Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Tucumán: La espina en la garganta
Desde hace una década, ningún Gobierno puede resolver el caos tucumano: las periódicas violencias azucareras, las ollas populares y las manifestaciones obreras han lapidado ya el prestigio de un centenar de funcionarios, incluidos tres Gobernadores. El 28 de junio de 1966, la revolución ubicó la solución del caso tucumano entre sus objetivos principales: a 200 días de haber asumido la Presidencia, ni el general Onganía ni su emisario, el general auditor Fernando Aliaga García, pueden quitarse la espina de la garganta. Por el contrario, se les ha incrustado más.
tucumánLa semana pasada, la violencia desbordó ya no sólo al Gobierno, infligiéndole la más grave mella a su autoridad, sino también a las propias organizaciones obreras. El jueves 12, una cocinera de ollas populares y madre de cuatro hijos, Hilda Natalia Guerrero de Molina, fue muerta por la Policía en el sindicato del ingenio Bella Vista, y otros dos obreros quedaron heridos de gravedad; un parte oficial informó que, además, dos vigilantes salieron lesionados de la refriega: piedras por el lado obrero, gases y balas por el policial. Todo empezó, como siempre, con un mal entendido.
Fueron los propios trabajadores azucareros quienes, alzados contra una conducción que juzgaban demasiado complaciente, la rebasaron y empujaron a la acción. El líder de la FOTIA, Atilio Santillán, estaba en desgracia con el Gobernador Aliaga desde que éste lo increpó en público por las declaraciones de Santillán sobre el fallido envío de braceros tucumanos al Valle del Río Negro. Para recuperar su prestigio, la FOTIA y Santillán necesitaban rápidos golpes de efecto.
En la noche del domingo 8, el plenario del gremio azucarero decretó un paro de actividades para el jueves 12 y marchas en los ingenios para el día siguiente, que se coronarían con una manifestación en la capital. Las razones esgrimidas: discrepancia con la política azucarera nacional, protesta contra “las cesantías masivas” en el ingenio Santa Lucía, falta de pago en otras cinco fábricas e inseguridades sobre la realización de la zafra 1967.
La marcha final sobre San Miguel de Tucumán iba a contar al menos con la simpatía de los empleados públicos y los jubilados: el Gobierno de Aliaga García no había podido pagar a éstos desde noviembre, ni a los agentes activos de su administración, el sueldo de diciembre y el aguinaldo; a la vez, soportaba una fuerte presión empresaria por el fracaso del Operativo Río Negro.
La huelga revestiría una importancia meramente simbólica, porque la mayoría de los ingenios cierra en el verano para reparaciones y limpieza, y porque los trabajos en el campo están suspendidos a causa del calor. También el calor tuvo algo que ver en lo que ocurrió la semana pasada: cocinó con su insoportable ferocidad el malestar que se venía alimentando desde meses atrás. El lunes, la FOTIA envió un memo al Ministro Krieger Vasena pidiéndole una revisión total de la política instaurada por su predecesor Salimei; ese mismo día. una misa se ofició en el ingenio Santa Lucía, y los obreros caminaron luego por las calles de la villa, en un acto de protesta pacífica. El martes, pese a la previsión policial, las misas fueron suplidas por una procesión nocturna, con antorchas: los obreros pedían la suspensión de un experimento patronal, que consistía en parcelar tierras y cederlas precariamente a los trabajadores; si la medida se consumaba, 400 de ellos iban a quedar cesantes.
Lo cierto es que el martes a la noche, los “duros” de la FOTIA revivieron sus épocas de gloria: la columna con antorchas fue interceptada por la Policía; según ésta, los obreros la provocaron con una pedrea; según los obreros, la Policía, sin mediar palabra, cargó sable en mano y disparó bombas lacrimógenas. Quedó un tendal de media docena de heridos.
A esta altura, el Gobierno provincial estaba decidido a extremar también su dureza: con Aliaga García en Buenos Aires, el Ministro Gastón Lacaze (de filiación conservadora) había asumido el Poder Ejecutivo dispuesto “a que se respete el orden”. El miércoles 11, en el bar El Molino, el Jefe de la Policía provincial, teniente coronel retirado Alberto Mario Mazza, dijo en rueda de amigos que sus tropas usarían armas no bien los obreros intentasen “desmandarse”.
El jueves amaneció irrespirable, con esa espesa combinación de humedad, moscas y solazo que transforma a Tucumán en un fardo de algodón, sin aire ni alivio, durante los peores días del verano. Desde la noche anterior, los obreros habían orquestado su larga marcha sobre la capital como si fuese una guerrilla. La Policía, para impedir la concentración en Bella Vista, uno de los dos puntos de confluencia acordados por los trabajadores (el otro era el ingenio Concepción, a las puertas de San Miguel de Tucumán), vigilaba la carretera. El contingente que salió de Santa Lucía, hacia la medianoche, resolvió caminar los 28 kilómetros que median entre ese ingenio y Bella Vista en grupos pequeños, para despistar. Hilda de Molina, que formaba uno de esos grupos (con su marido, su hermano, un hijo) tardó ocho horas en llegar a destino.
Hacia el fin de la siesta, el jueves, saltó la chispa: un incidente entre el tesorero del ingenio San José, Juan Carlos Díaz, con un obrero, acabó en trompadas. La Policía los detuvo. Los manifestantes, que imaginaron el principio de una represión, llegaron a la comisaría a pedir la libertad de sus compañeros; los vigilantes, a su vez, supusieron que los obreros estaban dispuestos a tomar la comisaría por asalto, y los dispersaron con gases lacrimógenos.
En la fuga, los manifestantes llegaron al sindicato del Bella Vista, pero la Policía entró al local, rompió vidrios y disparó. Hilda recibió un balazo y cayó, con la, cabeza rota. Se la oyó gritar “¡Ay, madre!”. La mayoría de los manifestantes, mientras tanto, escapó por la ventana del fondo del sindicato, y huyó por una bicicletería.
Dos horas después, el Juez León Bernabé Lohezic, que hizo formar a los policías para carearlos con los obreros, consiguió que éstos identificaran al presunto victimario: el oficial Gabriel Felipe Figueroa. Al día siguiente, la Policía informó que Figueroa no había llegado todavía al sindicato cuando dispararon sobre la mujer, pero admitió que, “ante la gravedad de la agresión [pedrea], los empleados del orden debieron hacer uso de sus armas reglamentarias”.
La furia se desató: el Frente Unido de los Trabajadores del Azúcar pidió el relevo del Gobernador Aliaga; la FOTIA extendió por otras 24 horas su paro del jueves, y el Ministro Lacaze responsabilizó de los incidentes, sin demasiada imaginación, a “los extremistas de izquierda”. Hilda de Molina, entre tanto, era velada en su casa del ingenio Santa Lucía, con la olla popular que había atendido colocada junto a la cabecera del ataúd. Entre las decenas de coronas que llegaron a la capilla ardiente, una duplicaba a las demás en tamaño: sobre su cinta morada se leía “Juan Perón”.
17 de enero de 1967 -Nº 212
PRIMERA PLANA - Página 12

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