Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Ongaro
REPORTAJE AL PROCESO QUE NO FUE
ONGARO AL DESNUDO
El acaso fue el motor de la noche de Los Polvorines. De la inconexa noche arltiana vivida en la manzana en sombra con el hombre de ojos cavernosos, el muchachón extraño que, completamente descamisado y desguarnecido, ora bromeaba, ora quería incendiar las ligustrinas con la virulencia del verbo. En esa noche, por uno de esos azares de nuestra profesión, Miguel Bonasso y Dardo Cabo se asomaron durante dos horas y media a la intimidad de Raimundo Ongaro, que no era en modo alguno lo que hablan ido a buscar. El imposible diálogo, la inesperada entrega, fueron un premio que el billete no prometía y constituyen la base de esta historia, la del proceso que no se hizo.

LA PREHISTORIA
Cocteau reconoció al fracaso una cualidad enaltecedora, en la medida en que lo consideraba como uno de los elementos constitutivos y positivos de la condición humana. Los fracasos periodísticos (como el que no vacilamos en confesar) le dan la razón, en la medida en que los hechos (materia prima de nuestra profesión) tienden a superar las previsiones del periodista.
Y a veces, mejor que sea así.
Se había empezado a trabajar en uno de nuestros característicos procesos, en este caso al nuevo peso. Lamentablemente, la flamante unidad monetaria no encontró más que fiscales y jueces, ni un solo defensor. Empezábamos a desechar la idea cuando Neustadt, enarbolando unas declaraciones de Ongaro, se entusiasmó: “Aquí está el proceso... Hay que hacérselo a él”.
Los reportajes ponían en boca del dirigente liberado un idioma nuevo. Neustadt preguntaba “¿es un místico? ¿ha dejado de ser peronista? ¿por qué procurar con los jóvenes radicales el robo sagrado de la mercadería? ¿y los jóvenes peronistas? ¿qué hay detrás de él?”
A diferencia de los procesos anteriores (Rimoldi Fraga, Estudiantes), se trataba —a través de las formas clásicas del juicio oral— de develar esas incógnitas que pueden resumirse en una: ¿cinco meses de cárcel, habían modificado el pensamiento de Raimundo Ongaro?
Ahí surgieron las instancias kafkianas del proceso
Si para juzgar al nuevo peso faltaban defensores, aquí escasearon los fiscales. El primer intento tuvo por respuesta la elocuente hilaridad del doctor Guillermo Borda. En el segundo, con el Dr. Mariano Montemayor, se encendió por unas horas una
débil llamita de esperanza: finalmente Montemayor, luego de meditarlo, respondió que no encontraba desde su posición méritos suficientes para asumir la acusación. Más rotundo, Francisco Manrique consideró de mal gusto la proposición. Mariano Grondona respondió que Ongaro lo movía más a la curiosidad que a la animosidad.
Cuando la hora del cierre se acercaba, surgieron las dos primeras respuestas positivas: Rogelio Frigerio aceptaba la acusación y el Dr. Carlos Perette agradecía alborozado el ofrecimiento de la defensa. Mientras tanto el “dire” quería saber si el banquillo tendría un acusado de carne y hueso. Como Ongaro no tiene ni teléfono, ni mucha simpatía a la revista EXTRA, el reclamo directriz proponía un agobiante safari hasta Los Polvorines.
A punto de emprender la marcha, comenzó un extraño juego de la parrala telefónico ante la imposibilidad de coordinar las agitadísimas agendas del Dr. Perette y el señor Frigerio. Al final, se excusaron ambos.
Mientras Bonasso y Cabo partían en busca del acusado, Neustadt reponía las pilas con el padre Mugica y el Dr. Basilio Serrano, defensor y fiscal, obvia y respectivamente.
Muchas veces las notas no valen solo por los resultados que se le presentan al lector, sino y también por las contingencias vividas para lograrla. Esta es una de ellas. Además, la revelación de estas intimidades es una suerte de compensación por deberle a los lectores el proceso que este mes no se hizo.

LA EXPEDICION
Con todo el maremagnum telefónico se habían hecho las 9 de la noche. Ongaro, por supuesto, desconocía que iba a tener huéspedes. El grabador, pese a un nervioso cambio de pilas en la Av. Cabildo, se resistía a emitir otra cosa que un chirriante zumbido. El auto, claro, estaba en ablande y el fotógrafo Antonio Brown cavilaba en el asiento trasero en todas las incómodas peripecias en que lo suelen enredar los redactores. En el número anterior ya lo habían sometido a una maratón de fotos de arrebato a los usureros: Preocupado, inquirió: “¿Ud., Cabo, no militaba en un sector distinto al de Ongaro?”; dudaba, seguramente, de un recibimiento feliz. Los redactores no respondieron; participaban del mismo temor, pero por otras razones. Eran las nueve y media y de Los Polvorines aún no se veía ni la mecha. Ignoraban si Ongaro estaba cenando, tenía visitas importantes o, acostumbrado al pasado régimen carcelario, se acostaba temprano. Podían presumirse caras hoscas para el recibimiento.
Sorpresivamente, el vehículo de EXTRA logró arribar a un paraje que efectivamente decía llamarse “Los Polvorines”. Pero aún faltaba ubicar la casa de Raimundo Ongaro. Para lograrlo fueron necesarios tres interrogatorios. El primero, a una pareja que, interrumpida en la intimidad de su coloquio amoroso, envió a los preguntones a un lugar que no era precisamente el buscado. El segundo a un simpático boticario de turno, que muy seriamente alegó desconocer la propia numeración de su farmacia, sita en la calle Rivadavia. Siguiendo por la misma arteria se produjo el último interrogatorio a un amable lugareño, quien señalando las tinieblas finales de la calle, aseguró que unas cuadras más allá vivía Raimundo Ongaro. El auto avanzó unos metros en las sombras, el grabador y el fotógrafo habían enmudecido definitivamente. En el lugar que debía estar la puerta de la casa, un grupo de personas charlaba al sereno. “Ahí está”, exclamó Bonasso. Con el torso desnudo, fumando un cigarrillo y apoyado contra la ligustrina de su casa, se encontraba, simple, lisa y llanamente, el hombre buscado: la personalidad más discutida del momento político del país, Raimundo Ongaro. Sin ninguna prevención, el líder rebelde, a quien ni vigilaban policías ni protegían guardaespaldas, recibió con naturalidad y afablemente a los visitantes de la noche. E inmediatamente presentó a todos los vecinos que con él compartían el escaso fresco.
“Y acá estoy, muchachos, sin luz en todo el barrio, como ven” y sonriente agregó: “debe ser un chiste de Taccone que no quiere que escriba”.
A partir de allí el diálogo no se hizo nada difícil. Cabo quiso precisar cual era exactamente la casa y Ongaro, señalando la suya (un discreto y bien cuidado chalecito), explicó que correspondía a un barrio obrero construido en la época de Perón e inaugurado posteriormente a la caída de aquél. “Lo compré por 14 mil pesos con muchas facilidades. Antes vivía en un ranchito a unas veinte cuadras de aquí”.
—¿Qué hacia en aquella época? —inquirió Bonasso, agregando—: ¿Se acuerda de su trabajo en lo de Mercatali?
—Uy si me acuerdo... ¡Qué líos que hicimos! A los pocos días de entrar me nombraron delegado, así, de improviso, sin voto, sin urna, por aclamación. Pedí aumento para todos. Y lo dieron, pero a mí me echaron.
A partir de allí, Ongaro, con naturalidad, sin rencor, evocó su larga cadena de cesantías, cuyo último eslabón fue la linotipia Rovito, de donde, sin el consabido despido, se incorporó a la F. O. B. De este último empleo recordó, con orgullo de buen linotipista, los complicados trabajos de composición que solía demandar la revista “Claudia”. Metido, con visible gozo en el tema del plomo, quiso saber dónde se componía EXTRA. Cuando se le respondió que en “Fobera” tuvo palabras de simpatía para “el colega Fontevecchia”. Luego lamentó que se esté perdiendo la dedicación artesanal de que hacían gala linotipistas y tipógrafos de “antes”, debido en parte a la incorporación de técnicas fotográficas (como el offset y el hueco-grabado) y a las inevitables urgencias de un proceso más industrializado. Recordó que “nosotros nos formamos con los curas en Don Bosco, donde las artes gráficas se enseñaban en serio y estábamos capacitados para cualquier clase de fiorituras y efectos”.
Cuando Brown comenzó a preparar su equipo, al advertirlo la esposa del gremialista quiso alcanzarle una camisa, pero Raimundo, sin prevenciones, concedió: “Métale así nomás, en cueros”. En vez de la camisa reclamó una presencia infantil: “¿Dónde está Nando?” Al cabo de unos instantes apareció un vecinito rubio, encantador, de unos tres años.
—Este es mi secretario —presentó.
¿A ver, diga, Ud. de quién es secretario? Y no se me equivoque. ¿Saben lo que me hizo el otro día con los de la televisión? Le preguntaron también de quién era secretario y no va y dice ¡DE ONGANIA!
Tuve que pedirle a los muchachos que borraran la placa.

APARTA DE MI ESTE CALIZ
Cuando la reverberación de los flashes terminó de dibujar redondeles anaranjados y volvió a cerrarse la sombra sobre los tres, el diálogo empezó a tornarse grave. Ongaro reiteró su sincera, total, terrible, fe en Dios, y aunque refirmó cien veces la necesidad de la lucha, de la revolución del amor, de la consecución del hombre nuevo, se permitió esta extraña confesión:
—Cuántas veces le digo: “Señor, aparta también de mí este cáliz”. —Y luego, enardecido, volviéndose hacia los interlocutores— ¡Esta lucha! ¡Esta lucha! Nunca he tenido un momento de tregua. No sé lo que es la vida. No conozco hipódromos, ni boites. Ninguna de las cosas de la juventud. Y la música.... con lo que me gusta, no puedo dedicarme. Si yo sería feliz...
—Pero uno elige, Raimundo, uno elige.
No contesta, fuma inquieto en las sombras, la ráfaga ha pasado, puede adivinarse que sus ojos han perdido el brillo repentino, vuelve al tono muchachil, hay un ligero matiz proselitista, pero cálido, amistoso, cuando proclama:
—Porque hay que hacerlo muchachos. Hay que cambiar esta vida alienada y tiene que hacerlo la juventud. Nosotros. Los otros ya tienen intereses, están comprometidos. ¿Se dan cuenta? No puede seguir esta clase de vida. Esta preocupación por tener una heladera diez centímetros más grande que la del vecino o dos coches en vez de uno. Y en esta lucha por conseguir cada vez más cosas no vivimos de verdad. Cuando estemos en el cajón nos vamos a preguntar, ¿para qué?... ¿qué hicimos de la vida que nos dieron?
Y a partir de allí fue poco lo que EXTRA le preguntó. Se lanzó febrilmente a enhebrar posiciones y anécdotas, a bordar un largo monólogo, apenas alimentado por alguna contradicción, que los entrevistadores le largaban asumiendo el papel de abogados del diablo.
Reiteró su solidaridad con los curas del “tercer mundo”. Recordó la sorpresa de su gremio, formado en gran medida por inmigrantes europeos que traían las banderas del socialismo y el anarquismo, cuando llevó por primera vez a un cura (el padre Mugica) a una asamblea general.
Se burló de un comunista que lo había aplaudido por su permanente vinculación con el clero revolucionario. “Ahora los vienen a descubrir”, ironizó. Y éste fue el puntapié inicial para una larga serie de diatribas contra los “bolches”. Los comunistas, dijo casi con rabia, “alimentan aquí dirigentes para que después vayan a morir gordos a Moscú”.
“El comunismo no ofrece nada nuevo, ni siquiera la opción frente al capitalismo; es sólo una consecuencia de aquél”. Hizo salvedad, sin embargo, con los socialismos chino o el de los países árabes. “Ellos (chinos y árabes) tienen fundamentos religiosos que los alejan de los burócratas de Moscú”. Enfatizó en cuanto a que el mundo está controlado por un solo grupo. “Perón lo califica como «sinarquía internacional» yo lo llamo poder del dinero”. Todo es lo mismo para Raimundo Ongaro. “El hilo rojo conecta Moscú y Washington y no es casualidad” ... “nos engrupen con caramelos de distintos colores: unos entramos por la izquierda, otros por la derecha pero derecha e izquierda se unen contra el que busca la liberación”.
Su voz cobra un tono cada vez más emocionado, pero no permite la imprecisión, ni la de nuestras preguntas. “No, no me gusta decir «clase obrera», prefiero referirme a la revolución del pueblo. Si no, damos la impresión de que la clase obrera la representan 25 paniaguados con domicilio en Azopardo y que buscan prebendas en las oficinas de la casa de Gobierno”. Hablando de líderes y jerarquías desechó la autoridad por herencia, “el pueblo solo y per se otorga jerarquía y crea el vacío cuando tratan de imponérsela”.
Reconoció errores y omisiones en la época peronista, “pero lo mejor que nos dio el peronismo, lo que nos enseñó Perón, es haber recobrado nuestra dignidad”. Con nostalgia y rabia, apretando el cigarrillo contra el suelo, recordó haber visto a su padre (un hombre de campo) descubrirse ante el patrón “y oligarca estanciero, hablándole mirando al piso. Aprendimos a mirar de frente, mano a mano, y eso no nos lo quita nadie, ni la obsecuencia ni la venalidad de algunos que se colaron vistiéndose con la camiseta peronista”.
“Además —agregó bajando la voz— y que no se interprete como un engreimiento... pero Perón está con nosotros, y con lo que estamos haciendo”. Su línea es —lo enfatizó una y mil veces— la de las tres A, América, África, Asia. O sea el Tercer Mundo.”
“De esta parte vendrá la salvación. Debemos unirnos en contra de esa especie de condominio con que se han repartido el mundo EE.UU. y la Unión Soviética. Y creo que triunfaremos. La brecha tecnológica no se salvará, como quieren los Frondizi o los Frigerio. importando tecnología y capitales foráneos para ir después recién a un proceso de socialización. Porque lo que así se importa es atraso y de esta manera nunca se va a salvar el famoso abismo de 150 años”.
Cuando EXTRA quiso saber si la tecnología no era la única manera de superar el clásico problema de la escasez, que padecen tanto los países capitalistas como los comunistas, no respondió de primera intención, pero al cabo de un rato señaló que él no quería el retorno a una sociedad bucólica sino la puesta de la tecnología al servicio humano.
Bonasso quiso saber qué haría concretamente Ongaro si accediera al poder. Raimundo repuso rápidamente: “Haría lo mismo que Pero, nacionalizaría los bancos y el comercio exterior a través de un nuevo IAPI y también las fuentes de riqueza”.
— ¿Nacionalizarías todos los medios de producción?
—Lo más inmediatamente posible.
Cabo, por su parte, recordando un reciente reportaje concedido a la revista “Análisis”, donde Ongaro afirmaba “que si sus objetivos coincidían con los de Perón también marcharía con los peronistas”, le preguntó:
—¿Pero vos, seguís siendo peronista?
—Ves, ése es el problema del periodismo. No de ustedes, muchachos, el de las direcciones que tienen sus intereses políticos. Con el periodista de esa revista hablé cinco horas, dos horas seguidas de Perón, treinta segundos de Illía, transcribieron los treinta segundos de Illía y cuando me hicieron nombrar a Perón no transcribieron exactamente mi pensamiento, olvidando que mi lealtad con Perón incluye incluso dar la vida por la Doctrina por el creada.
Estas reflexiones se repitieron cuando le pedimos su participación en el Proceso a Ongaro, advirtiéndole que éste podía igualmente hacerse en ausencia. Como respuesta expresó una gran resistencia contra la revista EXTRA, de la que teme deformaciones análogas a las muchas que dijo haber padecido. Cuando los representantes de la revista le dijeron que su defensor sería Carlos Perette y su fiscal Rogelio Frigerio (eso se creía a esas horas), creció notablemente su descontento. “No ven, ya está armado en contra.” Entonces se le señaló una alternativa, podría defenderlo su amigo el padre Mugica. La mención le desarrugó el ceño, pero no alcanzó a disipar sus dudas. A esta altura otro coche estacionó frente a Rivadavia al 3000. Arribaban los Dres. Anzorregui y Landaburu, asesores letrados de Ongaro, con otras personas más. Esta llegada cambió notablemente la actitud del dirigente gremial, que ya llevaba dos horas largas de charla. Se retrajo, tornándose francamente cauteloso. Y por supuesto sé endureció en su negativa frente al proceso.
Empero, tras largas negociaciones se le logró arrancar una promesa: se prestaría al proceso luego de su visita a Perón, a concretarse en los primeros días de enero.
Y con ese firme compromiso entre los dientes, los lebreles de EXTRA partieron... Una vez en marcha hacia Buenos Aires, Cabo, Bonasso y Brown se interrumpían mutuamente comentando, analizando e interpretando todos los momentos del diálogo.

COLOFON
Bonasso: Cabo, ¿que opinas de Ongaro?
Cabo: ¿Y vos?
Bonasso: Creo que es un tipo sensible. Fundamentalmente me impresiona como una fuerza moral. Lo veo rotundamente honesto y valeroso. Me chocó, sin embargo, su convicción de predestinado. A pesar de esto, que no vacilo en considerar un defecto, tal vez grave, mi balance general es positivo. Tiene una fe vital. Comparto sus críticas a una forma de existencia gobernada por el demonio de la posesión.
Cabo: Sí, yo también le reconozco honestidad e impresiona su calidad humana. Esto es importante, pero en la situación de él hay que poner el saldo total para opinar. Como militante que es, como dirigente, le reprocho el haberse diluido cuando tuvo la oportunidad de liderar un proceso muy importante para la causa que defendía. Le faltó final. Se dejó penetrar por grupos y personajes minúsculos, interesados en su popularidad. Utilizó o dejó que otros utilizaran en su nombre, métodos de ataque dentro del campo gremial muy dudosos .
Bonasso: ¿Qué métodos?
Cabo: La delación, en el caso de Rosendo García. Fue un método policial nunca usado en el campo obrero; y sin fundamentos valederos. Con argumentos basados en la imaginación pura de un escriba ajeno a la militancia.
Bonasso: ¿Vos le ves porvenir político?
Cabo: Tiene la estela de tiempos pasados. Pero creo que Ongaro fue un meteoro. Perdió su oportunidad. Por el Ongaro que prometía ser al principio y por muchas cosas que aún tiene, lo lamento. Su planteo es bueno, acertado. No me convencen sus soluciones, las veo vagas. Creo en el caudillo, el líder en los procesos revolucionarios; dudo de que lo siguiera a Ongaro como tal. En cambio, pienso que podríamos ser amigos.
Bonasso: No estoy tan seguro de que haya pasado, en todo caso es indudablemente un hombre con carisma. En qué medida podrá aprovecharlo para llevar a cabo una política coherente, no lo sé. Las circunstancias lo dirán.
Revista Extra
01/1970
Ongaro

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