Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado



mujer de campo


DEBEMOS FACILITAR a la MUJER del CAMPO su VISITA a la CIUDAD
Dice en esta nota HERMINIA BRUMANA

Acercar a la mujer del campo a la ciudad es obra de verdadera civilización. Nadie se acuerda de ella, según lo demuestra la carta que comenta en esta nota nuestra colaboradora, y la vida para ella no tiene más horizontes que el estrecho límite de su hogar, los afanes de la lucha diaria, la monotonía de una existencia gris y chata. Ninguno se acuerda de esas madres que muchas veces dan sus hijos a la ciudad y los pierden para siempre, sin ninguna compensación a sus sacrificios. ¡Qué obra de humanidad se haría si les allanáramos las dificultades con que tropiezan para poder llegar hasta nosotros siquiera algunas veces al año! Pero está visto que las madres del campo están condenadas a vivir en su obscuro rincón, sin el aliciente de renovar de cuando en cuando su visión, olvidadas de todos, y acordándonos tan sólo de ellas para pedirles el tributo de sus hijos, que nos dan generosas.

"VIVIMOS en una chacra hace más de quince años y trabajando todo el día en el campo nos pasamos la vida. Para mí ya no aspiro a nada, como no sea ver a mis hijos sanos y grandes, pero me duele ver cómo pasan los años y para ellos no llega el día de la realización de su sueño: conocer Buenos Aires.
”La mayor, que tiene diez y siete, vive pensando en eso, y la otra, de catorce, ya siente el anhelo de conocer la capital. En cuanto al varón, cuenta con afán los meses que le faltan para la conscripción, con la idea de que si le toca el servicio militar, llegará — ¡por fin! — a visitar la gran ciudad.
’’Muchas veces debo contarles lo que recuerdo de Buenos Aires, que es poco, porque solamente estuve al casarme, y nada más que una semana.
”No volví, como hubiera deseado. Cuando mis hijos eran chicos no había que pensar en realizar el viaje. Con tres criaturas imposible moverse. Lo dejábamos para cuando fueran grandes. Mas ahora la situación económica es tan crítica, que no es posible pensar en ese paseo... ¡quién sabe hasta cuándo!”
¡Quién sabe hasta cuándo! Primero, tristeza, amarga tristeza al leer esas líneas que resumen la situación de miles de mujeres campesinas.
Luego un “¡qué le vamos a hacer!” intentando echar al olvido el cuadro descripto. Pero con todo, a cada momento tenía presente la carta.
Para salvarme de la obsesión que ella me produce, he transcripto esos párrafos y trataré de comentarla pensando que planteado el asunto en problema, algo o alguien pudiera resolverlo.
Yo conozco muy bien la vida de los lejanos pueblos chicos y de los chacareros humildes, que apenas si alcanzan a pagar con el trabajo cotidiano de toda su vida la tierra donde viven.
La existencia en el campo, tan poéticamente descripta por los literatos que la conocen de vista, es dura e ingrata.
Las casas de los colonos — no hablo ya de las de los peones — son feas y porque son feas, tristes. Dentro de sus paredes — de barro o piedra, según el lugar — hasta el amor se marchita rápidamente.
Sin comodidades, sin alicientes, sin esperanzas, transcurren para sus moradores los días y las noches, las largas noches de invierno sobre todo...
El viaje al pueblo más cercano, que dista a veces diez y quince leguas, sólo puede hacerse una vez por semana, y en él se aprovecha para traer diarios de la capital, que se leen con avidez.
Actualmente la radio une la campaña y la ciudad a toda hora, pero esa misma unión, ese escuchar incesantemente lo que están haciendo allá, despierta más intensamente el anhelo de ver cómo es.
El ciudadano desconoce o se desentiende en absoluto del campesino. En vano en los discursos se menciona la industria agropecuaria como base de la riqueza del país. Todo nuestro presente y nuestro futuro están en el campo. Si los colonos del país se cruzaran de brazos, no sé qué haríamos con nuestra hermosa capital.
Esto no nos aflige. Más aún, se tiene por el campesino indiferencia y hasta desprecio, cuando el sólo hecho de serlo debería dar motivo para inspirar, si no cariño, respeto.
La pobre mujer que me escribe estuvo en la ciudad en viaje de bodas, y su recuerdo no es del todo grato. En el hotel donde se hospedó con su marido, que también venía por primera vez, todo el mundo estaba pendiente, de sus errores para reírse, les anotaban como extra hasta el agua que bebían; los chofers se aprovechaban de su ignorancia para cobrarles larguísimos viajes de pocas cuadras. Explotados en toda forma, a la semana hubieron de regresar al pueblo, pues habían gastado el dinero calculado para veinte días de estada.
Otros campesinos que tienen parientes en la ciudad se hospedan en la casa de éstos, pero deben soportar, también, la incomprensión de quienes, por el hecho de vivir con más comodidades, se creen seres superiores...
Las mujeres de la capital se desentienden asimismo de las pobres que soportan la vida en el campo, y cuando las ven son las primeras en burlarse de su falta de elegancia, llamándolas “paisanas caches”.
La mujer que me escribe, como la mayoría de las chacareras, no vendrá más a Buenos Aires como no sea en trance de muerte, a operarse, cuando ya su vientre o su corazón no sirvan más. Vienen, generalmente, a morir, y la que se salva sale del hospital el mismo día que le dan de alta, ansiosa de regresar a su casa, donde la esperan, con el trabajo, sus hijos.
¿Qué institución—¡y hay tantas!—ha pensado alguna vez en esas madres cuya vida sin aliciente termina obscuramente? ¿Dónde está la facilidad para que el colono y su familia disfruten, siquiera una vez cada tres o cuatro años, de los encantos de la ciudad que ellos levantan con su labor obscura desde el lejano surco?
A veces las empresas ferroviarias, atendiendo a su negocio, hacen rebaja de pasajes. Pero entonces la enorme afluencia de visitantes encarece los alojamientos y la aparente facilidad resulta ineficaz.
Debería bastar la exhibición de un carnet campesino para que una vez por año el trabajador de la tierra tuviera derecho a un viaje cómodo a la capital, y luego en ella encontrarse con un gran hotel o casa colectiva, donde con un mínimo gasto poder disfrutar de unos días de Buenos Aires. Hotel cómodo atendido por personas conscientes, donde las madres campesinas se sintieran rodeadas de afectos junto a sus hijos, que lograrían así realizar temporariamente el sueño del viaje a la metrópoli. Este hotel podría habilitarse durante el invierno, que es la época de menos trabajo en la campaña.
Se habla muchas veces del temor que inspira al joven de la ciudad y a las mujeres el trasladarse al campo a trabajar. Es cierto y es justificado ese temor.
El dicho común “ir a enterrarse al campo” es de lo más gráfico. El que se decide a trabajar en el campo argentino se entierra; la ciudad lo aísla, lo rechaza, lo confina, y se precisa mucha suerte para poder imponerse, triunfar y volver.
No puede haber vocación para el campo donde se empieza por despreciar al campesino. No se dignifica en manera alguna esa tarea, y es justo que nadie sienta predilección por ella. De ahí que el oficio de la tierra, considerado desde la remota conquista como tarea inferior, sea todavía, a esta altura de nuestra civilización, oficio desdeñado.
De esta situación tenemos la culpa los ciudadanos que nos consideramos los civilizados. Tan “civilizados”, que creemos aún que los del campo se civilizan a nuestro influjo. Cuando lo que hacemos es conquistarlos, es decir, disfrutar de los beneficios materiales que ellos nos brindan. Que es cosa muy distinta. Lo dice muy bien Ezequiel Martínez Estrada: ” Civilizar no es conquistar, es comprender, infiltrarse, hacer partícipe a los otros de nuestro confort a cambio de su naturaleza o de su compañía.”
Esta carta de madre, que no se queja, pero que en pocas líneas me revela su estado de ánimo, me ha conmovido. A veces las cosas más sabidas son las más olvidadas. Y esto del tristísimo destino de nuestros campesinos, de tan sabido ya ni lo recordamos.
¡Quién sabe hasta cuándo!
Revista Mundo Argentino
12.12.1934

Acerca de la autora ver https://es.wikipedia.org/wiki/Herminia_Brumana

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