Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Piletas: Veraneo en pequeñas dosis
Antes era un páramo de tierras bajas y anegadas, tan lóbrego que ni siquiera había sido hollado por una villa miseria. Quince años atrás, el descubrimiento de un río subterráneo de agua salada —que nace en La Pampa y cruza la provincia de Buenos Aires— transformó a la zona en un Edén, al que convergen cada semana del verano no menos de 100 mil fugitivos del calor. La metamorfosis comenzó al pie del Puente 12, camino de Ezeiza, cuando fue habilitado el balneario Atalaya. Ahora, Atalaya es el primero de un collar de recreos con pileta de natación alineados a ambas márgenes de la Avenida de Circunvalación, a 20 minutos de la General Paz.
piletasLos balnearios privados representan la única solución confortable para quienes se resignan a pasar el verano en Buenos Aires y se niegan a pagar las elevadas cuotas de ingreso de los clubes deportivos; sobre todo, para quienes se resisten a apiñarse a orillas del río de la Plata o en alguna de las siete descomunales piletas semipúblicas que rodean el Aeropuerto. Sólo una de ellas, al pie mismo del Hotel Internacional de Ezeiza, responde a las características de refugio apacible que prestigia a las privadas; una fama que procura ganar, sin conseguirlo, el balneario pionero La Salada, a un kilómetro del Puente de la Noria y sobre la ribera izquierda del Riachuelo.
Si todavía ofrecen sosiego se debe a que están emplazadas en sitios no muy accesibles desde la Capital, y a que sus tarifas no son del todo módicas: la mayoría cobra 400 pesos los domingos, no menos de 250 durante la semana. Además, algunas vedas —como la de preparar comida, beber alcohol y permitir el acceso de camiones— contribuyeron a seleccionar la clientela, cuya discreción suele ser vigilada por inspectores camuflados de bañistas.
Esos celos, más nuevos alardes organizativos, comenzaron a regir desde que el negocio de las piletas se vio amenazado por una competencia cada vez más numerosa. Desde 1965, Rutasol (a 3 kilómetros y medio de la Autopista) parece haber alcanzado una supremacía que ahora tratan de arrebatarle otros balnearios, copiando su misma estrategia. “A la gente hay que darle todo servido”, convino Gregorio Gardé, director del establecimiento, dedicado a planificar la naturaleza a gusto de los consumidores. A las exquisiteces impuestas por Lago de los Cisnes (piletas arriñonadas, quinchos y un paisaje de suaves desniveles), Rutasol agregó otras: sus fugaces turistas disponen de un croquis de la disposición de cientos de parasoles que siembran las 16 hectáreas, alrededor de sus tres piletas, del lago artificial para paseos en canoa o de la cancha de fútbol.
“Todo fue pensado —dice Gardé— para aliviar tensiones”; desde los azulados vestuarios que diseñó el arquitecto Prince Olivera (realizador del club Cantegrill de Punta del Este), hasta las cortadoras eléctricas de césped, encargadas de preservar la fascinación de los espacios verdes. Rutasol costó 80 millones de pesos, hace tres años, pero esa cifra deberá ser triplicada para redondear el sueño de sus propietarios: construir una ciudad de veraneo.
Aun cuando Rutasol, Parque Frontera (con flamantes vestuarios) y Lago de los Cisnes, ejercen entre sí una competencia directa, otros recreos (Copacabana, Miami Beach, Danubio Azul, El Faro, Isla de Capri y San Remo), menos ostentosos y todavía en plan de mejoras, procuran alcanzar el rango de bucólicos, familiares, sedantes. Dieciséis semanas de clima caluroso constituyen la principal materia prima para forjar esa imagen y, de paso, renegar de la que se ha ganado Atalaya, un hormiguero que revienta cada fin de semana. Detrás del slogan Un lugar para la juventud, tal vez sea la pileta más concurrida y la que reditúe los mejores dividendos; pero la opción es otra para los balnearios instalados lejos de la Autopista.
Lago de los Cisnes y Frontera —los más distantes— han abierto el camino para la consumación de un turismo relámpago lejos del bullicio. Uno y otro invitan al bañista a transitar una escenografía de film de Esther Williams, a almorzar y dormir la siesta bajo frondosos árboles. “Este es el fruto de 14 años de parquización”, se jacta José Soifer, dueño del Lago. Carlos de la Hoz, administrador de Frontera, prefiere destacar que dispone de guardería infantil “para aliviar de ajetreos filiales a matrimonios obligados a fracturar sus vacaciones en no más de seis horas diarias”. Como las familias aportan los mejores ingresos, no hay balneario que no cuide el inmaculado prestigio de la zona: por lo pronto, ninguno cierra después de las 9 de la noche.

Intimidad al sol
Los adictos al chapuzón nocturno deberán tomar la ruta del Norte: media docena de piletas emplazadas a los costados de la Avenida del Libertador, en Olivos y Vicente López, permanecen abiertas hasta las 4 de la mañana. En Boom Boom Room, por ejemplo, es posible hacer la plancha a la luz de la luna y sentirse arrullado por sones tropicales que brotan de un par de altavoces. Tanta exquisitez cuesta 300 pesos, aun cuando la mayoría de los parroquianos son habitúes y optan por el abono mensual de 2.500, o por el de toda la temporada, a 7.500. Menos espaciosas, las piletas del Norte proponen una sensación de sofisticada intimidad, una beatitud discreta y cómplice. Sus clientes son, a la vez, los de las boîtes aledañas.
La pileta de Sunset, que es también un night-club, nuclea tradicionalmente a las bikinis más opíparas y a los pocos play-boys que no emigraron a Punta del Este. Disfrutar de esa compañía, de un paradisíaco parque-terraza con vista al río y de otros lujos que se desparraman entre trampolines y palmeras, cuesta 400 pesos los domingos y feriados, y 300 los días hábiles. “A las 10 de la noche cerramos la pileta y abrimos la boîte”, explicó José Brito, uno de sus cuatro dueños; pero quienes quieran rematar la jornada bailando en una controlada penumbra deben, necesariamente, vestirse un poco más: “Montar esto costó 50 millones de pesos, y si alguno se sienta mojado sobre los sillones de pana, a mí me da un síncope”.
Esas preocupaciones no agobian, en cambio, a los propietarios del más popular balneario privado de Olivos, al que recurren quienes desdeñan la promiscuidad de las playas de El Ancla, casi a sus espaldas. En Yanco (300 pesos los domingos) impera el ambiente familiar, la vigilancia disimulada y otros requisitos encaminados a gobernar el aluvión de bañistas que atosiga el lugar los fines de semana. Tanto como en las piletas populares de Ezeiza, la revisación médica es ineludible: “Pero excepcionalmente hay problemas”, se alegró Aníbal García, médico de Yanco. Las pocas zozobras que interrumpen su calma provienen del exterior: sábados y domingos, la zona es un hervidero de accidentes de tránsito.
Revista Primera Plana
10.01.1967

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba