Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

mercado de abasto
INTIMIDADES DEL ABASTO
“Mercado de Abasto: esa fantástica despensa de la ciudad gigante”, definió, alguna vez, el hacedor de tangos Francisco García Jiménez. La sola mención de su nombre remolca un amasijo de evocaciones pantagruélicas, donde no faltan —tampoco— las viejas crónicas de taitas, mechadas con hazañas de sangre y cuchillo. Junto a la parla dialectal de verduleros italianos y criollos matarifes —de riguroso lunfardo— fue creciendo otra historia que habría de convertirse en mito: la de Carlos Gardel. Flanqueado de jugosas catedrales de vermicelli al dente, el Abasto (como suelen; apocopar los porteños) pareciera resentirse de ese acopio de reses y verduras: “El Mercado de Abasto no solamente es el estómago de la ciudad sino, también, su musa inspiradora”, plagió Julio Milanese (54, tres hijos) familiar habitué del vecino restaurante Chanta Cuatro. La apología gardeliana se refería, claro está, al Morocho del Abasto, e intentaba disminuir el rol proteinoso y vitamínico que deshilvana el mercado desde el 1º de abril de 1893, fecha en que fue fundado por un grupo de comerciantes y quinteros. Con todo, aún es probable que la cursi afirmación de Milanese pueda cumplirse: dentro de cuatro años, las topadoras municipales arrasarán el vetusto edificio de Corrientes y Anchorena, y toda su fauna arrabalera —esa picaresca que nutrió a más de un sainete porteño— habrá de emigrar a los soleados predios de Ezeiza. Quizás entonces —sólo entonces (por ese atractivo que ejercen las cosas que ya no existen)—- el Mercado de Abasto acaso pueda torcer su historia de zapallos y tomates que acabó por superar —al fin de cuentas— su exagerado anecdotario de iglesia del hampa.

FAENA A LA ITALIANA
Bajo su pétrea y gris estructura, el Abasto alberga un total de 650 locales, de los cuales 600 trabajan en el plano mayorista y el resto con ventas al menudeo. En los 2 subsuelos y en las 2 plantas sobre superficie del mercado se comercializan —diariamente— un millón de kilogramos de verduras, 800 mil kilos de frutas y 2.500 reses vacunas. Cifras que duplican las operaciones pergeñadas por los otros tres mercados proveedores de Buenos Aires: el Saldías (exclusivamente mayorista), el Dorrego y el Spinetto.
Por las dos desvencijadas escaleras mecánicas del Abasto —que en un tiempo fueron orgullo de puesteros y olientes— circulan, todos los días, las 6 mil personas que componen su staff permanente. También en forma constante, un promedio de 100 camiones opera sobre las cuatro calles que limitan su perímetro de 2 manzanas: Corrientes, Agüero, Lavalle y Anchorena. El mercado, que ahora funciona bajo la forma de una rentable sociedad anónima (obtener un contrato de 3 años por el alquiler de un metro cuadrado donde estibar la mercadería impone a los consignatarios oblar una suma mensual de 15 mil pesos viejos), fue la obra exclusiva de lúcidos quinteros italianos, quienes advirtieron que su humilde faena de cultivar la tierra se trasformaría en pingüe negocio si dispusieran de un centro de ventas en el corazón de la ciudad.
Hasta 1910, el mercado fue servido por carretas de parsimoniosos bueyes, procedentes de las huertas ancladas en Belgrano y que se prolongaban hasta Olivos. “En ese tiempo —evoca José Salvio (74, dos hijos, 60 años en el Abasto)— ya existían, como ahora, los grandes problemas del trasporte y del estacionamiento de los vehículos de acarreo. Allá por el año 20 —aún se sulfura Salvio— una ordenanza municipal, dictada de un día para el otro y entre gallos y medianoche, impuso a los carreteros la obligación de herrar los bueyes. Nadie, desde luego, estuvo en condiciones de hacerlo. Un día se apareció una comisión policial que impidió la circulación de todos los bueyes sin herrar: el mercado, y por consiguiente también la ciudad, se quedaron sin verdura. Ahora, lo mismo que antes —supone Salvio—, la Municipalidad ha limitado el radio de las operaciones de carga y estacionamiento, lo cual siempre trae inconvenientes”, concluye el memorioso puestero, temiendo que a algún funcionario se le ocurra —“para colmo de males”— mandar poner herraduras a todos las camiones.
Después de las carretas, llegaron al mercado las máquinas y los vagones de ferrocarril, hasta que más tarde todo el acarreo se organizó por medio de las zorras eléctricas que se desprendían de las vías del ferrocarril Oeste, que entraban al Abasto por un ramal férreo que corría por la entonces calle Laprida, hoy Agüero. Poco a poco, a medida que Buenos Aires iba creciendo, el mercado también ampliaba sus límites: en 1904 se construyeron las instalaciones de la calle Lavalle, hacia 1913 el pabellón de frutas y en 1930 se concluyó el. edificio que le die al Abasto su actual fisonomía.
“Prácticamente con el nacimiento del Mercado de Abasto surgió una historia extraña y mentirosa que sumió al establecimiento en una red de conjeturas. Casi todos los porteños piensan que la culpa del encarecimiento de los precios es de los mayoristas que operan en el mercado, pero eso no es verdad —se justifica Alejandro Capurro (60, 40 años de mercado, gerente de la empresa)—. Este, por sus características especiales de trabajar con mercaderías perecederas, es un negocio en el que no se puede especular, aquí todo se pudre en horas, y la mayor preocupación de los mayoristas es la de desprenderse lo más pronto posible de frutas y hortalizas.”
Una doctrina que también sustenta Arturo Fernández Giorio (62), titular de la Asociación de Fruticultores que funciona en el mercado: “Un reciente informe de la comuna —se alegra— indica que el nuestro es el sistema de ventas de mayor claridad observado en el país”. En la sala de remates de la asociación, en el segundo" subsuelo —instalada a la manera de un teatro—, se realiza, tres días a la semana, una subasta de frutas según la política de “precios trasparentes” (son los que se anotan en una pizarra y se llaman así en contraposición a los “precios de oído”, cuyo cómputo sólo se lleva en la memoria). “La fruta llega
al recinto con un valor base determinado —ejemplifica Giorio—. No habiendo ofertas, el martillero comienza a bajar el precio, que en un cajón de manzanas de 20 kilos, cuya base fuera de mil pesos viejos, puede descender a 500. Después de la primera oferta, el valor comienza a subir de nuevo y generalmente el precio final se sitúa a un nivel promedio entre el de base y el de venta: ese método sencillo —imagina F.G.— fija el precio del día”. Una alquimia que en el caso de la frutilla (5 kilos 3.800 pesos viejos, la mañana en que SIETE DIAS deambuló por el anfiteatro) suele escalar las cumbres más elevadas. La proletaria mandarina, en cambio, no sólo la la fruta de menor precio sino que, además, regula el precio de todas las restantes.
“Cuando llega la mandarina, el mercado baja —se preocupa Ramberto Paoli (46, dos hijos, revendedor)—, ya que es una fruta que compite fácilmente con las otras y su abundancia es muy grande. Por lo general, aquí en el mercado, la oferta es superior a la demanda; yo no puedo darme el lujo —modestiza Paoli— de guardar mil kilos de mandarinas de un día para el otro porque se echarían a perder. Por eso, un cajón de 22 kilos, que nosotros vendemos a 500 pesos viejos, en los negocios minoristas llega a costar el doble.”
Esa angélica inocencia de puesteros y regentes del Mercado de Abasto —quienes rechazan, enfáticamente, el mote de agiotistas que les endilgan sus colegas menores— no es aceptada por Arturo Spósito (48, tres hijos), veterano frutero de Corrientes hacia el río, una zona atiborrada de tiendas, donde la mayoría de los comerciantes parlotean en idisch: “los mayoristas hablan de precios trasparentes, pero todo es un engaño —fustiga—. Por lo común, son ellos quienes fijan los precios que quieren y que más les convienen. El método que utilizan es muy simple y sólo consiste en regular la existencia de fruta en el mercado. Cuando ven que un precio está bajando porque hay mucha oferta, hablan por radio con sus camiones y les ordenan tirar la mercadería. Eso es lo que pasa también con el tomate: hay caminos, en el interior, que están pavimentados con tomates, mientras que aquí tenemos que venderlos a unos precios astronómicos", se mortifica Spósito, quien —sin embargo— no se decide a exhibir .—ante SIETE DIAS— sus boletas de compra. “El bibliorato de facturas se lo llevó la chica que me hace la contabilidad”, gambeteó el frutero.

CUESTA ABAJO
“De cada 100 cajones de mercadería 2 van a parar a la basura”, derrocha Gilberto Guaymás (37, empleado de un puesto mayorista): una elegante elipsis para referirse a la pila de desperdicios que inunda las caites aledañas al mercado, donde una cuadrilla permanente de ancianos miserables y changadores rebuscan hasta encontrar algo rescatable, que se pueda comer o vender a muy bajo precio. Tarea en la que no siempre tienen éxito: los camiones que transitan por las estrechas callejas trituran y confunden hortalizas con frutas, formando una pasta más o menos fangosa que se extiende por todo el mercado y que casi oculta el suelo. Es la otra cara del Abasto, una arista sórdida que contrasta con la opulencia de los puesteros: prósperos comerciantes acostumbrados a manejar millones y a pasear en autos último modelo.
“Son pobres viejos desamparados y changarines en decadencia —asegura Julián Gutiérrez (28, soltero, peón de carga)—. Durante horas y horas escarban en los desperdicios buscando fruta en buen estado y algunas verduras que les sirven para cocinarse un puchero de pobre. Pero ahí —señala Gutiérrez— no hay nada que sirva.” Menos caritativo, Aurelio Montiel (48, tres hijos, chofer del un camión del que se descargan descomunales zapallos) descorcha un lenguaje acrimonioso cuando le toca el turno de referirse a changarines y cirujas: “En este mercado abunda el trabajo, pero esta gente no quiere laborar —lunfardiza—. Por lo general son personas que toman mucho y que todo lo que ganan se lo gastan en vino y ginebra. Un changador recibe 10 pesos viejos por bulto descargado y 20 si los cajones son muy pesados; cuando la mano viene bien, el changarín se puede alzar con 3 mil nacionales. Si un camionero está conforme con un changador, le da trabajo permanente, pero vaya a conseguir uno que le sirva y que le cumpla cuando usted lo necesita!”, se desilusiona Montiel.
Más complaciente, su colega Fernando Méndez (32, soltero) no puede dejar de limitar las circunstancias: “Te regalo la vida que llevan estos pobres —ofrece Méndez—: se la pasan todo el día cargando sobre el lomo bultos de 50 kilos o pilas de cajones vacíos, altas como torres de iglesia. Es lógico que terminen con sed. ¿Y qué querés?, ¿que tomen agua? —se espanta el camionero—: a mí no me gusta el agua y a ellos tampoco. Pero son buenos muchachos —beatiza—: la mayoría son tucumanos, salteños, jujeños o correntinos que vinieron con algún camión y después se quedaron. Y te juro que ahora les va mejor que cuando estaban en su provincia”.
Con todo, un reparto de personajes sui generis hormiguea por las calles laterales del Abasto. Aun la mirada más epidérmica permite detectar una legión de rostros avellanados por las privaciones y el alcohol. En horas de la noche —las de mayor actividad en las operaciones de carga y descarga— decenas de latas pringosas hierven un puchero magro y casi hediondo. Una somera prospección realizada por SIETE DIAS permitió establecer que el 60 por ciento de los changadores no tiene domicilio fijo en la capital y que suelen alojarse en los dudosos hoteles de la zona, que ofrecen camas a 350 pesos viejos por día, en piezas compartidas por 6 ó 7 personas. Muchos de ellos se conforman con echar un sueño, entre camión y camión, sentados en el suelo, con un cajón sobre las rodillas y con los brazos y cabeza apoyados en la madera. El trabajo —realmente duro, sobre todo en invierno— se prolonga durante el lapso necesario para recolectar 600 u 800 nacionales, después de lo cual el changador deserta.
Muy pocos son los peones que trabajan en forma regular y que poseen aspiraciones que vayan más allá de lo cotidiano, una circunstancia que puede explicar una nada curiosa constante: el 80 por ciento de ellos son solteros. Jaime Toconas (23, salteño, “siempre de novio”) es un changarín que se empeña en desordenar las estadísticas: “Hace 2 años que estoy trabajando aquí y no me va mal —confesó a SIETE DIAS—: vivo en un hotel que queda a 3 cuadras y ya me compré un tocadiscos y algunas pilchas —argotiza—. Es verdad que de noche hace frío, pero trabajando no se siente; lo que sí se nota es el cansancio, sobre todo después de cargar, bultos durante 10 horas seguidas. El salario no es malo, pero no alcanza porque todo cuesta mucho; eso sí, nunca gané 3 mil pesos en una sola noche; lo que más alcancé a sacar fueron 2.500, y eso que trabajé hasta no dar más. La plata siempre es poca; y conste que yo no soy un farrista”, aclara Toconás, mientras lucubra infinitos, modestos proyectos matrimoniales. Una manera de renegar de la pendiente que arrastra cuesta abajo a la mayoría de los changarines del Abasto.

ENTRE SODOMA Y GOMORRA
Un costado sórdido del mercado, que termina por empañar su leyenda de guapos, hombres de bien y cantores eternos, es la profusa existencia de homosexuales y prostitutas que pululan por el mercado y callejones vecinos. “¿Puede pedirse moral y pureza en este ambiente? —se interroga Luis Arbide (38, dos hijos, “muchos años de mercado”)—. La mayor parte de los changadores y peones viven en villas miseria o no viven en ninguna parte: aquí es imposible hablar de nivel de cultura porque es nulo. Por eso se explica tanto la activa prostitución como las prácticas homosexuales. Las mujeres, por lo común, entran en el mercado con el pretexto de vender alguna mercancía, café, medias, fantasías o cualquier otra baratija, y se las arreglan para deslizarse hasta los sótanos, donde con frecuencia hacen cola una veintena de individuos. Pero ninguna de ellas se enriquece: un día cualquiera desaparecen del mapa, barridas por las enfermedades o la miseria. Sin embargo, el plantel se renueva constantemente y nunca falta un lote de 9 ó 10 cortesanas que desfilan a las horas más insólitas”, se extraña Arbide. “Este mercado es un burdel en continuado”, exagera Ángel Raffo (45, dos hijos, camionero), quien sólo alcanza a explicar las prácticas sodomitas apelando a la promiscuidad, a la miseria del entorno y a la multiplicación de recovecos que facilitan las citas escabrosas, cuya puesta en escena Raffo se complace en narrar sin perdonar el menor detalle: “Lástima que no podrá publicarlo”, advierte, con razón.
El progreso de la urbe —que sacudió sobre el pintoresquismo del Abasto todo el peso de la sociedad de consumo— barrió con toda la tradición machista del mercado: algunos de sus más viejos habitantes coinciden en aceptar que después de la aparición del peronismo en la política nacional, el Mercado de Abasto dejó de nutrirse con historias de guapos, casi todas ingenuas y más o menos vagas. Nicolita Pastor (58, dos hijos), Luis Chino Romero (73) y el memorioso Salvio se obstinan en
recolectar anécdotas mínimas (“Gardel era un compadrito que nunca trabajó en el mercado pero que solía venir a ver a sus amigos vestido de frac”, Salvio dixit), crónicas jocosas para exclusivo consumo local (“Una vez se trenzaron el Tarugo y el Baturro: los dos sacaron los revólveres pero ninguno de ellos se animó a disparar. Cada uno le decía al otro: ‘Tira, tira, que te doy el primer balazo de ventaja’, pero al final se cansaron de guapear y se fueron sin lastimarse”, narra el Chino), anécdotas comunes, que agotan todo el repertorio de la memoria: “Un día, cuando yo era chico, el Tano me quiso hacer pelear con un pibe amigo, pero nos confabulamos los dos y fue el Tano quien recibió la biaba”, completa Nicolita Pastor, mientras pasa a su lado, indiferente a las miradas indiscretas, el último personaje de la picaresca del Abasto. El Flaco —sólo así se lo conoce— deambula todo el día con su bandeja de chocolatines y caramelos voceando un extraño slogan publicitario que machaca monótonamente: “Hay algo p’al hígado, hay algo p’al hígado”.
Quizás haya que añadir, entre el profuso batido de ingredientes que no rescato el sainete porteño, al enjambre de bolivianas —polleras multicolores— que adquieren en el Abasto su exigua batería de limones y ajos. Desde hace unos pocos años es frecuente verlas —siempre de a dos— deambular entre puestos y camiones armadas de sólidos garrotes que nunca abandonan: un arma contundente para disuadir, y castigar, a los changarines y puesteros que compiten —jocosamente— en pellizcarles el derrière. Uno de los sports más difundidos en el actual, miserable y millonario Mercado de Abasto, donde la fama valentona y apócrifa de los taitas mitológicos cedió ante la cáfila cierta de verduleros con plata.
Revista Siete Días Ilustrados
13.07.1970
 
mercado de abasto
mercado de abasto 

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba