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FAUNAS NOSOTROS, LOS LOBOS Tan extraño como su nombre —Ardocephallus Australis— es entender cómo y por qué eligieron esas moradas. El mar, una buena playa, un rincón solitario les bastaban para hacer su vida. No estuvieron en sus cálculos el turismo y sus extravagancias. En 1967, Osvaldo Guaita, Gobernador de Chubut, tuvo que abogar por los lobos marinos, dictando un decreto “para conservar y proteger [...] a la naturaleza en todos los aspectos de su flora, fauna y gea (sic), en sus manifestaciones autóctonas”. Se pensaba, claramente, en preservar las reservas que asientan en Punta Norte, Isla de los Pájaros, Punta Loma y Punta Pirámides. Las plácidas loberías se mecen en la Península Valdés. Todo es cuestión de llegar hasta Madryn. La reserva más cercana es Punta Loma, lugar indicado para ventilar a señores importantes, a quienes siempre apretuja la falta de tiempo, y para asilar a mochileros fugitivos del estrépito que asoma en Punta Pirámides. Las visitas son guiadas por el matrimonio Mestre (a cargo del Centro de Investigaciones y Exploración Submarina de Golfo Nuevo) y el guardafauna Máximo Ghioldi; los tres cuidan que los forasteros no excedan sus entusiasmos, desbarrancándose; hasta suelen calmar a los más interesados con información adicional, proyectando diapositivas. Otro día, partiendo desde Madryn con rumbo Norte, se puede abordar el istmo Ameghino: avenida flanqueada por los golfos San José y Nuevo, a la vista, simultáneamente, de quien se esté sacudiendo sobre el ripioso camino. Un Cristo de cemento, posadero de gaviotas desorientadas, quiere adelantar la paz que, en el puesto de control, se extrema mediante un cacheo general: la ausencia de armas garantiza elementales reglas del conservacionismo. La Isla de los Pájaros, señalada como “islote notable” en las cartas náuticas del golfo San José, es un rocoso promontorio que emerge del océano, a 1.000 metros de la costa. Durante las dos bajamares diarias se puede recorrer a pie una lengua de arena y mejillones, con un techo ensordecedor: el batir de alas y piar de asustados cormoranes, gaviotas y ostreros. Algunos haraganes rezongan, porque no existe un servicio de lanchas para salvar el kilómetro en pleamar. Sería deshonroso para los aventureros caminantes, y un golpe de gracia al sosiego que permite a las aves hacer del lugar su domicilio. Sin tantos bemoles, la que no alteraría su bonanza es una liebre patagónica, domesticada por voluntad y elección propia: ella acepta caricias, se promociona a través de cualquier Kodak Instamatic, succiona alegremente la mamadera con agua que siempre tienen lista los tres hijos de Luis Amuchástegui: un paisano dispuesto a solucionar cualquier problema. CUESTION DE MAÑAS La fiesta zoológica, sin embargo, sólo estallará cuando nuevamente Madryn vea iniciar un tránsito que, esta vez de 164 kilómetros, abrirá las puertas de Punta Norte, la exclusiva elefantería marina continental del mundo. Allí “todo es natural, nada se ha modificado”. dicen los folletos. Es cierto, con una excepción: el desentonante cartel que amenaza con la peligrosidad de los elefantes y lobos marinos actúa como freno psicológico para aquellos que no están conformes hasta que rozan la trompa de bicharracos que llegan a pesar 6 toneladas; y que no son tan lentos, como afirman los textos. Hay algunas mañas que conviene tener en cuenta: si la presencia humana es mediterránea, puede haber buenas migas; si el hombre, ignorante de usos y costumbres, se acerca ingenuamente, oponiéndose al libre camino hacia el mar, los mamíferos topan a ciegas, despavoridos, y no es recomendable que eso ocurra. Jorge Depasquali, 28, soltero, un bachiller porteño que llegó al Sur, hace dos años, “para hacer algo”, se conchabó como guardafauna en Punta Norte; está decidido a preservar las especies, además de rastrear vestigios óseos y souvenirs indios para su museo particular, al que también debe proteger de las apetencias turísticas. FAR WEST Y LOBERIA Por la Ruta Provincial 3 habrá que desandar unos 60 kilómetros para desviar el volante en busca de Punta Pirámides. Pueblecito semejante a los que Hollywood ideó para el Oeste norteamericano, carece empero de sheriff; se les distingue, además, por un reguero de carpas y una franca tendencia estival a la motonáutica. La playa insiste, con el suave declive hallado en Madryn, aunque se encajona de acantilados. En los alrededores aguarda la última reserva faunística de la península. Para encontrarla, hay que trepar el sendero de cornisa —una sola trocha—; con el corazón en la boca, la caja de cambios en el alma y el pie en el freno, se desciende más tarde viendo, allá abajo, contrastadas con el esmeralda del mar, las construcciones al mando de Santiago Ortega, 34i casado, dos hijos, bonaerense de Pilar, que, como Depasquali, se deslizó por su país en busca de horizontes económicos y paisajes mejores. La lobería próxima y el retumbante asedio de curiosos ya no le garantizan la sedante tranquilidad de antaño. En su familia, nadie se salva del programa de actividades: mientras Ortega asesora livianamente sobre los hábitos vitales del lobo marino, su esposa controla los accesos desde la ventana hogareña, y los menores actualizan estadísticas de los automotores que parecen caer, en aluviones mecánicos, desde esas alturas. El turismo que recibe Chubut se nutre de docentes jubilados, jóvenes estudiantes —o no tanto, pero jóvenes al fin—, alguna pareja recién unida y escandalizada por el bochinchero rostro nuevo de Bariloche, o prolíficas familias que encuentran la escenografía para fascinantes aventuras de sus críos. Mejor será no equivocarse, confiando en gozar de agua potable, servicios centrales y cantina provista, en la vecindad de las reservas. En canje, siempre otorgará prestigio alguna instantánea manoseando i elefantes marinos, o descubriendo un nido; ni hablar de la superioridad que se ha de sentir, cuando el relato de las peripecias sea escuchado por quienes, sobre el tema, apenas puedan discurrir de los dos bichos posados en la rambla marplatense. Estáticos, pacíficos, hasta vanidosos (si de calificarlos se trata), los auténticos lobos marinos afincan, indiferentes, su piel gris amarronada. El sol les place, el mar los llama, el hombre no les molesta: si mantiene distancias prudenciales y, está recomendado, no se interpone en su libre vía acuática. Chubut no queda tan lejos, como muchos argentinos suponen; el camino de acceso es aceptable. Una reserva de hotel nunca estará de más: los de Puerto Madryn están completos desde el principio de temporada. El respeto a las indicaciones que se reciben en las loberías tendrá una fundamental ventaja: la experiencia de hoy ha de ser revivida en el futuro. Conviene evocar que los lobos y elefantes marinos no son muy hábiles para distinguir al viandante pícaro, gracioso: podrían confundirlo con un enemigo, y ellos son tan macizos. En cuanto a los cazadores, mejor será que despunten su vicio en otra ocasión. Las leyes proteccionistas impiden hacerlo en la Península Valdés; además del decomiso de armas, el infractor se expone a la vindicta pública: es que el habitante sureño sabe lo que su tierra le ha dado. Nada peor que sentirse acusado por haber hecho puntería sobre un lobo marino: al regresar de la comisaría, no lo saludará ni el portero del hotel. 1/ll/72 • PRIMERA PLANA Nº 470 |
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