Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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¿Vale la pena veranear?
veranear, por kalondiSon muchos meses de expectativas e ilusiones cariñosamente acunadas. De pronto, abruptamente, la vacación muestra su verdadero rostro, una mueca sarcástica que pone al inminente turista al borde de la decepción. Cientos de personas se preguntaron, a lo largo de diciembre, si tanto esfuerzo sería recompensado, si valía la pena pasar una noche en vela, en la estación Constitución, a la caza de un boleto que les abriría las puertas de Mar del Plata o Bariloche. Las dudas apuntaban más lejos: nadie estaba seguro de que en Mar del Plata o Bariloche conseguirían alojamiento, sobre todo desde que las oficinas de turismo regionales anunciaron, hace un mes, que las plazas estarían saturadas en enero y febrero.
La protesta movió a un contingente estudiantil, una madrugada de la semana pasada, a organizar una manifestación de repulsa que copó Constitución al grito de “¡Somos la generación burlada!”; casi al unísono, en Retiro estalló un motín por el estilo entre frustrados compradores de pasajes a Córdoba. El jefe de turno amenazó con llamar al camión hidrante Neptuno para apaciguar a los revoltosos. “¡Qué barbaridad! —se quejó—. ¡Parecen comunistas!” A grosso modo, un funcionario de EFEA estipuló que los ferrocarriles estaban en condiciones de satisfacer al 30 por ciento de la demanda, que el otro 70 por ciento deberá resignarse a otros medios o a veranear en marzo.
El miércoles, mientras una “cola” de 375 eslabones ondulaba frente a la ventanilla de boletos para Mar del Plata, un reguero de angustias inflamaba la espera: un empleado de seguros, con tres hijos, juró que “si no fuera por los chicos, no era yo el que estaba aquí”; y una señora, provista de termo, admitió que veranear se había vuelto un placer heroico, un sufrimiento tan imprescindible como escuchar la radionovela de la tarde. “Uno vuelve tostadito y con cosas para contar, pero no se puede hablar de descanso.” Parece un estigma, pero el descanso no entra en los planes veraniegos de los argentinos; en todo caso, no pasa de una mera aspiración. El ensueño agoniza no bien se pone en marcha, apenas hay que echar mano al bolsillo. Por supuesto, los cálculos de gastos del año pasado no sirven más que para referencia: los hospedajes de la costa atlántica cuestan ahora un 33 por ciento más, un 40 los de Bariloche, un 28 los de Córdoba. Después de la última reforma tarifaria, los pasajes ferroviarios subieron hasta el 100 por ciento.
Los dolores de cabeza y la excitación del preparativo suelen ser un pálido borrador de lo que viene después: quienes enfilan hacia la playa deben prever irritaciones epidérmicas y trastornos digestivos para hacer frente a una agenda sin baches, que no deja resquicios al ocio. El sociólogo Ernesto Hormes, desde hace 18 años radicado en Mar del Plata, estipuló que “el jefe de familia se ve acuciado por un ambiente mucho más agresivo que el de Buenos Aires, puesto que el turista es la intolerancia misma; por otra parte, compartir las 24 horas del día con su mujer y los chicos es algo para lo que no estaba preparado”. Es posible que al tercer día de su regreso contraiga algún achaque de raíz anímica y hasta se decida a pedir hora a un analista.
Esto no es una exageración: según L’ Express, una junta de especialistas franceses determinó que el 20 por ciento de los suicidios anuales ocurren a fines del verano, entre quienes disfrutaron de un período de vacaciones. El regreso a la alienación, el convencimiento de que el recreo anual ya pasó y ahora viene otro año de fatigas, serían las causas que desembocan en el exterminio. A su vez, un miembro de la Sociedad Psicoanalítica Argentina computó que, tradicionalmente, en marzo y abril se produce la gran conscripción de pacientes, que los que ya eran atendidos antes “regresan lacerados; a menudo, el desajuste nervioso obliga a empezar el tratamiento de nuevo”. Es un riesgo a dos puntas, “ya que si el veraneante no disfrutó (sea porque llovió más de la cuenta o porque contrajo un cólico), caerá en la frustración; y si paladeó a gusto sus vacaciones, lo más probable es que de vuelta a su medio sufra de inadaptación y se angustie”. No son pocos los psicópatas que, terminadas las vacaciones y otra vez sumergidos en la oficina, obtengan esta conclusión: “Doctor, acabo de darme cuenta de que soy un pobre diablo”. En la playa, en los lagos o en la sierra, las clases sociales se confunden en una sola, la clase turista, y conviven sin remilgos; pero la discriminación aflora cuando los primeros vientos barren la impasse estival y el aprendiz de play-boy vuelve a la oficina, y la . vampiresa archiva su bikini y se encasqueta su cofia de mucama.
El abogado y sociólogo Fernando Cuevillas, profesor de la Universidad Católica Argentina, estima que el índice de alienación crecerá cuando la familia veranee por separado, una notoria costumbre de las clases altas europeas. En España, los ejecutivos dispuestos a quedarse de Rodríguez mandan a la mujer y a los hijos a algún centro de veraneo, para someterse a una contemplativa cura de reposo en la estricta soledad de sus casas. Las reglas del juego obligan a no aprovecharse de la situación, a no cometer los deslices que Françoise Sagan propone en Una cierta sonrisa. La costumbre asoma también en la Argentina, con una variante: los maridos viajan hasta sus mujeres, los fines de semana, en informales visitas de inspección. El sistema no parece del todo recomendable, porque los celos se convierten en un tábano al acecho: hace quince días, un marido radicó una demanda de divorcio en los Tribunales de Buenos Aires, apoyado en la confesión de su hija de 7 años. “Durante tu ausencia —dijo la nena—, mamá y yo salíamos todos los días con un señor que nos pasaba a buscar en coche.” La mujer no tardó en demostrar que se trataba de un chofer de remise.

En busca del ruido
Una decena de profesionales del turismo, consultado entre el lunes y el martes pasado, convino en que, en efecto, “los argentinos no saben veranear”, y que si persisten en sus hábitos actuales, “entonces cabe preguntar si no es mejor que se queden a tomar sol en la azotea”. Coincidieron en que “más vale no hablar de unas vacaciones ideales” bajo la espada de la inflación, la escasez de servicios de traslado y la relativamente baja capacidad hotelera del país. Sin embargo, atinan a dos recomendaciones básicas: concretar las reservas de alojamiento con suficiente anticipación; esquivar las fechas del éxodo masivo (segunda quincena de enero y víspera de Carnaval) y los sitios en donde la promiscuidad es inevitable. Además de las agencias de viajes, las casas provinciales de Buenos Aires, Mendoza y Córdoba, la Casa Bariloche y la filial del Centro de Hoteles del Uruguay (en Corrientes al 300) adjudican reservas, no sólo asesoramiento.
“Los turistas se merecen todo lo que les pasa —rumió un agenciero de Eves—. Programan sus vacaciones en busca de ruido y amontonamiento, en vez de ir hacia la tranquilidad.” Luis Hanon, director de Turismo mendocino, reconoció que sitios apacibles como las termas de Moyes, Potrerillo y Tupungato, con hoteles y hosterías con capacidad para 800 pasajeros, “casi no fueron descubiertos por el público y eso que gozan de todas las prerrogativas para una vacación saludable”. Otro tanto pasa en Río Negro: “Todo el mundo se va a Bariloche —dice Elio Tirabasso, director provincial de Turismo—; en cambio, Mascardi y Gutiérrez, en donde se puede gozar del máximo de sosiego y de hosterías confortables, es preferido sólo por los extranjeros”. Pero tal vez ninguna provincia cuente con tantos rincones ignorados como Córdoba, con una capacidad hotelera pareja a la de Mar del Plata: 70.000 camas. Su director de Turismo, el ingeniero Enrique Finochietti, espera superar la deficiencia apenas concluya la construcción del camino que unirá Traslasierra con Altas Cumbres, un medio para dispersar a los turistas que convergen sobre el Valle de la Punilla: estimativamente, el 85 por ciento de los que veranean en la provincia.
Por supuesto, la oferta de comodidades en lugares inéditos da por sentado que el turista argentino es capaz de modificar sus costumbres y lanzarse a la aventura de ser pionero de su propia tranquilidad. Históricamente, las vacaciones no fueron hechas para eso: después de su sitio a Roma, Aníbal se tomó un descanso en Capua, tan plácido que pasó del sueño a la muerte cuando deslizó cierto menjunje en su copa. Dos siglos después, en el 79 de esta era, Pompeya, la ciudad balnearia más elegante del Imperio Romano, fue arrasada por la lava del Vesubio y miles de turistas pagaron con la vida su inclinación al otium. No les fue mejor a los integrantes de las Cruzadas, a quienes algunos historiadores irreverentes tildan de precursores del turismo internacional. En la Argentina (según consta en Desventuras que vivió Isaac Morris, una crónica resucitada por Alejo Milcíades Vignate), los primeros veraneantes marplatenses fueron ochos náufragos ingleses, encallados frente mismo a donde ahora está el Casino. Pasaron el verano de 1742 comiendo focas, hasta que fueron capturados por indios pámpidas y vendidos por 90 pesos —el lote— a las autoridades virreinales.
Conviene no insistir en que quizá sea un estigma, pero lo cierto es que, en buena parte del mundo, el verano y el descanso siguen siendo irreconciliables. No obstante, cada una de las 130 agencias de viajes instaladas en Buenos Aires puede ofrecer una decena de planes para aliar esas suertes: "Acapulco es un verdadero Edén", dijeron en Polvani; y en Exprinter, que programa una tournée por el Caribe, un empleado puso los ojos en blanco para referirse a la balsámica beatitud que impera en La Martinica. Pero el acceso a uno y otro lugar, con una permanencia de no más de diez días, insume alrededor de 270 mil pesos, algo más de* lo que pueden invertir los 2 millones de personas que se desplazan desde Buenos Aires en los dos primeros meses del año.
Un experto en turismo, Ignacio Sánchez Azcárate, de la Trade Travel Company, juzgó que “el país no está en condiciones de brindar unas vacaciones ideales”, utopía que yace “en la imaginación de los optimistas o en la memoria selectivamente nostálgica de los veraneantes de otros tiempos”. Algunos slogans puestos a circular en los años 40 (Veranear es poner el cerebro en chancletas, Vacación es sinónimo de satisfacción) suenan ahora entre burlones y antojadizos. Obviamente, las agencias consiguen aliviar enojos y plantones, los aprestos del viaje y los riesgos del alojamiento, pero sus funciones concluyen allí donde empieza la estadía. La posibilidad de aligerar la mente y satisfacerse tropiezan, según José Ventura Pérez, presidente de la Asociación Argentina de Agencias de Viajes, contra vicios que vienen de lejos: “Si las vacaciones fueran adjudicadas racionalmente, a lo largo del año, la mayoría de los trastornos serían superados, la gente podría viajar más y a más lugares. Para eso, los cuatro meses corridos de receso lectivo deberían subdividirse en dos tandas, una en verano y otra en invierno. ¿Por qué el mes de feria judicial es siempre enero? Así, los hoteles trabajarían todo el año, mejorarían sus servicios y se abrirían nuevas corrientes turísticas, hacia el Norte del país. Seguramente, la demanda de pasajes se reduciría a la mitad en los meses de calor y crecería al doble cuando hay que ir a buscar el sol a otras partes”.
En tal sentido, el periódico reclamo de empresarios de viajes y hoteleros, habitualmente dirigido al Ministerio de Educación, mereció siempre la misma respuesta: “Lo estudiaremos”.

Los turbios objetivos
Fernando Cuevillas, que además de profesor universitario ejerce los oficios de asesor sociológico de las tres Fuerzas Armadas, fernando cuevillasdedicó un capítulo de sus Reflexiones para una hipótesis sociológica a escrutar las motivaciones del veraneante, las causas que lo empujan a emigrar en períodos regulares. Coincide con Ortega y Gasset: aparentemente marcha en busca de “liberación y recreo”; en el fondo ansia instalarse, aunque sea por un rato, en la alta capa social. Por supuesto, esa gente desecha las “expectativas culturales” que constituyen el primer mandamiento de una vacación ideal. “Mientras el hombre-masa —dice Cuevillas— busca sofisticarse, ponerse a tono con la dinámica artificial de los centros veraniegos, el hombre-por-sí procura adecuarse al paisaje, desarrollar una actitud criteriosa y ubicarse a resguardo de la superficialidad.” No es tan fácil: el sociólogo Hormes, ex profesor de la Universidad del Sur, considera que “el turista trata de ser snob a toda costa, aunque en el fondo eso no lo divierta para nada”.
Cuevillas exceptúa de la generalización a los mochileros y acampantes, “individuos menores de 35 años, con limitados recursos económicos, pero con sinceras ganas de conocer el país”. Son, dice, “los únicos que suelen recordar cada uno de los lugares visitados cuando, otra vez en casa, proyectan sus slides. En cambio, el industrial que viaja a 130 kilómetros por hora, resbala sobre el paisaje y no aprehende más de un 60 por ciento”. Ejecutivos, jefes y altos empresarios son las principales víctimas de una desidia que acaba por indisponerlos: “Acostumbrados a mandar, a ser importantes —explicó el psiquiatra Amoldo Vainer, jefe de servicio del Instituto Nacional de Salud Mental—, no toleran convertirse en seres anónimos, en pasarse el día desocupados. Las formalidades del trato con sus subordinados colman su vanidad; durante el verano, advierten que su vida carece de sentido”. De vuelta, son los más frecuentes candidatos al psicoanalista.
Los mochileros y los flamantes asiduos al auto-camping no sufren esos complejos. Hace 30 años, la Asociación Cristiana de Jóvenes inauguró su campamento en Sierra de la Ventana, y habilitó una costumbre que congrega ahora a 120 mil adherentes; entre ellos, el personal de las empresas Alpargatas y Nestlé, cuyos contingentes llenaban —hacia 1940— sus campamentos de mar. La manía del hotel a cuestas prohijó la aparición, en Buenos Aires, de una quincena de negocios (los más veteranos, Cacique y Montaña Sport) dedicados exclusivamente a la producción de carpas e implementos de camping. Los rubros cubren también las necesidades de los adictos al auto-camping, una especie que este año, estiman en la Federación Argentina de Campamentos, estará representada por 35 mil familias. Para quienes se deciden por el sur patagónico (amantes de la caza submarina o de la pesca de la trucha) o la alta montaña, el Automóvil Club Argentino ofrece una guía de los cuidados especiales que demandará el coche; básicamente, cómo proteger el carter y el tanque de aceite. “El camping con automóvil —dijeron en Cacique— demostró que configura una manera eficaz de reagrupar a la familia a través de necesidades comunes que cada miembro afronta con sentido de equipo.”

¡Ahí vienen los turistas!
“Yo también era de esos que se toman unas vacaciones convencionales —confesó Carlos Alberto Ponce, director de ventas de Atanor—. Eran una experiencia horrible: volvía más cansado de lo que iba.” Padre de cinco chicos, Ponce solucionó el incordio comprándose una quinta en General Pacheco, a 50 minutos del Obelisco, en donde instala a su familia durante todo el verano. Claro, la fórmula debe resultar prohibitiva para el grueso de los veraneantes, y aun para aquellos que no aguantan la irremisible invasión de parientes cercanos y amigos, sobre todo si la quinta tiene pileta. Ponce no se inquieta: “Yo soy muy sociable, me encantan las visitas”.
José Grumberg, un financista vinculado a las agencias de viajes, es otro desencantado de las vacaciones convencionales: “Por nada del mundo iría a Mar del Plata. ¿A qué? ¿A hacer colas? ¿A pasarme horas buscando estacionamiento?” Pero la principal razón de su renuncia es que “el sentido de las vacaciones ha sido desvirtuado desde que se volvió masivo; nadie va ya en busca de reposo sino de status. La gente hace el sacrificio de ir a alguna parte, para después poder decir que estuvo allí, en tal playa, en tal hotel. No importa que les guste o no, sino que el sitio esté de moda. Lo cierto es que en cuanto se corre la voz, automáticamente se vuelve out”.
En efecto, una recorrida por 11 agencias marplatenses abocadas a la venta y alquiler de departamentos, permitió determinar, a mediados de diciembre, que el 80 por ciento de las operaciones se había concertado con clientes llegados del interior. Correlativamente, la élite porteña se vuelca a Punta del Este, que en los últimos cinco años ha dejado de ser un refugio apacible y está condenada a sufrir el mismo descrédito de Mar del Plata. “Entre Punta del Este y Playa Grande ya no hay diferencias —aseguró jack hannaJack Hanna, secretario de la Asociación Argentina de Agencias de Viajes—. Ha sido copada por los profanos” Arriesga un augurio: “El próximo balneario 'in' será Torres”, una tibia playa brasileña, a minutos de Porto Alegre.
Cinco expertos en turismo, inclusive Hanna, se avinieron a confeccionar una informal categorización de los centros de veraneo:
• La clase media inferior viaja a Mar del Plata, Villa Gesell, Córdoba, Montevideo y Piriápolis. También a las hosterías de Bariloche.
• La clase media alta frecuenta las afueras de Mar del Plata, Bariloche, Pinamar y Atlántida (el más residencial de los balnearios uruguayos, a 40 kilómetros de Montevideo). También Río de Janeiro, en excursiones colectivas.
• La clase alta prefiere Punta del Este y Copacabana, además de los grandes cruceros (Acapulco y Miami).
Es probable que la sublevación contra Mar del Plata —una animosidad que produjo el auge de Punta del Este y Villa Gesell— pase inadvertida para sus 1.157 hoteleros, y que las 74 mil camas públicas de la ciudad luzcan, este año, tan atiborradas como en temporadas anteriores. Sin embargo, los efectos de ese boicot resultan visibles en marzo: desde hace cinco años, por lo menos, Mar del Plata se vacía más rápidamente que Punta del Este e, inclusive, que Pinamar. Para José Ventura Pérez, esa pérdida de atractivo tiene mucho que ver con la decisión de varios gremios de comprar hoteles tradicionales (caso Royal y Argentino). Hanon, de la Dirección de Turismo mendocina, considera que los gremios “deberían construir nuevos hoteles. Así, darían trabajo a los obreros de la construcción, y después, a los gastronómicos y de limpieza”. Nadie atinó a predecir si Mar del Plata, como otros balnearios sujetos a las variables de la moda, se convertirá de nuevo en remanso no bien sea del todo desplazada por el magnetismo que ejercen otros centros. ¿Cómo saber si las preferencias turísticas son cíclicas?
Se sabe, sí, que el culto de las vacaciones enrola cada año a más feligreses; en 1940, apenas uno de cada 11 porteños veraneaba a más de 100 kilómetros de su casa, proporción que se mantuvo más o menos estática hasta 1945. El año pasado, uno de cada 4 emigró de la ciudad durante la estación estival. Sin embargo, los coletazos de la inflación acortaron los plazos de veraneo: los 15 días promedio de 1950 se redujeron a 6, en Mar del Plata, a lo largo de la última temporada. O sea que prácticamente nadie duda, ahora, que vale la pena salir de veraneo, aunque sea por unas pocas horas. “El veraneo es científicamente recomendable —advirtió el psiquiatra Vainer—, puesto que engendra euforia e intensifica los módulos vitales. Pero también acarrea un exceso de excitación nerviosa, por el cambio de habitat, cuyas secuelas son los trastornos digestivos y depresiones que sólo se manifiestan cuando hay que tolerar una sobrecarga de situaciones impuestas.”
En la práctica, es corriente que esas situaciones, produzcan agobio y neurosis, y que entonces el veraneo resulte exactamente lo contrario de lo que debería ser: un bálsamo para aliviar las tensiones de todo un año. Tensiones que derivaron en una batalla campal, hace quince días, en Constitución, cuando un par de aprovechados aspirantes a la Bristol eludieron la cola y se ubicaron, frescamente, ante la ventanilla. Los recogió una ambulancia, a uno con luxación de mandíbula, al otro con traumatismos ligeros. “Ahora podrán descansar en el hospital”, chacoteó una señora, sorbiendo su mate.
3 de enero de 1967 -Nº 210
PRIMERA PLANA
veranear

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