Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

el monstruo de Treblinka
Cómo era el monstruo de Treblinka
Hace unos meses, la prensa europea volvió a ocuparse de Franz Stangl, ex comandante del campo de exterminio de Treblinka (Polonia) durante la Segunda Guerra Mundial. “El monstruo de Treblinka”, como se lo llamaba, fue condenado a prisión perpetua por su actuación en ese campo desde fines de agosto de 1942 hasta principios de agosto de 1943. Un año exacto en que 300.000 judíos, hombres, mujeres y niños de todos los confines de Europa fueron fríamente eliminados en las cámaras de gas o murieron de hambre e inanición. A pesar de esta aterradora y condenatoria estadística, en un último intento por alcanzar la absolución o, al menos, una reducción de la pena, Stangl presentó una extensa apelación al Tribunal de Düsseldorf (Alemania Federal), que atendía su causa, concluyéndola con estas lastimeras pero tocantes palabras: “Dios me conoce y mi conciencia no me condena”.
Sin embargo, el alto órgano judicial se vio liberado de la tarea de confrontar los trescientos mil ajusticiados con la tranquila conciencia del ex jefe nazi: el 28 de junio último, Franz Stangl fue encontrado muerto, por un ataque al corazón, en su celda del Tribunal.
Aparentemente concluido, el “caso Stangl” ha tomado ahora nuevamente estado público. El mes pasado, la revista londinense Daily Telegraph Magazine publicó la versión textual de las conversaciones que la periodista Gitta Sereny mantuvo con Stangl poco antes de su muerte. Fueron 11 jornadas de intenso diálogo condensadas en 70 horas de grabación.
En relación a las diversas funciones y responsabilidades que competen a los criminales nazis, entre los cuales Stangl ocupa un lugar destacado, conviene distinguir algunas “categorías”. Stangl no perteneció al círculo de los altos jefes del Reich que, luego, en el Tribunal de Nüremberg, intentaron grandes justificaciones de sí mismos —como Goering y Himmler—, o entre los que terminaron en la horca, Keitel y otros. Pero tampoco pertenece al grupo de los llamados “asesinos de escritorio”, que nunca mancharon sus dedos con la sangre de sus víctimas e inclusive hubo que retirar medio desmayados cuando, como aconteció con Adolf Eichmann, intentaron presenciar una sesión de aniquilamiento masivo.
Casi está de más mencionar que Stangl no se encuentra entre los pocos criminales de guerra que aparentaron legítimo arrepentimiento. Lo prueba su declaración al tribunal de Düsseldorf así como muchos pasajes de la conversación con la periodista inglesa. Tampoco era un sádico en el sentido clínico
de la palabra, un individuo anormal. Por el contrario, se veía a sí mismo como un Bierdamann —hombre de bien—, según lo caracteriza la revista hamburguesa Die Wielt, citando opiniones del personal carcelario que elogiaba a Stangl por su “conducta ejemplar”.
Sus jefes habían percibido desde un comienzo que su docilidad, unida a su desmedida ambición de figurar, eran dos buenos ingredientes para encargarle tareas de “responsabilidad”. En 1940 lo comisionaron al castillo Harthelm, donde, por orden expresa del Führer, se aplicó la muerte de gracia a enfermos incurables, lo que, de paso, permitió eliminar a muchos presos políticos indeseables. Para Stangl fue la escuela donde aprendió los métodos de matanza sistemática de seres humanos y asimiló el concepto nazi de “vidas sin valor”. Era el primer paso al exterminio sistemático y “científicamente organizado” de los llamados seres inferiores. En sus conversaciones con Gitta Sereny, Stangl se delata al no ocultar su orgullo por lo bien que logró “poner en orden ese barullo inicial desastroso” que existía en Treblinka cuando se hizo cargo del campo; es decir, cómo logró por fin llegar a 5.000 muertos diarios en una planificación perfecta.
—Llegué al campo —relata Stangl— en un automóvil conducido por un chofer de las SS. Ya a la distancia de algunos kilómetros pudimos olerlo. El camino corría al lado del ferrocarril. Pronto vimos cadáveres a lo largo de los rieles. Primero dos o tres, pero cuando llegamos a la estación ya eran centenares. Frente a la estación estaba un tren cargado de judíos, algunos muertos, algunos aún vivos. Tuve la impresión de que el tren ya se encontraba allí desde hacía varios días.
—Pero, todo eso no era nada nuevo para usted. Ya había visto transportes en Sabibor durante meses.
—Por Dios, no así. Allí uno podía vivir semanas sin ver morir a nadie, sin ver un cadáver. Treblinka, en ese día, me pareció lo más terrible que había visto en el Tercer Reich.
Stangl ocultó la cara en sus manos, y continuó:
—Esa indescriptible ligereza con que llegó la muerte. Era el infierno de Dante —murmuró entre los dedos—, el infierno de Dante que se hizo realidad.
Y continúa el diálogo:
—¿A qué hora llegaban los transportes?
—Alrededor de las ocho.
—¿Usted presencia la llegada?
—No siempre. A veces iba a verlos.
—¿Cuántas personas se encontraban en un transporte?
—En general cinco mil, a veces más.
—¿Habló alguna vez con esas personas que llegaron?
—¿Si hablé con ellas? No... Como ya dije, trabajaba en mi oficina toda la mañana. Hasta las once o menos. Había mucha correspondencia. Después hacía un recorrido por el campo, comenzando por el “campo de los muertos”. Mientras tanto, la empresa ya marchaba.
Con esa expresión, Stangl quiere decir que ya habían sido eliminados los cinco mil llegados esa misma mañana y que se estaba trabajando con los cadáveres. Como ya lo había hecho durante el juicio, Stangl —comandante de campo— pretende limitar su actividad y por lo tanto su responsabilidad a controlar los objetos de valor que se retiraba a los ajusticiados y de “impedir acciones ilegales”.
Aunque la larga entrevista no ofrece, desde el punto de vista documental, elementos novedosos, permite, en cambio, esclarecer otras circunstancias de máximo interés, sobre todo en lo que concierne a determinar lo que ocurría en la mente de Stangl mientras llevaba a cabo su mortífera tarea. Así el diálogo alcanza su clímax cuando Stangl discute con su interlocutora la cuestión de si hubiera corrido un real peligro en el caso de negarse a continuar su sangriento trabajo.
—Cuando llegó al campo, usted ya sabía que allí se cometían crímenes inauditos. ¿Cómo pudo consentir en participar en ellos?
—Era una cuestión de sobrevivir. Traté de salir de todo eso, limitando mi actividad a tareas que podían conciliar con mi conciencia.
—Aunque admitamos que era peligroso —cuestiona la periodista—, ¿no hubiera sido mejor cualquier cosa que seguir trabajando así en Polonia?
—Sí, eso lo sabemos ahora, pero, ¿entonces?... —se defiende Stangl.
—Sin embargo, se sabe muy bien que los nazis no fusilaron a nadie que solicitara su traslado a otro puesto. Eso lo sabía usted, ¿no es cierto?
—Que no fusilarían era probable. Pero también tenía conocimiento de que en algunos casos se fusilaba y, en otros, se los enviaba a un campo de concentración. ¿Podía saber cuál de las dos soluciones aplicarían en mi caso?
Estos diálogos testimonian que Stangl tenía conciencia de su responsabilidad criminal. Lo sabía, pero siguió cometiendo los mismos crímenes. “Por miedo a peligrar mi seguridad”, se justifica ahora. Y a perder la buena vida y los ascensos a que accedía como compensación a las matanzas que ordenaba. Consta que nunca tuvo un sentimiento de culpa, ni cuando actuó como comandante de Treblinka, ni mucho más tarde, cuando trabajaba con otro nombre como capataz en la fábrica brasileña de Volkswagen, ni durante el juicio. Esto podría parecer más asombroso porque el buen Stangl se presentó, en la conversación, como un fiel católico obligado a renegar de la fe sólo bajo presión de sus jefes. Es evidente que el carácter de Stangl era extraño a todo sentimiento de culpa, a pesar de que su religión pone la culpa y la conciencia del pecado en el centro de su doctrina. Abundan los casos de católicos y protestantes alemanes que, por la contradicción básica entre el régimen oficial y sus convicciones morales o religiosas, eligieron el camino de la resistencia y el martirio. De hecho, en las 70 horas de conversación con la periodista británica, Stangl usó la palabra “culpa” una sola vez, cuando, refiriéndose al año 1938 y a sus primeras experiencias con los nazis, expresó: “Entonces todo empezó para mí. Tengo que reconocer mi culpa”.
Indudablemente, la explicación de Stangl sobre su conducta como un intento de “sobrevivir” es inaceptable. Esto se advierte con claridad meridiana en aquella parte de la conversación donde él mismo describe su actitud frente a sus víctimas. Para él, confiesa Stangl, las montañas de cadáveres no representaban seres humanos, sino solamente “una masa de carne putrefacta”.
—Pero entre los cadáveres había un sinnúmero de niños —desespera la periodista—. ¿Nunca pensó en sus propios hijos y en lo que usted sentiría si se encontrase en la situación de esos padres?
—No —contestó Stangl despacio, y casi en un tono de pesar—. Puedo decir que jamás pensé en eso.
Reflexionó luego un largo rato.
—¡Mire! —continuó, dando la impresión de que finalmente estaba buscando en sí mismo la verdad—. Los veía rara vez como individuos. Siempre era una masa compacta. Pero, ¿cómo puedo explicarlo? Estaban desnudos, acorralados, empujados con látigos, corriendo como . .. —se interrumpió,
apoyó la mano sobre sus ojos.
—En el rango que ocupaba, ¿no hubiera podido suprimir eso? ¿Lo de la desnudez, los látigos?
—¡No, no, no! Eso era el sistema. Wirth lo inventó y el sistema funcionaba, era irreversible.
Treinta años después de las masacres, la buena conciencia de este bierdemann se encarga de ratificar el apelativo que le endilgaron: “El monstruo de Treblinka”.

Revista Primera Plana
22.02.1972

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