Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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LA INDUSTRIA DE LA RUTA PANAMERICANA Una constelación de prometedoras luces orienta a las parejas que cada atardecer corren en automóvil por la ruta Panamericana en busca de un lugar reservado para vivir el amor. A medida que avanzan por esa carretera, las letras de neón descubren entre la bruma algunos nombres familiares para los iniciados: Ruta Hotel y Hotel Norte —a la altura de Martínez—, y más allá, en el cruce con la ruta 202, el Nueva York Hotel. Muy pronto tres nuevas whiskerías, dos restaurantes y media docena de apeaderos se engarzarán en esta cadena que glorifica los placeres del estaño, la alcoba y la buena mesa. Esos eslabones servirán para completar la infraestructura de la vida placentera que ha dado fama al Acceso Norte. Para recorrer las estaciones del jolgorio es imprescindible estar motorizado, pues hay sólo dos líneas de colectivos —y de sinuoso itinerario— que surcan esa zona hasta el filo de la medianoche. Iniciada su construcción a mediados de 1949, la Panamericana es ahora una rápida, insustituible vía de comunicación para una ciudad como Buenos Aires que crece en forma lineal, paralela al río. (Es que la General Paz es prácticamente una frontera desbordada por ese crecimiento). Y en los 21 años que la Panamericana necesitó para conectarse con las rutas 8 (ramal Pilar) y 9 (ramal Garín), florecieron toda clase de negocios para automovilistas ansiosos. Quienes malvendieron sus terrenos hoy no saben dónde encontrar consuelo: "El acceso demoraba tanto que pensábamos que nunca se iba a hacer”, dicen. Lo que hace una década valía allí 20 mil pesos ahora se cotiza 10 veces más. Los pobres pecadores derrocharán con gusto pesos y nafta con tal de comer pollo al champignon bajo un monte de aromos, paladear exóticos drinks con fondo de guitarras eléctricas y canto de grillos, o retozar jovialmente en el cubil más lujurioso. LOS LUGARES. Para satisfacción de los tuercas buscadores de intimidad, el Ruta Hotel se asomó a la Panamericana en 1958. Sus sobrias habitaciones (54) tienen doble puerta, un práctico recurso para evitar molestos encontrones entre las parejas a punto de anidar y el batallón de mucamas ocupado en cambiar sábanas y toallas, y aromatizar los ambientes. "Nuestra clientela es de fierro —aseguró a Panorama el gerente Angel Rozas (35)—, pero algunos inadaptados, aprovechando que pasan directamente del cuarto al coche, rapiñan almohadas, colchas y a veces hasta el pico de la ducha. Pese a todo procuramos brindar un máximo de comodidad y discreción”. Celoso, el acogedor hotelero desparrama tarjetas por los cuartos para que los huéspedes anoten sugerencias: cambiar la calidad del jabón o el color de las cortinas son las menos imaginativas. Las parejas encuentran también un aviso que recomienda prevenir a la conserjería si no desean ser sacudidos por un súbito timbrazo quince minutos antes de que expire el turno: la mayoría avisa. Similares delicadezas enmarcan los servicios del Hotel Norte —más pequeño que el Ruta y menos oneroso: apenas 1.500 pesos viejos bastan para franquear sus umbrales. Un plus de 500 se exige para acceder al otro. Los precios fueron reajustados hace poco y, hasta asimilar el impacto, ambos apeaderos (pertenecen a los mismos dueños) vieron disminuir el número de visitantes. “Pero es igual que con los taxis, exulta Rozas. A los quince días todos vuelven a caer en la tentación”. Los propietarios no pueden quejarse: un mes medianamente productivo acrecienta sus arcas en 4 millones de pesos. "Aquí viene gente de 18 a 99 años —bromeó Juan Ríos (41), gerente del Hotel 202—; todos de buena posición y más satisfechos por el trato discreto que por el whisky sin adulterar". Tanta clientela madura obligó a un avisado conserje a tener a mano los números telefónicos de las clínicas cercanas. Encerrarse durante dos horas en cualquiera de sus 19 diminutas, coquetas alcobas, cuesta 1.500 pesos y 250 cada medida de whisky. Este pródigo negocio permitió a sus explotadores levantar al lado un nuevo templo: el O’Key, con 35 suites e igual número de cocheras. Sin embargo, una ordenanza del gobierno bonaerense —que en 1969 puso coto a la proliferación de tales santuarios— impide por ahora habilitarlo. La Oficina de Planeamiento Provincial debe aún coordinar los planes pergeñados por las distintas comunas para regular la futura ubicación y características. Y como existen municipios particularmente reacios a cobijar esos establecimientos (ninguno se alza en San Isidro), parecen fundados los temores de los nuevos vecinos. Cuando los vehículos estacionen en las cocheras individuales del alojamiento O’Key, puertas automáticas los ocultarán de miradas inoportunas. “Nunca faltan los memoriosos capaces de retener el número de una chapa y quemar al prójimo’’, previene Ríos. Y mientras enumeraba otros chiches del palomar (parquímetro, camino señalizado, mullidas alfombras, música funcional), Panorama atisbo tras una mirilla del 202 un incesante desfile de rodados, incluidos un colectivo, una camioneta destartalada y un Torino con cuatro ocupantes. A las 18 comenzó la cola en El Matadero (en la jerga de los conserjes, la explanada donde impacientemente se aguarda turno). Las parejas —casi todas juveniles— recibían sonrientes las llaves del paraíso. Sólo algunas damas maduras se ocultaban nerviosas tras gafas oscuras o solapas alzadas. Inconformista, el arquitecto José Campal (38, asesor de la gerencia del Hotel Nueva York) sostiene que la Panamericana es aún una “ruta ligera, fría y virgen’’. Admite, sin embargo, que los 23 ambientes de su refugio pocas veces están vacíos. “Este es un negocio como cualquiera: ni mejor ni peor’’ PARA COMERTE MEJOR. Edificados a la vera del camino y con prolijos parques en derredor, media docena de restaurantes y confiterías han creado —a lo largo del kilómetro 16— una zona sagrada para los más golosos. Aloha (120 mesas) combina comidas y five o'clock con boíte y piscina. Recalar aquí sin probar el cóctel de caviar (2 mil pesos viejos) o el lomito al champignon (1.400) constituye falta imperdonable. Sacudirse al ritmo de la boíte exige oblar 1.000 pesos por la primera copa (los sábados) y apenas la mitad el resto de la semana. “El público es de primera —se ufana el gerente Adolfo Díaz Quiroga (50). No dejamos entrar hombres solos desconocidos”. Remojarse en la enorme pileta (tolera 600 bañistas) cuesta 1.300 pesos los fines de semana y 800 los días hábiles. Con una ventaja: en plena canícula admite zambullidas desde las 9, hasta medianoche. “Las familias son nuestros mejores clientes", enfatiza el ejecutivo. Los hermanos Grandamarina (Angel, José y Ramón) abrieron, tras el éxito de Aloha, otro luminoso comedero: La Calesita. En invierno lo frecuentan altos funcionarios de las empresas vecinas y en verano muchas caras nuevas que salen a broncearse. Un atracón de truchas (1.500 pesos) es lo más recomendable. Sin embargo, el trío no está del todo contento: el auge dé los hoteles por hora lo inquieta. "Asustan y quienes van allí tienen sobradas razones para alejarse del lugar lo más rápidamente posible.” El resquemor es compartido por Santiago Cagneta (40), gerente de la parrilla El Azabache, un quincho recién blanqueado donde anclan los ingenieros de Alba y Ford, los socios del Hindú Club y muchas familias que largan sus chicos al jardín. Enfrente, titilan las luces de Taruka, otro complejo con restaurante, confitería y pileta. Más tolerante, el gerente Salvador Messina (29) predice: "La Panamericana se convertirá en un lugar clásico de diversión”. Y contemporiza: "Hacen falta más fábricas para tener más ejecutivos almorzando; más hoteles para poblar nuestras mesas de luz tenue. Aquí conformamos a todos: a las familias con pileta y aire libre; al jefe y su secretaria con un lugar discreto, y a quienes salen del hotel con la penumbra del fondo. Todo es cuestión de psicología”. Entusiasmado, confiesa que pronto concretará el sueño de la whiskería propia. Se llamará Gobelet y obviamente estará en la zona. Con Alta Tensión, la próxima criatura de los hermanos Grandamarina, se disputará los fervores de los más jóvenes. Paraíso del amor, tierra de sol, refugio para comilones, pocos recuerdan el pasado —no tan lejano— de la zona: una sucesión de tambos ruinosos y entre los tupidos montes de eucaliptos la villa cariño de los reos. Ahora, algunos virtuosismos se practican entre cuatro paredes. Revista Panorama 13.10.1970 |