Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


templo del tango corrientes y esmeralda




Ya tiene su templo el TANGO
por BORIS VALDES | fotos CESAR ALVAREZ
En Corrientes y Esmeralda —antigua sede del “Royal Keller”— se ha abierto el Museo de la música ciudadana.

Buenos Aires es un monstruo mecánico. Buenos Aires no tiene corazón. Pero hay noches que se empeñan en demostrar lo contrario, y que todo el trasfondo sentimental de una ciudad narcotizada por el cemento y la gasolina se despereza con el albor de una canción.
Sí, ya sabemos que fué improvisado. El dueño de la sala (justo allí, al lado del Odeón, donde una época funcionara el Royal Keller. frecuentado por Payró, Ingenieros, Florencio Sánchez, Miguelito Tornquist, y tantos otros) le propuso la idea a Julián Porteño. Hacía rato que se estaba hablando de crear un Museo del Tango. ¿Y dónde mejor que en Corrientes y Esmeralda, esa esquina cabrera de los compadritos y del piropo multado, esa esquina que el Negro Celedonio inmortalizara con aquellos versos de “Animaron guapos junto a sus ochavas... ”? Corrientes y Esmeralda es tango hecho lugar, y no podría ser otro el elegido para emplazar un templo a la música nuestra.

Viejos instrumentos
En este caso el templo salió modesto. Un salón cuadrado, vitrinas “maquettes”, paredes decoradas, un pequeño bar y un escenario no mucho más grande. Nada más. Fotos: eso sí, muchas fotos. Y entre objetos personales de Carlitos —conservados todos con ese fetichismo que saben despertarnos los ausentes muy queridos— hay algunas piezas de verdadero valor. Como la guzla de Discepolín. ese extraño instrumento de una sola cuerda construido por él mismo, y donde hacía sus grandes tangos. O el famoso violín corneta del intérprete y compositor Julio de Caro, donde probablemente ensayara hace treinta años el magnífico tango que lleva el nombre de nuestra revista: “MUNDO ARGENTINO".
También está el primitivo armonio ambulante de Juan de Dios Filiberto, que le sirviera cuando componía “Caminito”. Y el bandoneón de Augusto P. Berta, junto a la flauta de su inolvidable compañero Luis Teisseire. En fin, hay manuscritos originales, documentos, testigos todos de una época muy nuestra.
Quizá faltó ocuparse de los tanguistas actuales, proyectar la exposición entera sobre el presente y el futuro argentinos. Si no, parece un poco el reconocimiento oficial de que el tango ha muerto. Tanto énfasis dado al pasado hace el efecto de que estuvieran guardando la canción porteña en un frasco con alcohol. Esto era casi fatal tratándose de un museo. Pero cuando el museo está tratado con agilidad —me acuerdo de ese “Museo de la Caricatura" que funcionó hace unos años en la Galería Picasso, y donde los clásicos del lápiz se codeaban con los últimos retoños del arte de reír— sabe dar la impresión justa de una cosa viva. La foto de Ranko Fuyisawa que aparece por ahí, no puede salvar, en este caso, la omisión, por ejemplo, de los cultores del tango estilizado (si estaban, estaban tan tapados que no los pudimos ver).
Esto no es, no puede ser una crítica a los que con tanta voluntad han creado el museo. Y al decir así, estoy pensando en Lopecito, ese muchacho noble y tanguero, que es el verdadero padre y sostén de la nueva institución. Lopecito, para decirlo con una expresión justa y porteña, "se rompió todo" por el museo. El 12 de agosto, al terminar la velada inaugural, me acerqué y le dije que era una lástima que en todas las semblanzas que se hicieron, nadie se acordó ni siquiera de nombrar a la Negra Bozán. Entonces, afligido y moviendo los brazos como aspas de molino, me trató de convencer que la omisión era involuntaria. “Tenía unos discos cantados por ella, pero vos sabés que la gente se aburre. Hay que darle lo que ellos piden, espectáculo animación...”

Figuras consulares
A la verdad que animación no le faltó. Y gracias al mismo Lopecito, que hizo subir a la tribuna a las personalidades tanguísticas, que historió el tango desde sus comienzos, que contó anécdotas, dijo chistes, recitó a Celedonio Flores y le prestó a todo un calor que saliendo de él, se contagiaba a cada uno de los presentes. Presentes entre los que se encontraban —hay que nombrarlos— don Juan Bergamino, Juan de Dios Filiberto, Francisco Canaro, Enrique Delfino, Julio De Caro, Eduardo Bianco, José Razzano, Azucena Maizani, Ricardo González, Pedrito Maffia, Edmundo Rivero, Manuel Sucher, Juan Verdaguer, los periodistas Soiza Reilly, Ricardo Korn, Emilio Roca, el subsecretario del Ministerio de Educación, doctor Salogna: los organizadores Lopecito y Julián Porteño, y la presencia espiritual de Discepolín en la persona de Tanía, su compañera de todas las horas. Muchos de ellos hablaron, otros prefirieron expresarse con música. Hubo momentos de emoción. Como cuando don Eduardo Bianco dijo que volvía a su patria después de tantos años de peregrinaje. “Me siento enormemente feliz de volver a ver a estos amigos muy queridos, y deseo tener muy pronto la oportunidad de mostrar mi modesto arte al público de mi patria.” El que fué embajador del tango argentino, y recogió aplausos por Italia, Francia, Estadas Unidos, España, Grecia, Albania, Egipto, Dinamarca, Rumania, Turquía y sabe Dios en cuantas partes más, estaba allí, en la tribuna. Lloraba. Y a todos los presentes se nos hizo un nudo en la garganta.
Después, cuando apareció Azucena Maizani, vestida de gaucho, como antaño, la cancionista que acaba de cumplir treinta y cinco años con el tango, recordó a los dos maestros a quienes debía su carrera: Delfy, que le abrió las puertas del teatro, y Pirincho, que le dió la oportunidad de llegar al disco. Entonces Azucena quiso cantar la primera pieza que ejecutó sobre un escenario. Y fué “Padrenuestro”. Al piano, el mismo pulso inolvidable de Enrique Delfino. El tiempo se detuvo, y en los ojos de más de un espectador “de la guardia vieja” había una nube de añoranza.
Casi al final. Pirincho Canaro dijo que deseaba hacer un homenaje. Y su orquesta lanzó al aire los acordes de “Quejas de bandoneón”. Al terminar, Pirincho y Juan de Dios Filiberto se abrazaron, mientras la sala se venía abajo de aplausos. Pero el final, el verdadero final, lo dió una nota emotiva. Lopecito anunció que gracias al milagro del “Telecine” iba a cantar Carlitos Gardel. En el escenario, al lado de la pantalla, una imagen en cera del zorzal criollo con “pilchas” de gaucho. “Mi Buenos Aires querido...” Y la voz del hombre-símbolo nos unió á todos en un minuto de recogimiento.

Un museo viviente
Nos fuimos llenos de nostalgia. Convencidos de que habíamos vivido un momento perfecto. Pero el museo quedaba atrás, y con él, el entusiasmo de Lopecito, dispuesto desde ahora a convertirse en su cicerone permanente “Un pueblo es un idioma, es una historia, es una literatura, pero, ante todo, es una música”, había dicho De Caro. “Los pueblos no existen sin música”. La canción del Plata se encuentra condensada en este museo. En nosotros, en cada uno de nosotros, está la responsabilidad de respaldarlo. Una de las formas es que se haga carne en todos el convencimiento de que si queremos que el tango sobreviva, su verbo puede ser conjugado en todos los tiempos, menos en pretérito. El Museo del Tango “Carlos Gardel” debe ser el nexo por el cual los veteranos transmitan la antorcha a las generaciones nuevas.
Y de ahí la otra gran condición: si la noche de la inauguración fué un éxito, es porque se hicieron presentes las grandes figuras del tango argentino. Ellos le dieron, más que todo lo demás, ese brillo y ese sentido cálido de reencuentro con las esencias de la nacionalidad. La moraleja es fácil: Si lo quieren mantener, es necesario que vayan. Que vayan todos, los famosos y los otros, los que se creen olvidados porque las radios o los periódicos no los nombran. Pero el público porteño no olvida nunca a los que supieron tocar las fibras más íntimas de su corazón. Ahora tenemos la oportunidad de reverenciar en vida y en presencia a muchos de los patricios de la música ciudadana. Estar, cambiar ideas, codearnos con ellos. Todos —ellos y nosotros— juntos en la esquina criolla, oficiaremos la liturgia del porteñismo en comunión, que piadosa y optimista a la vez. Entonces sí que el Museo del Tango “Carlos Gardel” nos habrá dado más aún de lo que, en proyecto, pudieron Imaginar los hombres que lo hicieron realidad. Y nosotros, que desde estas columnas de MUNDO ARGENTINO lanzamos, hace un año y medio, la iniciativa.

Pie de fotos
-Junto al pintoresco traje de gaucho que confeccionaran para Gardel en Hollywood la maleta del malogrado astro que fue lo único que se salvó en el trágico accidente de Medellín.
-Tania, Canaro y Julio De Caro, contemplan la guzla de Discepolín, ese extraño instrumento en el que componía sus inolvidables tangos.
-Canaro, Filiberto y Lopecito. durante el acto inaugural, escuchan las evocaciones que de los tiempos viejos hace Enrique Delfino.
-El viejo violín de Ernesto Poncio guarda en su caja el secreto de la creación de “Don Juan”.
-Soiza Reilly junto a Edmundo Rivero, Lopecito y Cadícamo, observa una de las vitrinas con expresión nostálgica. ¿Te acordás, hermano?

Revista Mundo Argentino
27/08/1958
 

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