andy Bukowinski, director de filmaciones de Lowe, no se apura mucho cuando se le pregunta cuánto dura la vida útil de una (o un) modelo. “La vida puede ser ilimitada, pero es necesario para ello cambiarle la cara y la imagen periódicamente. Una modelo no puede standardizarse, ni dejarse arrastrar por un estilo personal que le resulte fácil o cómodo. Debe renovarse de cualquier forma, siempre, no importa la edad: también hacen falta abuelas para ciertos productos”. Cuando Andy comenzó su carrera de director, hace 7 años, no había modelos, apenas “chicas que hacían publicidad”, es decir, no profesionales. “Hace unos 5 años todo empezó a cambiar —recuerda Bukowinski—, desde que entraron en el mercado firmas extranjeras nuevas, con necesidades distintas”. Ahora, es común entre modelos la búsqueda de nuevos trabajos que reemplacen al actual en el momento del desgaste. La que más cuida ese aspecto es la justamente célebre Claudia Sánchez: actualmente filma El proyecto, bajo la dirección de Juan José Stagnaro y con Héctor Pellegrini como compañero de equipo; comparte con Federico Luppi un programa televisivo de ciencia-ficción con ribetes policiales, llamado Delante de la máscara; está contratada para hacer siete programas más de esa serie y se alejará cuando desaparezca su personaje.
Aunque ya está un poco cansada de publicidad, y tiene ganas (y dotes) de dedicarse a otras cosas, lo cierto es que una reciente campaña de promoción le deparó un viaje de 30 días por Europa, con escalas en París, Costa Azul, Roma, Londres, Madrid. Fue un viaje plagado de anécdotas, y lo menos que les pasó fue que los creyeron miembros del equipo del director Roman Polanski, que los confundieran con franceses en Londres, italianos en París y norteamericanos en Roma, y que los suboficiales de la Guardia Imperial británica se atusaran los bigotes y pusieran caras en cuanto advirtieron que los estaban filmando. Claudia tiene 26 años, una hija de 7 y está casada con Nono Pugliese, hijo del ex ministro de Economía.
Otro que cuida el futuro es Ante Garmaz, un yugoslavo soltero de 40 años que se cotiza bastante bien: cerca de 150 mil pesos por filmación, 60 mil por un desfile de modas en el interior, 50 mil por una foto tomada en cinco minutos. Su casa es un departamento al 1000 de Charcas, en el que no se sabe qué mirar, si las estatuillas de marfil, las lámparas antiguas, las alfombras persas, o su colección de 50 trajes, 500 camisas, 2.000 corbatas. En realidad, y como él mismo explica, es un coleccionista de ropa. “Ser modelo y maniquí es una gran profesión; es increíble lo rápido y bien que se gana”. A pesar de eso, respalda su futuro con una fábrica de corbatas, que se venden luego a no menos de 2.500 pesos en 100 negocios distintos, y que amplía su séquito a 50 mujeres que ejecutan sus diseños, más varios vendedores, secretarias, un secretario privado y un chofer. No le va mal: para el próximo invierno se compró un sobretodo de astrakán valuado en 300 mil pesos; hace diez años era corredor de seguros y estudiante de ciencias económicas.
Cuando las actuales figuras publicitarias hayan dejado su puesto, y la corriente dominante en este momento —la publicidad erótica, audazmente sexy— deje lugar a otros estilos, el público aprenderá a admirar a otros ídolos, a entusiasmarse con otros impactos distintos de los actuales. Nadie sabe bien cuál será el recurso a que apelarán los publicistas en un futuro próximo, aunque el caso de los cigarrillos largos y caros parezca anunciar un auge del humor. Castro, por su parte, supone que el próximo ciclo será “una linda mezcla de lo humano y lo honesto, adherido a slogans del tipo Todos los productos son buenos. ¿Por qué no usa el nuestro?” De todos modos, lo mejor es cubrirse las espaldas, no confiar en una gloría momentánea que puede eclipsarse en cualquier momento. Los y las modelos lo saben bien, y por eso el Sindicato de los Exquisitos está integrado por personas preparadas para dar, en el momento oportuno, un golpe de timón en sus formas de vida. Ninguno lo explica más simple y llanamente que Eleodoro Lozzi: “Todo esto me divierte mucho, pero ser modelo me importa poco. Cuando me llaman voy, si no, no me preocupo. No me considero un profesional ni tengo representantes. Todo esto es una gran experiencia, pero en cuanto me reciba de arquitecto le diré un gran Chau a la publicidad”.
Revista Siete Días Ilustrados
28.05.1968
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