Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Del pudor al poder
Una llamada telefónica de un redactor de Panorama al Congreso de la Nación, con el objeto de obtener una opinión fundamentada acerca de la Operación Antilibro, tuvo este insólito resultado. El diputado por Córdoba, doctor Manuel Ernesto Molinari Romero, de la UCR, accedió a informar al periodista acerca de los alcances legales del problema, del que estaba enterado y que lo preocupaba especialmente. Pidió un día para elaborar un texto jurídico, el que, por obvias razones de espacio, se ofrece a los lectores incompleto. Pero no se detuvo en la reflexión legal y elevó un proyecto de resolución a la Cámara de Diputados de la Nación, cuyos fundamentos son una síntesis de este documento. El proyecto, sintéticamente, es un pedido de informes al Poder Ejecutivo para que, por medio del ministerio correspondiente, responda sobre ocho puntos. El sexto, interroga: “Si el Poder Ejecutivo no estima que los procedimientos referidos son un precedente peligroso que puede convertirse en el principio o al menos en antecedente invocable para escaladas persecutorias que se deben evitar desde sus comienzos, cortándolas de raíz, y que no sólo atentan contra la libertad sino contra la cultura nacional y los derechos individuales y de la sociedad.” He aquí lo que dice el diputado Molinari:

Romero MolinariEl secuestro de libros practicado el 4 de enero por la policía en diversos procedimientos— en los que se incautó de varias novelas de autores argentinos— es un hecho alarmante. Causa alarma por lo que significa en sí mismo y en cuanto es un síntoma revelador de un mal que debe cortarse en sus comienzos, de raíz.
En efecto, no cabe condenar solamente el atropello contra los derechos del individuo y contra la cultura, sino —y esto es lo más importante, porque se refiere a lo más grave— señalar que es así, generalmente, como se inicia la persecución a las ideas. Las primeras víctimas de la depuración en cuyo nombre se actúa son las obras a las que se califica dé inmorales o impúdicas. Les siguen las que, siempre según los censores, difunden ideas antisociales o contra la seguridad del Estado. Al final, cae toda la literatura que no se ajusta a un molde impuesto, de tinte netamente partidista. La pretendida vigilancia moral se convierte en vigilancia política y también en política se trasforma la policía que era de costumbres, y la depuración se trasforma en depuración ideológica. Ya no se defiende el pudor, sino el poder.
Este peligro que acabamos de señalar —describiendo una escalada habitual en ciertos regímenes pero totalmente extraña a una auténtica democracia— es el peligro mayor. Pero hay otros.
Uno de ellos: el personal, de formación policial y no literaria ni humanística, comúnmente sin estar capacitado para hacerlo, puede calificar de inmoral a una obra cualquiera, acaso con la máxima arbitrariedad. Es aleccionador el caso, citado por la prensa en relación a los recientes procedimientos, del policía que insistió en secuestrar Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, siendo enormes los esfuerzos que se hicieron para convencerlo de la inocencia de la obra. Por este camino —y el ejemplo es clásico— se puede secuestrar La Biblia o algún ejemplar de Caperucita Roja... ya que la protagonista encuentra al lobo en la cama.
Se usa como justificativo de la acción policial antilibro la defensa de la moral pública, invocando el artículo 128 del Código Penal. Si nos ceñimos al aspecto puramente jurídico de la cuestión —sin entrar, siquiera, a considerar los derechos individuales, la cultura nacional y universal, la censura, las libertades constitucionalmente garantizadas, la escalada persecutoria, etcétera—, concluimos, inexorablemente, que el argumento sostenido es insostenible, por falaz. Basta, para llegar a esta conclusión, analizar la letra y el espíritu de la norma invocada e interpretar rectamente su sentido.
En rápido examen de los antecedentes de la mencionada norma podemos decir que ni en los proyectos que precedieron al código de 1886, ni en éste, ni en el proyecto de 1891, ni en la ley de reformas 4.189 de 1903, hay disposición alguna de este tipo, que recién aparece en el artículo 133 del código de 1906 bajo el título de Escritos e imágenes obscenas. En 1921 se introduce el artículo 128 que reconoce como fuente al citado artículo 133 del Código de 1906. No hay otros antecedentes, salvo cierta similitud que señala Rodolfo Moreno con un precepto de 1889 del Código Italiano y algunas otras disposiciones legales aisladas. (...)
El artículo 128 protege el bien jurídico "decencia sexual pública”. Claramente lo señala Núñez, que dice: "La decencia sexual como derecho de la sociedad a que no se lesione su sentimiento de pudor mediante conductas obscenas, atañe al interés de la sociedad de preservar a sus componentes de la perniciosa influencia de lo obsceno. El Código protege la decencia sexual al castigar los ultrajes al pudor público mediante publicaciones y exhibiciones obscenas. El titular del bien lesionado por los ultrajes al pudor público es la sociedad, y ese bien es la decencia sexual pública.”
Va de suyo —y Núñez también lo dice— que ese bien no se lesiona según criterios o cartabones personales, por la idea particular que cada individuo pueda tener del pudor o de la decencia, como en el caso de quien lee un libro o presencia un espectáculo.
Podemos afirmar que las conductas que lesionan la decencia sexual pública son las obscenas, ya se trate de publicaciones o de exhibiciones, y por lo tanto son reprimidas por el Código Penal. Y una vez hecha esta afirmación, cabe una segunda: no todo lo inmoral es obsceno, necesariamente. Es ésta una confusión en la que con frecuencia caen los censores improvisados, o los policías secuestradores de libros. Y por ello se incautan de textos que de ninguna manera están comprendidos en la norma penal que invocan.
El ya citado Núñez expresa: "Lo obsceno de una publicación no reside en que simplemente sea inmoral. Una publicación de género artístico o literario puede ser maliciosa o contraria a las buenas costumbres, y no ser obscena”. Por eso hemos dicho que la obscenidad se da únicamente en el campo de lo sexual, pero ello de ninguna manera significa que cualquier referencia a la vida sexual, cualquier descripción de ese tipo, aún con respecto a la vida sexual anormal, sea obscena. Se deben dar otros elementos y en ese sentido hay amplia coincidencia entre los penalistas. Para no nombrar sino a los que venimos citando, Núñez expresa que lo obsceno es impúdico por lujuria, vale decir, lo que es sexualmente vicioso por representar un exceso respecto del sexo. Una publicación es obscena, por consiguiente, cuando es lujuriosa. Pero debemos precisar más el concepto, dejando bien en claro qué se entiende por lujurioso, ya que igualmente suele prestarse a confusiones. También en esto hay coincidencia entre los autores. "Obsceno es lo torpe y lujurioso que tiende a excitar los apetitos sexuales. No siempre coincide con lo impúdico, ya que la impudicia es un sentimiento individual”, nos dice Fontán Balestra, coincidiendo con Núñez, que nos enseña: "El tema, el objeto o la imagen no es obsceno porque su objeto sea de índole sexual. Lo es si es lujurioso. Es tal si su tendencia predominante es la de excitar los apetitos sexuales o la de hacer la apología de la lascivia."
Compartimos el criterio de Núñez: esa tendencia debe encontrarse en la obra, en su espíritu, y en ningún caso en un elemento subjetivo, ni en cuanto al autor, ni en cuanto al lector. Este puede sentir excitados sus instintos sexuales leyendo la Biblia o Caperucita, pero esto no hace que los mencionados libros sean obscenos, porque no está en ellos la tendencia sancionada.
Por todos estos motivos, no es lícito calificar a una obra de obscena porque simplemente se la juzgue inmoral. Y tampoco se la puede calificar en base a pasajes aislados, fragmentariamente, sin considerar el contexto, el "espíritu total y único”, al decir de Núñez.
Si los objetivos de la obra son literarios, científicos o aun humorísticos, queda excluida toda posibilidad de adjudicarle obscenidad y calificarlo en consecuencia. (...) “No puede considerarse obsceno un libro pese a las crudezas que contenga, si las escenas sensuales que relata y la descripción del ambiente son episódicos y no desvían al autor del fin de fustigar el vicio y la depravación moral”, según Jurisprudencia Argentina, 18 de Julio de 1964.
Como se ve, el problema de la obscenidad de un libro no es tan fácil como para que pueda ser resuelto, con un criterio simplista, por un oficial de policía, a la primera ojeada.
No creemos que los libros secuestrados puedan, en general, ser considerados como inmorales, pero en todo caso entendemos que sería muy difícil llegar a calificarlos de obscenos, en razón de sus objetivos, de su tendencia, es decir, la de la obra, ya que los propósitos del autor o la reacción del lector no tienen relevancia jurídica en el sentido de que se trata. Esto, en cuanto a las obras.
Con respecto a los empleados o dependencias de comercios en los que se practicaron los procedimientos policiales, y que fueron detenidos, cabe hacer algunas consideraciones.
La doctrina asigna a las publicaciones obscenas las características de peligro. El peligro es la posibilidad de que la publicación llegue a conocimiento público. De ahí que se reprima también la exposición, distribución y circulación. Pero como se trata de un delito inimputable por culpa, necesariamente, para que juegue la norma penal, tiene que existir un dolo, una intención, un propósito, tal como lo señalan diversos comentaristas del Código Penal. No se puede, pues, castigar a un simple empleado de librería que, no está obligado a conocer la obra que vende y mucho menos a leerla. No hay, pues, en él, intencionalidad, ninguna conducta que deba ser reprimida, por ausencia de dolo que justifique la pena. (...)
De todos modos, la arbitrariedad representada por la detención del empleado subsistiría, ya que partimos de la base de que no se trata de libros obscenos, o que, por lo menos, no han sido calificados así por alguien con suficiente autoridad —en todo sentido— para hacerlo.
Es difícil, por último, que este tipo de obras lleguen al gran público o a los menores de edad, que no se interesan por las mismas y que, por otra parte, no suelen estar a su alcance, lo que disminuye notablemente el peligro que caracteriza el delito. Queda, de este modo, reducido a lectores adultos y con capacidad suficiente como para que no se dé en ellos la consecuencia lujuriosa que una obra obscena, por definición, supone.
Podemos decir en consecuencia que cualquier procedimiento hecho sin los suficientes recaudos legales y sin la intervención judicial que garantice una recta aplicación de la norma, es nocivo, ilegal y arbitrario.
Muchos campeones de la pureza son culpables de la degeneración en que algunas sociedades han caído en distintos aspectos, y sobre todo en lo que hace al respeto a la dignidad humana. So pretexto de preservar las costumbres se distorsiona todo, y reemplazamos la conciencia por el gendarme, negamos la cultura y quemamos en la hoguera la libertad y los derechos. Esto implica la degeneración no sólo de la personalidad de cada uno, sino de la sociedad. Ahí, fundamentalmente, está el peligro.
Manuel Ernesto Molinari Romero
PANORAMA, ENERO 17, 1974

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