Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


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GENTE DE MI CIUDAD
ENRIQUE SANTOS DISCEPOLO
SE ESTA... DESBLUMNIZANDO
Por GREGORY SHEERWOOD

ESE hombre es un malvado, un prepotente, un invasor, un arbitrario, un opresor. ¡Le odio! Le odio profundamente, con toda mi vida.
—Pero, ¿de quién me está hablando usted?
—De Blum.
—¿De León Blum, el político francés?
—No; a ése no le conozco. Me refiero al multimillonario Blum, a ese personaje de teatro. ¡Canalla, infame, desagradecido!
—¡Fantástico! Pero si Blum es hijo suyo; usted le ha creado como dramaturgo, y usted le ha dado vida como intérprete.
—Por eso mismo le digo que es un desagradecido, un perverso, un ruin, un mal hijo que estuvo a punto de mandarme a una casa de salud, a un hospicio de delirantes. Recién ahora me estoy reponiendo de todo el daño que me hizo; recién ahora, después de un par de meses largos de haberlo dejado me estoy... desbluminizando completamente.
—Con toda sinceridad. ¿A qué viene esa tirria enconadísima contra Blum?
—Es que nadie puede comprenderla, excepto yo y esos otros actores que tienen la tremenda desgracia de que su obra sea un éxito formidable y llegue a las quinientas, a las mil representaciones. Parecería que hablase en jerigonzo; pero suena así porque nadie conoce la horrible situación de un hombre que durante uno, dos o tres años y a menudo dos y tres veces por día tiene que vivir la existencia de un personaje extravagante, sensitivo y arbitrario, repitiendo siempre, como calcadas, las mismas palabras, los mismos movimientos, los mismos pasos, los mismos pensamientos, los mismos propósitos, la misma risa, las mismas inquietudes... ¡Es horrible, alucinante!
Enrique Santos Discépolo cierra los ojos, llevándose las manos a la cara como quien teme verlo peor y permanece así, literalmente tirado en el sofá, a piernas sueltas; luego, ya más tranquilizado . y volviendo a la vertical, prosigue:
—Voy a contarle detalladamente, paso a paso, algo que nunca se dijo de un actor de éxito; de cómo una obra de gran suceso se convierte simultáneamente en una calamidad para el intérprete. Con la colaboración de otro, escribimos ¡Blum!..., un multimillonario que sólo vive para sus especulaciones de altas finanzas y que un día, ya en el ocaso de su vida, descubre que se ha enamorado de una muchacha, treinta años más joven que él y con novio a punto de ser marido. Durante dos meses estuve ensayando, creando a mi manera a Blum, imaginando sus sentimientos, trazando su psiquis, marcando sus reacciones, sus movimientos, su porte, sus gestos peculiares, puliendo su lenguaje, determinando su fonía, la intensidad de su risa, etc. Por fin, la noche del estreno... Fué como la noche dolorosa y desgarrante de un alumbramiento. Se levantó el telón y Blum comenzó a asomarse a la vida y yo, su padre, comencé a padecer el terrible tormento de la incertidumbre. ¿Cómo sería este hijo mío que nacía después de tantas semanas de indecibles preocupaciones, de trajinantes inquietudes y... de los miles de pesos arriesgados para darle vida? La noche del estreno y pese a mi aparente tranquilidad, aparecí en el escenario temblando, con un nudo en la garganta, con el corazón oprimido y estas venas de las sienes hinchadas como salchichas por la presión. ¡No sé cómo no estallaron mandándome al otro mundo! De pronto, en la sala oí aplausos y carcajadas... Me tranquilicé un poco; comprendí que Blum empezaba a gustar, que se le tomaba en serio. Entonces actué más sereno, más suelto de cuerpo y de lengua... A medida que pasaban los minutos, menudeaban mas frecuentemente las risas, los aplausos, las carcajadas, las exclamaciones de regocijo... En seguida me di cuenta: Blum había nacido con toda fortuna y bien vigoroso por donde se le mirase. Aquella noche fui feliz, intensamente dichoso: la criatura que yo había creado con tanto esmero, con tanta maternal solicitud, gustaba al público que le acogía complacido e incondicional. Repito, fué una de las noches más felices de mi vida y la misma dichosa sensación sentí en las noches siguientes, durante seis o siete semanas...
Discépolo se interrumpe como si de repente algo se le atravesase en el fondo de la garganta. Lugo continúa a su manera, fluida y desbordante. A la quincuagésima representación se quita del escenario lo escotilla del apuntador, esto es, Blum ya recuerda perfectamente el diálogo y no necesita que le apunten lo que ha de decir. Blum ha crecido, ya usa pantalones cortos. El actor se mueve a sus anchas, domina completamente al personaje, dando sensación de liviandad, de máxima naturalidad. Discépolo está contentísimo con Blum. Semanas después, la centésima representación. Es un indudable acontecimiento en la vida de todo intérprete. Discépolo recuerda satisfecho y emocionado otros de sus personajes que llegaron a las cien representaciones: el director Wunder, de Wunder-Bar; el padre Virgilio, de Levántate y anda; aquel producto obsesionado de trinchera que sufría del complejo del miedo en Fin de jornada, de Chedriff, y diez o quince más. Y ahora... ¡Blum! Aquella noche fué el gran festejo con amigos y champán a todo pasto.
El tiempo sigue su marcha: ¡doscientas representaciones! Blum sigue triunfando plenamente a sala completa, como en la noche del estreno! En cambio, a partir de esa ducentésima representación, para el intérprete comienza el drama que se insinúa sutil con las primeras punzadas del aburrimiento, del hastío que produce repetir siempre la misma cosa, invariablemente, sin poder cambiar siquiera una palabra, un movimiento, una mueca. A las trescientas representaciones, el proceso psicológico entre el personaje y el intérprete se ha vuelto más pronunciado, casi hostil. Blum continúa siendo dueño absoluto del escenario, le celebran a cada instante y le aplauden como al gran triunfador. En cambio, ¿qué pasa con el intérprete, con el actor, máxime siendo de la hipersensibilidad de Discépolo? Va sintiendo que el aburrimiento aumenta a pasos agigantados, que por harto sabida, su función va volviéndose mecánica, automática; el intérprete comienza a sentir incontrolable mala voluntad contra el personaje que vive; Discépolo comienza a sentir fastidio contra Blum. A las cuatrocientas representaciones Discépolo advierte que se ha convertido en una especie de robot. La desesperante rutina empieza a obsesionarle. Hay momentos en que, mientras vive las peripecias de Blum, el pensamiento, la atención se le desvía y recuerda que esa tarde no fué al sastre, que después de la función tiene una fiesta en lo de Fulano, o que mañana por la mañana le verá Pascualito para terminar con los detalles de la última película... A este casi inconsciente e irresistible desdoblamiento mental se agrega de pronto una especie de sexto sentido que le llama al orden, advirtiéndole “Atención, que estás en escena y te podés equivocar”. ¡Mi madre, qué tormento! Representar a Blum por una parte, pensar inconscientemente en las cosas propias por otra y, para colmo, y como consecuencia de ese desdoblamiento mental, la espada damocliana de que puede equivocarse a cada momento. En estas condiciones, está de más decirlo, la representación se convierte en un suplicio, en algo insoportable que, de prolongarse indefinidamente, puede terminar aflojando los tornillos del actor, desbaratar el sistema nervioso más fuerte y mejor dotado. Es lo que pasa al finalizar las quinientas representaciones. Acaba de caer el telón, en el mismo escenario y sin que nada lo justifique aparentemente, ¡zás!, Discépolo le da una bofetada a uno de los actores, a Osvaldo Miranda.
—¿Qué le pasa? ¿A qué viene el sopapo? —pregunta el galán con la imaginable cara de perro.
—¿Qué sopapo? —replica el capocómico, mirándole atónito.
—El que acaba de darme.
—No me di cuenta. Te lo juro, Miranda, perdóname que no me di cuenta. ¡Estoy hecho una pila de nervios! Blum me tiene a un paso del Open Door.
—¡Ojalá se mejore!
Por el contrario; la cosa va de mal en peor. Pocos días después, Discépolo sueña que pone fuego al teatro con la deliberada intención de eliminar a Blum. ¡Es el colmo! Comprende que ha llegado al límite de la resistencia psíquica; un paso más allá está la camisa de fuerza. Entonces, con todo tino, decide terminar con Blum, dando por finalizada la temporada esa misma noche al cumplir las quinientas quince representaciones. Han pasado los meses y ahora le encuentro todavía desblumnizándose, es decir. sin hacer nada, despatarrado en un sofá mientras Tania prepara las valijas: mañana parten para Mar del Plata, luego Pinamar, después Córdoba...

Revista Mundo Argentino
24/10/1951
 

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