Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

enrique fermi
Hombres y mujeres que he conocido
Por Pitigrilli

FERMI, el inventor de la bomba
DE la bomba atómica, se comprende. La primera bomba estalló en el año 1152 durante el sitio de Burdeos, en esa época algo elástica que marca el final de la Edad Media y el comienzo de la Era Moderna. Siempre que no la hayan inventado los chinos...
Cuando en 1909 F. T. Marinetti lanzó desde París el manifiesto del Futurismo electrizó al mundo intelectual con su incendiario programa: "Desechemos el claro de luna, destruyamos los museos, cerremos las Academias..." Y proclamando el derecho de los jóvenes, y leyendo la sentencia de muerte contra los viejos en arte y en literatura, gritaba orgullosamente: “Los más viejos entre nosotros los futuristas tienen treinta años.”
Luego sobrevinieron la guerra de África, la primera conflagración mundial, el advenimiento de Mussolini. Se barruntaban en el horizonte las águilas romanas y los símbolos del Imperio. El Duce quiso que Italia tuviese, como Francia, su Academia, y si Richelieu había fundado la Academie Franchise. él fundaba la Reale Accademia d’Italia, integrándola más que con los verdaderos valores del espíritu y de la cultura, con miembros de absoluta fe fascista.
El menos adaptado por valor artístico, pero el más abundantemente provisto de méritos fascistas era F. T. Marinetti. En el corro mussoliniano a Marinetti no se lo tomaba muy en serlo, mas era un fiel partidario de fe indiscutible.
En la Academia de Italia el fundador del futurismo se sentía en contradicción consigo mismo; el que había dicho en 1909: “los más viejos de nosotros tienen treinta años" ya estaba al cabo de la cincuentena; y después de haberse desgañitado gritando: “cerremos las academias", había entrado entre los primeros académicos de Italia, con un estipendio de ocho mil liras mensuales y el título anticuado y pasatista de Excelencia.
Lo encontré una noche en París. Venía en compañía de un señor serio, que se había apartado de él unos pasos, y miraba una vidriera do la librería Flammarion. mientras Marinetti y yo nos saludábamos.
—Oye. ¿cómo concuerdas —le pregunté— tu posición de académico con tu antigua proclama “cerremos las academias"?
Y Marinetti llamó al señor que se había alejado unos pasos:
—Te presento al físico Enrique Fermi, académico él también. La nuestra es una academia de gente joven. He aquí un académico de veintisiete años.
De esa manera conocí a Enrique Fermi. En aquella época era el tranquilo estudioso de la teoría de los "cuanta", que iban a llegar a las "reacciones en cadena", al control (¡oh, eufemística palabra!) de la energía atómica y a la bomba que debía destruir las ciudades de Nagasaki e Hiroshima.
No fué muy asiduo a las sesiones de la Academia. Quizá pensaría como D’Annunzio, que rehusó la presidencia (la cual aceptó, por disciplina. Marconi) y la llamó “la clase de los asnos”. Continuó sus estudios en Italia, rodeándose de silencio y recogimiento. Más adelante dos hechos gravitarse sobre su vida: el Premio Nobel y la campaña contra los hebreos que Mussolini, para acatar la locura de Hitler, hizo cundir en Italia. La mujer de Fermi era hebrea, y por ello su libertad corría peligro. Luego de haber percibido las setenta y seis mil coronas suecas del Premio Nobel. Enrique Fermi, sin ni siquiera pasar por Italia se dirigió desde Estocolmo a los Estados Unidos. Cuando pidió a las autoridades americanas el "visto bueno" para la entrada, debió, como los otros, rendir el examen de los inmigrantes. Para cerciorarse de su nivel de cultura, una empleada le preguntó:
—¿Cuánto hacen 15 más 27?
—42 —contestó dócilmente el Premio Nobel
—¿Cuanto resulta de 29 dividido por 2?
—14 y medio.
Y gracias a este brillante examen el sabio pudo desembarcar en la tierra alumbrada por la estatua de la Libertad, entrar como profesor en una de las más célebres universidades, y fabricar la bomba, la primera de esa serie de bombas espantosas, que dirigida mañana por uno de esos locos que de cuando en cuando se creen delegados por el Anticristo para enderezar el destino del mundo, podrá pulverizar a nuestro pobre planeta y esparcirlo bajo forma de ceniza hasta cualquier lejana galaxia.
Profesor por instinto (a los veintidós años de edad tuvo su primera cátedra universitaria), sostenía que un buen profesor no conoce fracasos, cualquiera fuese la estupidez de su alumno. Mientras guiaba el automóvil por la campiña romana explicaba las ecuaciones de Maxwell a su mujer. doctora en química, que se inclinó de buen grado a la física y a las matemáticas, por lo que la mujer ha de seguir al marido también en los laberintos de la física nuclear.
No logró hacer de Marinetti un matemático. Al día siguiente de nuestro encuentro fuimos a almorzar “a lo de Prunier”, un restaurante que se especializaba en pescados y mariscos.
—En una fonda española —dijo Enrique Fermi— tres parroquianos piden la cuenta: treinta pesetas. Cada uno paga su parte: diez pesetas. El fondista pregunta al mozo si han quedado conformes.
—Sí. —pero dijeron que era algo caro.
El fondista entrega cinco pesetas al mozo para que se las devuelva a los tres parroquianos, pero el mozo piensa que 5 es difícilmente divisible por 3. Para simplificar las cosas se pone dos pesetas en el bolsillo y devuelve sólo tres. De modo que los tres comensales han gastado nueve pesetas cada uno. Nueve más nueve más nueve hace veintisiete. Más dos que el mozo se guardó en el bolsillo, 29. Para llegar a treinta falta una. ¿Adonde ha ido a parar?
Por cuanto meditamos largo rato, ni Marinetti ni yo encontramos la explicación; al fin, Fermi nos reveló la insidia que entrañaba el problema. Pero ni el fundador del futurismo ni yo la hemos comprendido.
Hay casos en que la sabiduría del profesor fracasa ante la estupidez de los alumnos.
Revista Caras y Caretas
06/1955

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba