Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

misa mapuche en neuquen
NEUQUÉN
LA MISA MAPUCHE

Todos los años, miles de araucanos celebran la única ceremonia auténticamente indígena que sobrevive en el país: es el guillatún o camaruco, un festival presenciado por SIETE DIAS recientemente

“¿Qué le pedimos al dios?”. La india, con puntos azules en las mejillas, envuelta en una especie de salto de cama de lana rosada y vieja, miró al enviado de SIETE DIAS: ‘‘Que haiga pasto pa’ los animales, que no haiga ruina pa’' nosotros, que no haiga enfermedades pa’ nosotros, que haiga agua, que llueva”, dijo Rosalía Coñakeo (60, dos hijos); un alarido casi cubrió su voz. Era el viento, que en ese valle de Neuquén, soplando a 95 kilómetros por hora, llevaba y traía sus palabras. A su alrededor había humo subiendo de una docena de fogones puestos en semicírculo; detrás, un cerco de ramas construido esa mañana protegía del frío a los 200 indios mapuches de la tribu de Huaiquillán. Pero hacía cinco grados bajo cero al sol y las montañas, en el aire azul, tenían las crestas nevadas. “No podemos dejar el lugar; nos quedamos tres días. Si no, el dios se enoja”, murmuró Pancho Huani (60), sentado sobre una piedra. De pronto, las ovejas empezaron a balar: eran cuatro, eran negras y estaban atadas en el medio de un círculo de tierra apisonada, junto a dos cañas colihues donde flameaban una bandera azul y otra amarilla. En una piedra, unos muchachos con vincha afilaban sus cuchillos. El sacrificio iba a comenzar y el guillatún o camaruco, la única fiesta auténticamente indígena que aún se realiza en la Argentina, estaba a punto de culminar. A fines del mes pasado, SIETE DIAS viajó a Colipilli, una reducción indígena neuquina, a 1.300 kilómetros de Buenos Aires, para documentar, por primera vez en el periodismo argentino, la fiesta araucana; también investigó en textos especializados para rastrear los orígenes y los significados de la celebración. Una deslumbrante, ignorada, sangrienta historia que descubre un tiempo mítico, ahistórico, milagroso, como el de los primeros hombres de la tierra revela las claves de una época más cercana: el descubrimiento de América y el cataclismo que produjo la conquista.

CANIBALES EN LA PATAGONIA
Antiguos testimonios españoles del tiempo de la conquista relatan que al principio, uno de los ingredientes básicos del camaruco era el sacrificio humano, como ocurría en todos los cultos. Dicho sacrificio implicaba una comida ritual antropofágica, documentada en el estremecedor relato del sacrificio de un soldado español que refiere Núñez de Pineda, cautivo de los araucanos: ”... y estando en esto ocupado, le dio en el cerebro un tan grande golpe, que le echó los sesos fuera con la macana o porra claveteada, que sirvió de la insignia que llaman toque. Al instante los acólitos que estaban con los cuchillos en las manos le abrieron el pecho y le sacaron el corazón palpitando y se lo entregaron a mi amo, que después de haberle chupado la sangre, le trajeron una quita o pipa de tabaco, y cojiendo humo en la boca, lo fue echando a una y otras partes, como incensando al demonio a quien habían ofrecido ese sacrificio. Pasó el corazón de mano en mano, y fueron haciendo con él la propia ceremonia que mi amo; y en el entretanto andaban cuatro o seis de ellos con sus lanzas corriendo a la redonda del pobre difunto; dando gritos y voces a su usanza, y haciendo con los pies los demás) temblar la tierra. Acabado este bárbaro y mal rito, volvió el corazón a manos de mi amo, y haciendo de él unos pequeños pedazos, entre todos se lo fueron comiendo con gran presteza” (Estudio del Guillatún y la Religión Araucana, por Rodolfo Casamiquela).
Poco o nada queda de ese hálito antropofágico en la actualidad; hasta hace unos 40 años, todavía se solía sacrificar un animal entero, pero ahora el rito sólo exige desangrarlo levemente, en vivo. Un relato del cronista Augusta, fechado en 1934, explica cómo los araucanos pasaban a cuchillo a una bestia: “El cordero, la vaca, o el potrillo se coge por las patas delanteras, sujetándolo con las manos, se le baja el cuello poniendo el pie encima. Aquel que va a sacar el corazón pasa la pierna por encima del vientre del animal, le mete el cuchillo en el pecho y le raja el vientre; luego le introduce las manos, le agarra el corazón y se lo arranca. Habiéndolo sacado, lo lleva en torno del espacio sagrado, unta con sangre las cañas colihues y la corneta”.
El mapuche Cayetano Huaiquillán (50, siete hijos), cacique de la tribu, confió a SIETE DIAS el cambio del ritual: “Sólo carneamos para el consumo”. Alrededor suyo, contra el cerco de ramas que miraba hacia el sol naciente, se amontonaban los miembros de la tribu que habían llegado para cumplir con los tres días de rogativas que ordena el ritual. Estaban vestidos como humildes paisanos, la mayoría con harapos, rodeando el fuego; todos olían a humo y a frío, estaban silenciosos. De vez en cuando, algún perro se acercaba a olfatear y los hombres los espantaban a rebencazos: “No podemos dejar que haiga perros acá”, dijo Cayetano. De pronto, comenzaron a oírse los redobles de un tambor: era el kuttrun, instrumento ritual, el único que poseía la tribu. “Teníamos una trompeta, la traía el viejo don Rodrigo, pero se murió y no hay más trompeta”, se lamentó Cayetano. El tambor era una vieja palangana descascarada con un tiento de cuero; sin embargo, el hombre que lo tocaba —con una enorme herida purulenta en medio de la cara— y el redoble que sacaba del pobrísimo tambor, eran suficientes para crear un clima hechizado: peones, pastores de unas pocas cabras, mineros, cosechadoras de frutas del Alto Valle, todos ellos, de repente, olvidaron la epidemia de sarampión que el año pasado les arrebató 9 niños de un total de 70; olvidaron, también, que sólo comen una vez al día y que cada chivo que carnean les dura un mes; olvidaron que mueren a los 48 años edad promedio.

LA FIESTA HA COMENZADO
“Bajó mi tataíta Dios y ahora está aquí, con nosotros”, dijo el cacique Huaiquillán. Durante tres días, un tiempo mágico detuvo la vida y la muerte. Mientras convocaba a los bailarines con su tambor, Francisco Montes (50) confesó: “Sé tocar porque me enseñaron mis viejos”. La fiesta, única que sobrevive entre los 6 mil araucanos que pueblan Río Negro y Neuquén, se celebra con variaciones entre las diversas tribus; pero siempre tiene un carácter de rito colectivo y propiciatorio de la cosecha, de la reproducción de los animales y del bienestar familiar; en otros tiempos, la guerra, un terremoto o la sequía, provocaban la convocatoria a estos guillatunes, y todavía hoy, en momentos de crisis, la cohesión del grupo se prueba con este único acto de fe colectivo de la religión araucana, en el cual se aplaca al dios Gnechen y se logra su apoyo. En Colipilli suelen realizarse hacia fines de junio, durante tres días, cuando comienza la temporada de las lluvias. Cerca de allí hay una especie de santuario al cual la tribu acudió también este año: es un valle entre colinas ralas y bajas, en medio del desierto, donde el viento sopla más que en otras partes. En la mañana del primer día, llegaron los indios a caballo y dieron cuatro vueltas a todo galope, en torno a un círculo de tierra apisonada, como santificándolo. Aullaban y los cascos hacían temblar la tierra. Luego, el cacique plantó las dos banderas: “Una es azul con el color del cielo y la otra amarilla como el sol”, explicó a SIETE DIAS. Los hombres abandonaron sus caballos acercándose a la cerca (o “enramada”) donde las mujeres aguardaban haciendo fuego. Se colocaron en semicírculo, contra el cerco, y un grupo de mujeres se sentó de cara al sol naciente, sobre cueros de ovejas, comenzado a gemir una salmodia monótona y lacerante, el taiel.
El tamborilero hizo varios toques y de pronto, de atrás de unas matas, aparecieron los bailarines, que entraron en el círculo mágico, en torno al rewe (altar), formado por las dos banderas. Los danzarines estaban semidesnudos: vestían calzoncillos largos arremangados hasta las rodillas y un chiripó; tenían un trapo que remedaba una cola y usaban plumas de avestruz, como dos pompones, a ambos lados de la cabeza; la cara, el pecho, los brazos y las piernas estaban pintados de azul, “el color del cielo”. Además, llevaban ponchos que agitaban como alas imitando el nacimiento, crecimiento y madurez de los avestruces.
Durante los tres días, distintos grupos de cinco bailarines repitieron cuatro veces por la mañana y por la tarde esta parábola coreográfica del avestruz (lonkomeo, en mapuche), mientras las mujeres cantaban, al son del tambor, evocando el nombre de cada danzarín. Periódicamente, los hombres de a caballo pasaban al galope, vociferando en torno al rewe; durante las noches llovió torrencialmente, pero todos aguantaron la tormenta al aire libre, sin moverse. Al tercer día, entraron las cuatro ovejas al círculo mágico: los jóvenes casaderos, con vinchas —y ya vestidos—, les extrajeron sangre de las orejas, vertiéndola en cántaros. Toda la tribu mojó hojas de hierba en la sangre y también en el chawi (chicha de cebada y piñones) y alzando esas ofrendas al cielo, pidieron a su dios “parición para los animales, bien para la familia de uno, que no haiga pena para el pobre indígena”. Luego, las familias comenzaron a irse, después de comer por última vez (durante los tres días se habían carneado 20 chivos, que fueron asados en los fogones). El cacique, finalmente, recogió las banderas para llevarlas a su choza: fue la señal de que el tiempo mágico había terminado. Otra vez empezaba el tiempo de la borrachera, del hambre, la enfermedad y la muerte. Los Huaiquillán volvían a su infierno.
Revista Siete Días Ilustrados
13.07.1970
 
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