Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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LA GLORIA DE DON PEPE A los 74 años, acosado por los achaques físicos pero dueño de una envidiable lucidez, José Amalfitani -presidente del Club Vélez Sarsfield desde 1941- descubre insólitas facetas de su personalidad: las esperanzas y fobias del hombre que resucitó al popular Fortín, hasta convertirlo en el Campeón de 1968 Afuera brillan el sol y el jardín de césped desparejo. Pero en el comedor de la típica casa de barrio —planta baja y primer piso— al 500 de la calle Cossio, en Buenos Aires, un anciano carraspea y naufraga en su sillón predilecto. En la víspera de la entrevista, realizada la semana última, había advertido a SIETE DIAS: “No sé si podré atenderlos. Mi salud está muy quebrantada y no tengo ánimos para nada”. Ahora, José Amalfitani (74 años, ex empresario de la construcción, que preside desde hace 28 el Club Atlético Vélez Sarsfield) fuma una montaña de cigarrillos negros mientras se esfuerza por hilvanar las palabras. Tose mucho, no oye bien y apenas ve detrás de los gruesos anteojos de carey. Amalfitani enfunda su metro y sesenta en un piyama celeste; pero el color de ese piyama es el único signo relativamente juvenil en este obstinado pionero del fúfbol-empresa. Nadie diría, al verlo, que este hombre realizó un milagro: el de convertir a Vélez Sarsfield en el club que nuclea más socios entre todos sus congéneres de Sudamérica —75 mil, contra los ínfimos cuatrocientos inscriptos en 1941, cuando él pasó a regir la institución—; el de trasformar a la entidad de la añeja V azul en un aceitado "banquito que no debe un peso a nadie". Algo bien distinto al sombrío panorama con que se abrió la década del 40: un embargo por 100 mil pesos, y apenas 42 en caja. El club se desplomó entonces a Primera B (segunda, entonces), y para colmo de males fue desalojado de su tradicional reducto de Basualdo y Guardia Nacional, en pleno barrio de Villa Luro. Don Pepe tenía 45 años y recibió la misión de resucitar a ese cadáver que “había desaparecido, sólo enarbolaba una camiseta y un nombre”, de acuerdo con el diagnóstico retrospectivo que él mismo mastica con dificultad. En la actualidad parecen haberse invertido los papeles: Vélez se empinó a un rutilante estrellato que culminó con la conquista del Campeonato Nacional en 1968; Amalfitani lucha como un dogo contra la vejez que multiplica sus arrugas. La casa es sencilla, sin lujos, y la comparte con su mujer—María Cristina Imbert—, su hijo José Luis, la nuera y los tres nietos; un mundillo exclusivo, encabezado por papá José. Es, en verdad, el gran patriarca dentro de su hogar, como lo fue siempre frente a los obstáculos que amenazaron al popular Fortín. Cuando habla con su voz ronca, prácticamente inmovilizado entre los vapores del cigarrillo, su clan mantiene un silencio religioso. El mismo fenómeno que desde hace casi tres décadas impone el casi dictatorial arquitecto velezano, un hombre obstinado que ama el trabajo y odia la publicidad. "La popularidad me resulta una cosa detestable". Quizás por eso —y por los achaques de su salud— el encuentro de SIETE DIAS con Amalfitani no resultó nada fácil. Se trata, posiblemente, del primer reportaje que el viejo león concede al periodismo argentino desde hace mucho tiempo; por lo menos, con la extensión y apabullante sinceridad con que lo hizo ahora. “ME LLAMABAN LOCO” A los 23 años ya piloteaba su propia empresa de construcciones, y perseveró al frente de la misma hasta hace un lustro, cuando arañaba las siete décadas de vida. Pero antes ya había decidido que ésta trascurriría indisolublemente unida a la de Vélez: firmó su ficha en 1911, sólo un año después de que se fundara aquel primigenio Argentino de Vélez Sarsfield. A partir de ese momento se desplegó la identificación entre el hombre y su club, una compenetración de aristas poco comunes. El único matiz disonante, tal vez, lo dio su paso por las filas del Partido Demócrata Progresista. De aquella época —“era increíblemente joven”— quedan sus fogosos discursos partidarios. “Yo no podía negarme a ese bullicioso proselitismo”, susurra el Amalfitani de ahora, cuya mirada fija y el bastión prominente de la nariz se ven empañados por la palidez de la piel ajada, terrosa. En 1940 Vélez había importado algunos valores, como el español Fernando García —jugó después en San Lorenzo de Almagro, en reemplazo del notorio Salvador Greco—; pero el recurso no le valió de mucho: descendió a la categoría inferior, junto con Chacarita Juniors. El desalojo de su tradicional estadio, el legendario Fortín, agravó los problemas: “Entonces —inaugurando mi presidencia en 1941—, me dispuse a erigir la nueva sede en unos terrenos ganados al arroyo Maldonado, que hoy corre entubado por debajo de la avenida Juan B. Justo”. La frase que barbotó ese día alcanzó una fama antológica: señalando los anegados terrenos dictaminó ante los asombrados dirigentes: “Señores, aquí se levantará la cancha futura”. Aunque le cuesta expresarse, recuerda la escena con ironía: “Creyeron que estaba loco; no ahorraron medios para convencerme de que aquello era imposible, Pero yo resistí el embate, y así fue cómo alquilamos los terrenos a los ferrocarriles, con un compromiso de compra para diez años después”. El 26 de enero de 1946 se produce la anhelada adquisición: 617.400 pesos, que Vélez paga con fondos propios en ocho cuotas anuales de 66 mil pesos cada una y dos de 44.700. Las instalaciones empezaron a vibrar ya en 1944, cuando Vélez —otra vez en Primera División desde 1943— enfrentó a la mitológica máquina de River Plate. Fue el partido inaugural: 2 a 2. Veintiocho años más tarde —y cuando el estadio de Vélez se llama José Amalfitani— el demiurgo se ufana a regañadientes: “La entidad ostenta un patrimonio de 1.000 millones de pesos, una serie de obras que se están realizando a todo vapor y el galardón del campeonato nacional. Todo eso sólo pudo lograrse trabajando como se trabajó, sin desmayos". Sin embargo, y según confiesa a SIETE DIAS, “jamás pensé que pudiéramos llegar a estas alturas: sólo me desvelaba por descubrir la manera de que el club volviera a respirar. Era bastante pedir para una institución que estaba prácticamente muerta. Recuerdo que debí pedir ayuda a comerciantes amigos; con gran esfuerzo logramos alquilar, en un principio, el modesto solar al 7900 de la avenida Rivadavia. Pagábamos 500 pesos por mes, y no nucleábamos más de cuatrocientos asociados”. Parecía el fin, apenas a treinta años de la fundación del club”. EL PATRIARCA SE CONFIESA La hora larga que insumió el match entre Amalfitani y SIETE DIAS fructificó en estas confesiones: —¿Es cierto que usted es demasiado tacaño —como le impugnan sus críticos— y que llegó a negar dinero para comprar uniformes a los porteros del club? —Eso es una vulgar pantomima: usted les da a los porteros un uniforme en el verano, y resulta que ellos se quitan el saco; en cambio, durante el invierno se encasquetan el sobretodo encima del uniforme. ¿Me quiere decir para qué sirve comprárselos? —Sin embargo, el de la tacañería parece ser el principal argumento que esgrimen sus adversarios .. . —Sí, sí. Por ser tacaño hemos llegado adonde estamos. Si hubiera sido espléndido, estaríamos en la misma situación de los otros clubes de primera. Yo, lo que soy, es demasiado justo: el que quiera un peso en Vélez Sarsfield se lo tiene que ganar, si no, que vaya a robarlo por ahí. —Como dirigente, ¿llegó a odiar a alguien? —No, yo no odio a nadie. Los compadezco, sí, por el mal que me hicieron. —¿Cuál fue su mayor satisfacción en el curso de su larga presidencia? —Cuando ganamos el campeonato de ascenso, en 1943, y la inauguración del estadio en 1944. —En sus años como dirigente fue muy discutido, fundamentalmente por no comprar jugadores ... —No vale la pena analizar lo que dicen los socios cuando no se gana un partido o un campeonato: siempre tiene la culpa el dirigente, porque no compra jugadores o porque no les da lo que piden. ¡Todas ésas son gansadas de un socio inconsciente! —¿Alguna vez pensó que el club podría beneficiarlo en su vida privada? —¡Cómo voy a pensar eso! . . . (Se enfurece; vibran las aletas de su enorme nariz). Los que usan su club como trampolín son gente sin escrúpulos. Yo, para ser dirigente, y ganarme dos millones de pesos al mes, prefiero no serlo. Además a esta altura de la vida gozo de independencia económica. No tengo problemas. Realmente, éste es un trabajo que no halaga mucho. Uno lo hace forzadamente, porque tiene responsabilidad. —¿Cuando la aposición quería ganarle las elecciones, usted qué pensaba? —Pensaba que eran unos infelices. Y los hechos lo probaron. Las elecciones fueron la mejor demostración. Nunca le tuve miedo a la contra. Hago todo lo posible por quedar mal con ella. De ese modo es más contra todavía. —¿Es cierto que no va a ver fútbol? —Sí, hace diez años que no voy. Es que me pongo muy nervioso. . . “LA GENTE ES TODA BUENA” Este directivo de estilo feudal prohijó el desarrollo de Vélez, desde el primitivo estadio de madera hasta sus instalaciones actuales, que incluirán en breve una nueva platea, pileta olímpica cubierta de 50 por 20 metros, iluminación para juego nocturno. “Lo hicimos sin contar con la dádiva de nadie, aunque sí con el esfuerzo de todos. Las obras no se hacen con palabras, sino con billetes, y hay que sacarlos de la buena administración del club”, afirma, desafiante, al explicar el secreto de tantas obras hechas “sin fondos, sin recursos previos”. Se encrespa ante la pregunta: ¿Es cierto que lo mima a Daniel Willington? “Yo no mimo a nadie; trato a Daniel como todo jugador necesita ser tratado”. Asegura que jamás lo vendería, “como no lo haría con ningún jugador que rinda así al club”. No es cierto que le maneje los bienes, “pero lo asesoro en muchas cosas, y eso le dio resultados positivos”. El león sigue agitando su melena: "Cuando los jugadores se vinieron con su exigencia de aumento, antes de las finales, pensé que había que echar a todos, pero dándoles y un pico y una pala para que fueran a trabajar. Y no se les dio un centavo”. ¿Y el ausentismo de la Copa Libertadores? “Una medida acertadísima; económicamente, hubiera significado el desastre; deportivamente, nada”. Si los enunciados brotan a regañadientes, con más razón se opone a desplegar explicaciones: simplemente —y entre otras cosas— no cree en las ciudades deportivas, en los bonos patrimoniales ni en los dirigentes que ponen dinero de su bolsillo para el club. “Bueno, amigo, esto se acabó”. Pepe Amalfitani corta la entrevista de un manotazo. Pero este anciano temperamental brinda, antes, una insólita confidencia: “Me- gustaría ser Papa: así podría perdonar a todos los penitentes; a la gente, que es buena pero que se equivoca”. “El cigarrillo es un amigo leal: son macanas eso de que trae angina pectoris y no sé cuántas más.. Pepe Amalfitani desdeña malestares y turna innumerables cigarrillos negros (arriba), para exaltarse después: “Nunca le temí a la contra, y siempre hago todo lo posible para quedar mal con ella " Revista Siete Días Ilustrados 27.01.1969 |