Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Congo
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El regreso de los mercenarios


El general Joseph Désiré Mobutu está furioso. En su capital, Kinshasa (antes Leopoldville), un edificio de madera verde le sirve de despacho presidencial; mira las laderas del monte Stanley y espera una respuesta; no la traerá el tam-tam de la selva, sino un mensaje telegráfico de Bruselas. Antes, cuando era suboficial del ejército colonial belga, también provenían de allá las órdenes que cumplía; ahora es el Presidente del Congo y las órdenes las imparte él.
En 1961, cuando Patrice Lumumba declaró la independencia y Moisés Chombe segregó Katanga, él fue puesto por los belgas al frente de un nuevo Ejército: los soldados eran nativos, los oficiales europeos. En la primera crisis del nuevo Estado arrestó al Primer Ministro y lo entregó a su peor enemigo, Chombe; siguieron el asesinato de Lumumba, la guerra civil, la intervención de la UN; Chombe puso fin a la secesión y fue, a su vez, Primer Ministro, hasta el día en que Mobutu encerró a los Diputados en su recinto y se hizo nombrar Presidente de la República. Entonces declaró a Lumumba héroe nacional y obligó a Chombe a emigrar: hoy reside en Madrid.
Hace seis meses, el dictador de 36 años fijó un plazo a la Unión Minera del Alto Katanga, la sociedad extranjera que provee la mitad del Tesoro congoleño y el 70 por ciento de sus divisas: antes del 31 de diciembre, la UMHK debía transferir de Bruselas a Kinshasa la sede de la compañía y convertirse en una empresa local. “No la voy a nacionalizar —decía a quienes comparaban su acción con la de Nasser a propósito de Suez—; me conformo con matricularla congoleña.”
En Navidad, como no recibía respuesta, pronunció un larguísimo discurso (en francés); la parte más inteligible se refería a “la situación paradójica de un Estado riquísimo con ciudadanos que se mueren de hambre”. Extendió el plazo hasta el 15 de enero. Para ese día, la UMHK debería, además, restituir al Congo unos 800 millones de dólares en regalías que no abonó cuando Katanga estuvo separada.
Entretanto, toda exportación de cobre está suspendida y Mobutu nombró un Consejo de Administración provisional, en el que figuran cinco belgas, cuatro congoleños y un inglés. Las acciones de la UMHK congoleña se distribuían así: 55 por ciento para el Congo (hasta ahora el 18); 15 por ciento para el trust británico Tanganyika Concessions Corporation (que tenía otro tanto en la vieja sociedad) y el 30 por ciento restante sería cubierto, en principio, por intereses privados, nacionales o extranjeros. Ultima exigencia: el cobre y el cobalto ya no se venderán en Amberes, sino en Matadi, en la desembocadura atlántica del río Congo.
En Bruselas, el principal interesado, Louis Wallef (vicepresidente de la Société Générale de Bélgica y presidente de la Unión Miniére), se mantiene impasible. De la primera empresa a la segunda, la distancia es de pocos pasos. El edificio de la Société Générale está ubicado en la calle Royale, en el centro del área de los negocios: a un costado tiene el palacio de la reina Juliana y al otro el Parlamento; es un simbolismo que ha dado mucho que hablar. El otro edificio, el de la UMHK, domina la calle de las Colonias, donde —aunque Bélgica ha perdido el Congo— se continúan vendiendo cascos de corcho y se suceden las cantinas frecuentadas por la marinería de los trópicos.
En los dos inmuebles, porteros de dorado uniforme se eternizan al pie de escaleras de mármol. La Société, santuario de la alta finanza, se protege con pesadas puertas dobladas en cuero. La Union, tercer productor mundial de cobre, ostenta con orgullo sus vitrinas de minerales preciosos, ante las cuales palidecen los coleccionistas. Nada refleja, en estos palacios silenciosos, la fiebre que debía provocar el ultimátum del general Mobutu.
La tradición y su buena conciencia imponen a la UMHK una discreción inquebrantable. En los seis años que lleva el Congo de vida independiente, la compañía opuso un mutismo despectivo a toda clase de acusaciones: que Moisés Chombe era su agente estipendiado, que el cadáver de Lumumba se guardó en una cámara frigorífica de la UMHK, en Elisabethville; que en sus talleres se fabricaron tanques para el ejército katangués; que ha financiado —y lo sigue haciendo— a los mercenarios europeos en el Congo; que algo sabe sobre el misterioso asesinato de Dag Hammarskjold, Secretario General de la UN.
Louis Wallef comenzó a extraer cobre de Katanga cuando el pequeño Joseph Désiré Mobutu empujaba apenas su andador. Sus principales cualidades son la imaginación y la serenidad. A mediados de 1964, cuando Chombe —también entonces exilado en Madrid— tomó un avión y llegó al Congo con riesgo de ser detenido en el aeropuerto, se hizo un milagro: el Presidente Kasavubu, el Primer Ministro Adoula, una docena de partidos, todos capitularon ante él. Sin duda, ese éxito fue de Wallef tanto como de Chombe. Misteriosas evoluciones de los paquetes accionarios habían trazado nuevas líneas de intereses a ambos lados del Atlántico. El taumaturgo, en pocos meses, aplastó la rebelión de Mulele, la de Soumaliot —dos extremistas que especulaban con la ayuda china— y puso en orden las finanzas del Congo.
Fue entonces cuando Mobutu desenvainó el sable; pero no contra los rebeldes, sino contra Chombe. Nadie, en Bruselas, en Londres o en Washington se alarmó; seguramente, el joven general sería también razonable. Sólo en la última mitad de 1966 sus actitudes empezaron a parecer extrañas. Y, en seguida, nuevos mercenarios llegaron por las fronteras de Angola, de Mozambique (dos dependencias portuguesas), y las primeras escaramuzas demostraron la fragilidad del ejército del general Mobutu.
La semana pasada, la Tanganyka anunció que no aceptaba el ofrecimiento del Congo; los belgas incluidos en el directorio lo rechazaron también; todos los técnicos europeos abandonarán el país. Esto significa que Louis Wallef comenzó a pulsar sus timbres. Simultáneamente, Chombe recibió a los periodistas en su lujoso departamento madrileño. Según él, “Mobutu está en el mismo nivel que Gnbeye, Mulele y Soumaliot; todos ellos se proclaman «lumumbistas», pero no tienen la personalidad del difunto. Lo único que quieren es abrir los cofres de las compañías y los bancos, tomar el oro y enviarlo al extranjero”. Lo acusa, además, de tener consejeros chinos.
“Por mi parte, amo a los Estados Unidos; me educó una misión metodista y ésa es, todavía, mi Iglesia. Los norteamericanos contribuyeron a la rehabilitación económica del Congo, durante mi gobierno; quizá pudieron hacer más, pero temían a la opinión mundial. En el Vietnam, sin embargo, han tenido el valor de desafiarla. ¿Por qué no corregir los errores pasados?”
10 de enero de 1967 - Nº 211
PRIMERA PLANA

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