Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

mallas
Vida Moderna
El resto queda para la imaginación
Todas las costumbres han empezado siendo vicios.
SÉNECA
La señora saltó horrorizada, como si hubiese rozado un cable pelado: “¡No! ¡No! ¡Qué esperanza!”, gritó. A su lado, su hija —unos 16 años— entrecerró los ojos, suspiró, se revolvió en su asiento, fue cayendo de la temeridad a la ensoñación. Frente a ellas, la empleada de una boutique de la calle Juncal, en Buenos Aires, aprisionaba entre sus manos un breve recorte de shantung rojo y adornos de broderie blanco: era una bikini. La hija arriesgó un trémulo Qué tiene de malo, y su mamá, encabritada, segó la frase a golpes de pudor: “¡Nada! Eso es lo que tiene de malo. ¡Nada!”
Sin embargo, a despecho de muchas progenitoras y de diseñadores que persisten en las mallas enterizas (“Hacen a la mujer más armoniosa, precisamente porque ocultan más”, confesó una idónea), PRIMERA PLANA pudo corroborar la semana pasada, en una decena de tiendas del barrio Norte, lo que ya había conjeturado antes en algunos centros de veraneo: Hasta ahora, las bikinis se habían asomado con discreción a las playas marplatenses, con temeridad en Villa Gesell y Punta del Este, e inundado, sí, un sofisticado reducto porteño, el riscoso Saint Tropez, en la costa del Río de la Plata; pero 1965 será el año en que arrasarán rancios prejuicios y obtendrán, en la Argentina, una postergada consagración.
De una veintena de consultas, PRIMERA PLANA extrajo que las bikinis lucen, paradójicamente, en las menos curvilíneas; en las mujeres que superan el metro sesenta y no exceden los 60 kilos; en las más jóvenes, en tanto no sean opulentas (una inclinación de la que escapa, después de los treinta, una ínfima minoría de mujeres latinas); en aquellas que no acumulen excesos adiposos en el vientre.
Tantas prevenciones se justifican:
“La bikini no admite el uso de ciertos dispositivos, sigilosamente distribuidos en las mallas enterizas y aun en las de dos piezas, que diluyen las imperfecciones, corrigen los excesos o las carencias y proponen un todo estético, muy mejorado”, advirtió un cáustico fabricante de trajes de baño.

El sol por las ventanas
Por ahora, las mujeres porteñas aceptan ese riesgo, compelidas por el impacto que produjo, a mediados de noviembre, la proliferación de bikinis diseñadas por Emilio Pucci, un vanguardista italiano, expuestas en los escaparates de Nicky, en la avenida Santa Fe. Amarillos, rojos y verdes, en estampados relucientes, y una caída perfecta (se dice) excitan el escozor de las clientes dispuestas a pagar por ellas 10.500 pesos.
“Nunca se ha pagado tanto por tan poco”, observó una vendedora de Marie France, que colmó sus vidrieras con prendas de baño y abarcó, prácticamente, todas las gamas de la audacia: bikinis en telas de toalla, en anaranjados brillantes, se vendían a 2.900 pesos; otras, en gasa amarilla, cuyo tramado obviaba los riesgos de una desmedida transparencia, a 3.500. En otros negocios, un modelo de mallas Catalina, salpicado de puntillas, cuyo corpiño se sostenía por delgadísimos aparejos, había acaparado las preferencias femeninas. Costaba 4.990 pesos.
La ofensiva de los minúsculos dos piezas se reducía, a pesar de todo, a un frente menos concurrido que el de las perseverantes adeptas a los trajes de baño enterizos: amplios escotes, sobre todo en la espalda, hasta la cintura, y una profusión de “ventanas” —a la altura del estómago y en los flancos— proponían zonas inéditas para el tostado y una directa competencia en la osadía. Importadas de Alemania, en tela stretch, en tonos lisos (lila, verde, negro) o a listones irregulares, la Casa Empire, de la avenida Santa Fe, las vendía a 5.000 pesos.
En otros comercios del centro, los conjuntos de playa denotaban una marcada inclinación por las sinfonías florales: margaritas, cocoteros, una catarata de pétalos y hasta plantas carnívoras lucían, estentóreas, sobre mallas, salidas de baño, gorros, bolsos y zapatillas. Haciendo juego, se expendían entre 4.800 y 9.000 pesos. En Norway, un poncho playero, hilachoso y
con capucha —una herejía folklórica, pero chic—, se vendía a 1.490 pesos; una intrépida toga romana, blanca, de toalla, a 1.850; las zapatillas de tela, pintadas a mano, a 690. Instalados en la cima de la extravagancia, los gorros (un estruendo de flecos, en plástico o espuma de nylon, importados de Italia y los Estados Unidos) costaban, término medio, 2.500 pesos. Los bolsos, amplísimos, conjugaban un exótico contrasentido: más elegantes cuanto más rústicos; a 900 pesos los de arpillera o lona; a 2.290 los de cuero, con ampulosos remaches metálicos.
Las primeras andanadas de bañistas demostraron que este año las mujeres sólo se detendrán en los umbrales del alarido. Nada más que por curiosidad se aventuraron en Au Vieux de Paris, de la avenida Córdoba, el único negocio que expuso en sus vidrieras un modelo de mokini (Catalina, 3.590 pesos). El voraz relevamiento de adjetivos transitó desde la acritud de los lapidarios (demolidos, tal vez, por el temor de tener que mudarse al Este del Paraíso) hasta el muy sensato juicio de una veinteañera negligée: “No tendrán éxito —razonó—. Por el mismo precio me compro una bikini; si las mokinis prosperan, prescindo de la parte de arriba y listo.”
Mientras las mokinis parecían condenadas al venturoso ostracismo de los teatros de revista, las boutiques más refinadas interpretaban el tórrido conflicto que aflige a las mujeres —“sobre todo a las que se debaten entre el recato y el ansia de notoriedad”, apuntó un diseñador— y lanzaban a la venta, a 2.590 pesos, una bikini azabache, tenuemente enfundada en un tejido de cañamazo, una red que cubre áreas más extensas de piel, sin por ello obligar a los auscultadores a recurrir a su imaginación. De un vistazo franco, aseguran los psicólogos, la avidez queda reducida, casi siempre, a mera curiosidad. ♦
11 de enero de 1965
PRIMERA PLANA
 

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