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UN AÑO DE TELEVISION ESTATAL Por MIGUEL SMIRNOFF Se han cumplido ya los primeros doce meses desde que el Estado tomó a su cargo los canales de televisión. En ese lapso no hubo mejoras sustanciales y los próximos presentan un panorama sombrío. De no fijarse una política clara de programación es probable que se especule con la idea de que están sobrando canales. EL mes pasado se cumplió un año a partir de la fecha en que el Gobierno Nacional decidió intervenir cinco canales de televisión, tres de ellos en la Capital Federal, uno en Mar del Plata y uno en Mendoza, cuyas licencias de explotación, de acuerdo a una interpretación ya puesta de manifiesto durante el gobierno del General Lanusse, habían caducado. Desde el punto de vista de la mecánica legal del proceso, la situación es clara: el Estado ha dispuesto adquirir los bienes de los ex permisionarios y de las productoras de programas que dependían de ellos, con lo cual se convertirá en dueño de las instalaciones. En lo artístico, parecería que aún sucederán muchas cosas, como lo sugieren los relevos de los interventores de los canales y de los funcionarios por ellos nombrados, tras una gestión no demasiado lucida que digamos. Comentando este asunto en oportunidades anteriores, observamos que lo importante no es realmente que la televisión sea estatal o privada, sino que sirva para beneficio del público. De esta manera, la cuestión de la propiedad pasa a ser secundaria, y en cambio cobra relevancia lo que se emite, cómo se emite, y cuándo se emite. Habiendo en el país excelentes especialistas en medios de comunicación, cuyos servicios pueden ser utilizados para lograr una correcta utilización de las posibilidades de cultura y entretenimiento que brinda el sistema electrónico, se hace objetable que, doce meses más tarde, no exista más que una serie de iniciativas aisladas de mejoramiento del mismo y no una idea concreta de televisión nacional, que era lo prometido y la motivación manifestada en el acto de intervención. Para ilustrar esta idea, podemos comparar la TV con un artefacto casi risible: la máquina doméstica de moler carne. La función de este aparato es producir carne picada, pero sólo lo hace cuando se introduce carne en ella. Además, no mejora su calidad: simplemente la desmenuza. Tercero, su excesiva utilización produce hartazgo de albóndigas. Cuarto, está el recurso de comprar la carne picada directamente en la carnicería —parecido a las series y películas—, pero nunca se está seguro de no estar recibiendo gato por liebre. Finalmente, manejar la picadora requiere esfuerzo, pero es la única manera de que funcione. En televisión el esquema es, aunque no lo parezca, muy similar: para que los programas sean buenos, tiene que haber creatividad en los mismos. Para que haya creatividad, tiene que intervenir talento fresco. En lo que va de 1973 a 1974, salvo un par de teleteatros unitarios con figuras que ya estuvieran antes en pantalla, no ha habido programas que se alejaran de lo rutinario; se han hecho, sí, unas pocas emisiones musicales de calidad —Ariel Ramírez, Enrique Villegas— pero siempre dentro de los esquemas de producción de la ex televisión privada. Las puertas de la percepción Este resultado es totalmente lógico, por cuanto en los canales, al igual que en cualquier otro lado, hay equipos de producción firmemente establecidos, con pautas de trabajo afirmadas y una rutina hecha. Cambiar la cabeza dirigente no es suficiente: un Nicolás Mancera, por ejemplo, hará aproximadamente el mismo programa en setiembre de 1973 que en octubre de 1974, y lo mismo es válido en cualquier otro profesional del medio. Para hacer algo distinto, hay que traer a alguien nuevo, sin experiencia, y además soportar los eventuales fracasos que pudieran producirse antes de la innovación exitosa; esto no ha sido ensayado. También se ha exagerado la utilización de recursos como la cadena nacional. En técnicas de medios de comunicación se sabe ya positivamente que la capacidad de influencia de los mismos sobre el ser humano es mucho más limitada que lo que se suponía hace años. En realidad, la TV, al igual que la radio, diarios o revistas, sirve más para reforzar una idea que para cambiarla. Así, se va polarizando a los espectadores en sectores: por un lado se agrupan los que están dé acuerdo y por el otro los que no. La cadena nacional intentaría en principio llegar a todos, pero aquí entran a funcionar tres mecanismos psicológicos, denominados exposición selectiva, percepción selectiva y retención selectiva. La exposición selectiva hace que sólo aquellos que están medianamente interesados en escuchar algo, adopten una posición receptiva; el resto apaga el aparato o corre hacia la heladera o hace algo similar. La percepción selectiva hace que, si lo que se oye corresponde a las pautas preestablecidas en la persona, se retenga lo que se escucha o ve; en caso contrario, no se presta atención: el mensaje resbala sobre el espectador. La retención afecta a la memorización y toma de conciencia con respecto a lo dicho: es frecuente que un cierto mensaje sea recibido, pero que la persona le agregue detalles o introduzca modificaciones para adecuarlo a sus ideas o prejuicios. En un famoso experimento llevado a cabo en los Estados Unidos, un relato de cómo un blanco atacaba a un negro con un cuchillo, durante un incidente, fue transmitido de persona a persona para analizar como era modificado durante el proceso: en muy corto plazo, el cuchillo “pasaba” a manos del negro. Todos estos factores —bastante conocidos a nivel profesional, por otra parte— limitan la efectividad de las transmisiones masivas, y producen una baja en la expectativa, que redunda en perjuicio de las oportunidades verdaderamente importantes. Es interesante destacar que, para el habitante medio, la existencia de una rutina establecida es un factor de tranquilidad; el panorama habitual de televisión es parte fundamental de esa rutina, y su alteración o supresión es causal de tensión. Se mira y no se escucha Volviendo a la comparación con la máquina de picar carne, el problema de la excesiva utilización de series, mencionado como uno de los motivos fundamentales para la intervención, tampoco ha podido ser resuelto, por motivos fáciles de entender. Las productoras de programas de TV tienen una cierta capacidad de acción, limitada por las posibilidades físicas —cantidad de estudios, de cámaras, de actores— y por las financieras: los anunciantes. La capacidad física ha permanecido más o menos constante, pese a la curiosa demolición sucedida en las instalaciones del Canal 9, pero la facturación publicitaria se ha reducido mucho, parcialmente por medidas económicas del propio gobierno —como la disposición que prohíbe incluir los gastos de publicidad en los costos de producción— y también por la propia inseguridad de los anunciantes acerca de la rentabilidad de una campaña en televisión, en los momentos actuales. En estas circunstancias, no queda más remedio que recurrir al material importado: series y películas. El único efecto visible es que hay películas que han sido pasadas ya seis o más veces en un mismo canal, pero sería interesante conocer también la opinión de quienes consideraban a las series como extranjerizantes y temían que se impusieran modismos idiomáticos foráneos. ¿Ha desaparecido el peligro? Los próximos doce meses de TV siguen presentándose sombríos. De no fijarse una política clara de programación, es probable que se acentúe la impresión de que están sobrando canales, alentada por la práctica de transmitir partidos de fútbol por dos de ellos en forma simultánea, como sucedió con el encuentro de Independiente con San Pablo de Brasil. Y también con el ensayo del Mundial (Argentina versus España), cuya transmisión fue muy precaria. La tesis de darle a uno de los canales un contenido cultural, a otro un esquema deportivo, etcétera, tropieza con dos dificultades: la primera es que rige el sistema de competencia comercial entre las distintas plantas, por lo que los anunciantes se manejarían con pautas de rating y abandonarían aquella onda que no goce del máximo de audiencia posible. La otra es que en las radios estatales, donde el sistema de emisoras dirigidas a sectores del público fuera propuesto hace ya tiempo, no se ha podido llegar a una definición parecida, pese a las oportunidades habidas; por lo tanto no se puede ser optimista con respecto a que se pueda poner en práctica en televisión lo que no se pudo hacer en radio. Se puede encarar una aproximación a la situación actual por el extremo opuesto, es decir, preguntarse: ¿puede quedar todo como está? No debiera. Los estudios de audiencia han demostrado una vertiginosa caída en el interés del público por los programas ofrecidos, y debe suponerse que en los planes no figura la aniquilación del medio, sino su jerarquización. En otras palabras, se hace necesario un fuerte golpe de timón para encarar, por fin, la televisión con sentido nacional, y lograr que sea reflejo de lo que se hace y se puede hacer en el país. La TV no es una bocina, y posee un mecanismo de autodestrucción que es peligroso en manos inexpertas; utilizarla como amplificador de la voz no tiene sentido, porque nadie escucha. Es un medio con lenguaje propio, y hay que utilizar ese lenguaje para comunicarse con el público, so pena de perder contacto con los dueños de cinco millones de televisores. ___recorte en la crónica____ "AHORA NADIE VE TELEVISION” ![]() Según García, la televisión ha perdido su utilidad no solo como medio informativo, sino también como espectáculo artístico y como vehículo publicitario: “Nos acusaban de hacer programas similares en el mismo horario, y ahora hay cuatro teleteatros los martes a la noche, hasta en canal 7; el rating sigue siendo tan importante como antes; los programas objetados sólo cambiaron de nombre, pero no de estilo ni de duración. Prácticamente no han modificado nada, salvo que nosotros hacíamos esto mucho mejor porque conocemos el negocio. Además, se han perdido las fuentes de ingreso por falta de publicidad y sólo se obtienen los avisos estatales. El medio ha perdido calidad, información y financiación; prácticamente no sirve más. El Estado cargó con un clavo que sólo le da pérdidas y nosotros fuimos despojados de tres empresas que cuestan 10 mil millones cada una, sin que se nos pagara un solo peso. ¡Brillante negocio, eh!”. ♦ [H.G.] Revista Redacción noviembre de 1974 |
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