Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

mirta tanevich
Mirta Tanevich
"A mi me gusta volar"

Una lucha sin cuartel contra los hombres que se resisten a las mujeres aviadoras prologó la más excitante aventura de la primera piloto argentina y actual integrante del staff técnico de la fábrica Cessna

Es la primera y única piloto de línea aérea que hay en la Argentina. Dos mil horas de experiencia en el aire, el obligado tránsito por la Escuela Nacional de Aviación Civil y, claro, una obcecada rivalidad con los hombres que monopolizan el oficio incautaron el tiempo de Mirta Tanevich (27, soltera) y lograron vigorizar su certeza de que pese a ser mujer, joven y linda, “no hay para mí otro trabajo en el mundo que pueda compararse al de piloto de aviación”. Su alucinada devoción por alas y motores la catapultó rápidamente a la fama entre sus colegas; pese a la cerrada oposición que encontró en sus comienzos por su condición de mujer, fue contratada por la empresa Cessna Argentina para cubrir uno de sus más delicados trabajos: el traslado de aviones nuevos, desde la fábrica, en EE. UU., hasta sus compradores. “Tuve infinidad de dificultades antes de acceder a ese cargo —confiesa—; a veces, cuando intentaba comunicarme con una torre de control ni siquiera me contestaban. Si no, me trataban mal. Pedía, por ejemplo, un informe meteorológico, me exigían que me mantuviera alerta y la respuesta no llegaba jamás. Muchas veces pensé en abandonar la carrera; sobre todo, cuando los hombres interrumpían mis comunicaciones para decirme gansadas como por qué no te vas a lavar platos y cosas por el estilo.” Pese a las protestas, la Tanevich no desdeñó las posibilidades que le planteaba Cessna, y hace pocos meses, en un bimotor de la empresa con capacidad para seis pasajeros, emprendió un difícil rally: viajó, absolutamente sola, desde Wichita, en Estados Unidos, hasta Don Torcuato, en la provincia de Buenos Aires. Objetivo: entregar sano, y salvo un Cessna 310 a un nuevo cliente de la compañía.
La semana pasada, mientras realizaba un vuelo de rutina, acompañada por un redactor y un fotógrafo de SIETE DIAS, M.T. recordó las peripecias de esa aventura.

¡VOLARE OH, OH!...
“El viaje duró cuatro días. Desde el primer momento me pareció estar volando con una bomba de tiempo a mis espaldas: debido a la longitud del derrotero tuve necesidad de llevar dos tanques de nafta suplementarios, con una capacidad cercana a los mil litros. Afortunadamente no fumo. De lo contrario, me habría, tenido que privar de una costumbre que practican casi todos los pilotos ni bien despega el avión. Además, viajé todo el tiempo con mucha incomodidad: las dimensiones, de los tanques de gasolina extra me obligaron a estrechar el espacio en la cabina de mando. Tengo las piernas muy largas y me gusta extenderlas lo más posible sobre los pedales: fue un martirio tener las rodillas aprisionadas contra el tablero. Después de cuatro horas de vuelo llegué a Bronxville, en el límite con la frontera mexicana, y pedí autorización para descender. En las proximidades del aeródromo llamé al control: Lima, Víctor, Papá, Oscar, Hotel (L.V.P.O.H., las siglas que denuncian la matrícula del avión). Tuve respuesta afirmativa y descendí sin problemas. Nuevamente repetí la operación para el despegue de Bronxville. El avión anduvo siempre a las mil maravillas. El piloto automático funcionó perfectamente. Una vez alcanzada la altura de crucero (dos mil metros, aproximadamente) y después de haber compensado la postura del avión, ya se puede conectar el automático (que no sirve, como muchos suponen, para tirarse a leer el diario y fumar el cigarrillo, sino para hacer una buena navegación). De Bronxville enfilé hacia Veracruz, en el golfo de México, sobre la costa del Caribe. Era de noche, en el camino encontré algunas nubes. En Minateclán, Veracruz, tuve que hacer noche porque me impidieron despegar: se iba a producir un eclipse solar y el cielo estaba atestado de aviones meteorológicos para observar el fenómeno. De allí fui directo a Managua, Nicaragua.
viaje duró cinco horas: yo hubiera querido hacer etapas más largas, pues la autonomía del avión me lo permitía, pero no pude debido a la mala posición a la que me sometía el tanque. Me habían advertido que saliera del aeropuerto nicaragüense muy temprano: iba a cumplir la etapa más brava. Decolé a las seis de la mañana y a eso de las diez observé a mi derecha lo que me habían pronosticado: una inmensa zona de cumulus nimbus, las nubes más peligrosas que existen y en las que jamás hay que meterse. Tienen un aspecto apacible, parecen mansas, son grandes y arrepolladas, pero son las peores enemigas del aviador; si uno penetra en ellas pueden romper en mil pedazos el avión. Están cruzadas por corrientes de aire ascendentes y descendentes que son muy violentas y vencen fácilmente la resistencia estructural del aparato como si fuera una cáscara de huevo. Por otra parte, la lluvia y el granizo persistente desfiguraban mi visión. Creo que fue la más peligrosa aventura en mi vida de piloto. Volaba por un corredor lateral a Panamá y llamé por radio al Panamá Center para pedir ayuda: las nubes me estaban por cubrir. Traté de internarme sobre el mar para evitarlas pero avanzaban a una velocidad impresionante: casi cubrían un techo de 18 mil metros. En el Panamá Center tienen un radar que barre 400 millas y me aconsejaron que ascendiera a 15 mil pies, porque en esa zona se produciría un hueco en medio de las nubes. Esperé un poco y luego lo hice: el milagro se produjo. Había una abertura entre las nubes arrepolladas: apenas pude pasar por allí. Cuando me di vuelta vi que el cera» se cerraba detrás de mí. Pocos minutos después de salvar ese obstáculo volvió la incertidumbre. Me encontré con una capa de nubes estratificadas que, pese a que no entrañan enorme peligro, porque sólo contienen lluvia, consiguieron obstruir mi visibilidad. El tiempo no mejoró hasta que pasé sobre Esmeraldas, un pueblo colombiano. Entonces me di cuenta que no había sentido miedo en ningún momento. Sólo una soledad muy grande.”

AFRONTANDO PELIGROS
“Llegué rápidamente a sobrevolar Talara, en Perú, un villorrio idéntico a los que pululan en la Patagonia, hasta tiene su mismo olor. Cuando me comuniqué con el control de Talara noté gran sorpresa en la voz del operador. Parecía no comprender que una mujer trasmitiera desde el avión. Inmediatamente me preguntó quién era el piloto y si me acompañaban otros pasajeros. Cuando le expliqué que yo era la piloto se produjo un largo silencio inquietante; el hombre no podía creerlo. En el aeropuerto (una inmensa, negra y larga pista de cemento) me indicaron que el tanque perdía combustible por la válvula de drenaje. Sobrevolé más tarde Lima y luego Arica, al norte de Chile. La sorpresa de los operadores volvió a repetirse en ambos casos. Descendí en Antofagasta, repuse el combustible gastado y emprendí el vuelo rumbo a Santiago. Dormí allí, porque al día siguiente tenía que enfrentarme con la cordillera. No tenía muchas alternativas: el paso Curicó-Malargüe era el más indicado por sus picos más bajos. Mi Cessna 310 debió ascender a 16 mil pies, aproximándome al límite aceptado para este tipo de máquinas. Complicaba mi situación la carencia de un adecuado equipo de oxígeno. No es aconsejable volar sin él por] encima de los 10 mil pies. A los minutos de sobrevolar la cordillera noté que no podía concentrarme y me alarmé un poco. Ni bien pude, hice que el avión perdiera altura hasta alcanzar el nivel óptimo de vuelo. Fueron 30 tensos minutos, gratificados luego por el impresionante espectáculo que presentan las montañas nevadas, como dibujadas sobre el suelo, con sus estrías multicolores. Mi aventura culminaba. Los cuatro días de viaje no sólo lograron que me encariñara profundamente con el Cessna que pronto iba a entregar. Aprendí también a respetar la cordillera y los peligros que, minuto a minuto, nos salen al paso en cada viaje.”
Revista Siete Días Ilustrados
29.06.1970
 

mirta tanevich

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