Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


lolita torres




Lolita Torres
Gorjeos y algo más

Una intrascendente comedia musical, premonitoriamente titulada “Según pasan los años”, permite a Lolita Torres demostrar que, además de voz, posee sólidas dotes de actriz

En el primer mes de actuación recaudó 19 millones de pesos. Una salerosa sin mucho misterio, natural de Avellaneda, llamada Lolita Torres, había asestado un rudo golpe a las cimbreantes divas de la revista porteña: por primera vez en la historia de la farándula, alguien conseguía interrumpir el hegemónico reinado de El Nacional sobre los bordereaux teatrales. Nadie, ni siquiera la legendaria Libertad Lamarque, con su Hello, Dolly, fue capaz de semejante insolencia.
Curiosamente, los primeros sorprendidos no fueron los empresarios sino los críticos: cuando el 18 de julio pasado se levantó el telón sobre Según pasan los años, la mayoría se aprestó a sobrellevar con estoicismo un alud de canciones españolas. Dos horas después, comentaristas habitualmente poco piadosos, abandonaban el teatro Avenida con la casi unánime convicción de haber descubierto una actriz de comedia.
Lolita Torres se ha convertido, sorpresivamente, en el eje de algunos enigmas. Entre otros, las razones de su arraigo, de su vasta popularidad; sus infrecuentes presentaciones en público (su última actuación en teatro aconteció hace 16 años, con Ladroncíto de mi alma, en el Grand Splendid), sus escasas actuaciones en televisión y cine (16 filmes en 25 años), su marcada reticencia a la publicidad y los apacibles contornos de su vida íntima (donde se empeña en ser Mariana Torres de Caccia, un ama de casa invulnerable a la curiosidad periodística). Todos no hacen más que fortalecer el enigma de su vasta feligresía; un público enfervorizado, predispuesto, ávido por testimoniar su afecto, que excede los hispanófilos territorios de la avenida de Mayo.
Sin discusión, Lolita es hoy una de las artistas más populares en Moscú: al grito de Llallita, Llallita, el Teatro del Kremlin hirvió de entusiasmo cuando la diva accedió a cantar Caminito, la poco socialista creación de Filiberto y Coria Peñaloza. “Fue inolvidable. La gente aprendía palabras sueltas en español para acercarse, para mostrarme su cariño: Gracias, Llallita, éxito. Ya cuando tomé el avión ruso en Londres, la azafata dijo que me conocía a través de algunas películas y sin más se puso a cantar mis canciones, por supuesto sin entender lo que estaba
diciendo”, recordó ahora ante SIETE DIAS.
Para Lolita Torres, su reinado moscovita comenzó cuando los rusos compraron su film La edad del amor, tras el cual se infiltró Pimienta y 40 años de novio, exhibido en el Festival Cinematográfico de Moscú en 1963. Allí conoció a Kruschev y señora, Janos Kadar y señora, y a la cosmonauta Valentina Tereshkova. En el living de su piso de la avenida Santa Fe, en Buenos Aires, conserva como un preciado recuerdo una foto autografiada de Yuri Gagarin, casi náufrago entre el despliegue de abanicos, estampas japonesas, porcelanas y sillones capitoné. "Mi triunfo en Rusia no es ningún misterio: allí gusta mucho todo lo hispánico. ¿No es sugestivo que Capricho español lo haya compuesto Rimsky Korsakov?”, generaliza Lolita.

EL TAMAÑO FAMILIAR
No es fácil que Lolita objetive las razones de su triunfo. Para ella, "es el premio a una carrera muy meditada, considerablemente larga —debuté en el Avenida, a los once años— y muy dosificada. Considero que al público no hay que cansarlo. Por el contrario, hay que crear en él las ganas de ver al artista, una cierta impaciencia. Por otra parte, creo que ha influido considerablemente la felicidad de mi vida privada: estoy casada con el hombre más bueno y comprensivo del mundo. Fíjese que para acompañarme (él, que no entendía nada de teatro) se ha hecho empresario. La gente también se alegra de ver que los artistas pueden tener un hogar feliz y normal”, enfatizó.
Junto a esa imagen candorosa, de normalista soñadora, que ella alentó toda su vida, sin audacias ni estridencias artísticas o privadas, existen otras, capaces de explicar su magnética atracción. Para Pedro Escudero —el hombre que la dirigió en Según pasan los años— Lolita es algo así como una actriz de tamaño familiar: "Observe que en este teatro, el paraíso —ámbito tradicional de los hombres solos— está casi vacío. En cambio, los palcos y plateas se llenan de grupos familiares completos: los abuelos, el matrimonio y los chicos. En la actualidad, los espectáculos tienden a disgregar a la familia, ya sea porque plantean problemas generacionales o porque, directamente, son inconvenientes para menores. Lolita, en cambio, reúne a la familia. Un día había tantos chicos en la sala que me parecía una función de teatro infantil”, exageró.
A Escudero, director teatral de dilatada experiencia, lo asombra la vitalidad de Lolita: ‘‘A ninguna actriz me animaría a exigirle 22 cambios de vestuario en el curso de dos horas. Piense que los fines de semana, cuando hay doble función, tiene que cambiar sus ropas 44 veces. Es una obligación realmente extenuante”. Semejante ajetreo físico es para Lolita un holocausto que rinde a su público: “Ahora, la gente es más exigente. Años atrás, cualquier cantaora llenaba este mismo escenario sin más aderezo que un blanco telón. Hoy, el público no se conforma tan fácilmente: hay que reunir un reparto estelar, presentar un vestuario deslumbrante y lujoso, ofrecer una escenografía creadora y cambiante”, enumeró.

SEGUN PASAN LOS TANGOS
Todas las noches, entre las diez y las doce, elude la trampa que preparó para ella Rodolfo M. Taboada en complicidad con Tito Ribero. Ambos hicieron gala de una notable economía, esfuerzo del que salió Según pasan los años, gazmoña comedia musical que no logra empañar el oficio de Lolita Torres: airosamente vence las tediosas obligaciones que le impone el libreto, tales como bailar un tango con Newbery, conversar con Villoldo, contemplar a un caricaturesco e irrespetuoso Discepolín y soportar los desmanes verbales de Soiza Reilly. Mientras tanto, debe defender su virtud a lo largo de tres generaciones, fastidiosa obligación que justifica el título y los tres papeles que representa: abuela, madre y nieta. El paso del tiempo es una buena excusa para exhibir el deslumbrante vestuario (que va desde los antiguos miriñaques a unas sorprendentes minifaldas, que Lolita agita en las contorsiones de un yeah-yeah de Palito Ortega). Los años mostraron también que —al menos para Lolita— no han pasado en vano.
Para ella, este sorpresivo descubrimiento resulta un tanto enojoso: “Lo que ocurre es que nunca me han querido ver como actriz. Comprendo que con el tiempo una vaya alcanzando cierta madurez, pero en trabajos anteriores también estaba
la actriz, sólo que no la vieron”, se quejó. “En la crítica suele haber malas intenciones: dijeron que en esta obra yo hacía play-back, porque no se veían los micrófonos. Nadie sabe que yo tengo este chiche, que costó 700 dólares y que llevo oculto entre las ropas”, y mostró al redactor de SIETE DIAS un pequeño micrófono a control remoto. “No se olvide de aclarar eso porque es muy importante: si yo hiciera play-back estafaría al público, que paga para verme cantar y no para que abra la boca”.
Menos drástico es el tono que emplea para describir sus lejanos comienzos: “En este mismo teatro, cuando tenía 11 años. Todavía hay algún tramoyista que me recuerda... Tenía que cantar dos canciones. Tenía también mucho miedo, pero salí dominando. ¡Cuánto siento que mi madre no pueda ver este triunfo de ahora! O quizás sí lo ve, ¿no le parece? Por suerte, tengo a mi papá, que aún hoy es mi crítico más implacable. Nada lo conforma. Después de estrenarse en 1943 La danza de la fortuna, donde canto y hago un pequeño diálogo con don Luis (Sandrini), la Lumiton quiso hacerme un contrato de exclusividad por cinco años. Y mi padre no me dejó. Decía que era muy chica para hacer de damita joven, que ya tendría tiempo para cansarme del cine. Me costó muchas lágrimas, pero él sabía lo que hacía”, acepta ahora en un rapto de amor filial.
Tras numerosos ciclos por radio El Mundo y transitar por las catedrales porteñas de la hispanidad, El Tronio y Goyescas, los discos comienzan a cimentar su fama de cantante. En la década del 50, su hit Castillito de arena afirmaba la hispanidad frente a la invasión itálica de Nicola Paone y los excesos vernáculos de Antonio Tormo.
Ahora, a 25 años de su debut cinematográfico, parece definitivamente tentada por su nuevo destino de actriz de comedia. Junto a Pedro Escudero, prepara un ciclo para el Canal 13 que se integrará con Olimpia y la célebre Sangre y Arena de Blasco Ibáñez. Ensaya su última queja: “Una revista dijo que Lolita Torres había nacido ayer (por el día del estreno). Aunque es injusto, entraña un velado elogio”. Y quizás, también, una nueva responsabilidad.
José M. Jaunarena
Revista Siete Días Ilustrados
09.09.1968
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