Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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PANORAMA Año VIII - Nº 184 - Buenos Aires, 3 al 9 de noviembre de 1970 Veinticuatro horas después de que el presidente Levingston lamentara en la Sociedad Rural el escepticismo y la falta de fe de los argentinos, un químico de 64 años contribuía —más que todos los discursos— a aliviar los sentimientos de frustración nacional. Si bien el premio Nobel concedido a Luis Federico Leloir distingue a un individuo excepcional o, de manera más amplia, a una comunidad de científicos, es también legítimo entenderlo como una consagración del talento argentino, tan a menudo dilapidado. La estirpe de Leloir es la de Ameghino, la de Vucetich, la de Agote, la de Houssay; con él culmina una línea de investigadores ejemplares que consiguieron ampliar el espectro de los conocimientos humanos sin amedrentarse ante la estrechez y la modestia del medio en que debieron trabajar. Como la propia Argentina, esos científicos revelaron la voluntad de sobreponerse a la adversidad, de salir adelante a despecho de los malos vientos. El premio desencadenó sobre Leloir un interés periodístico abrumador: al mismo tiempo que los otros medios de información, Panorama desentrañó la biografía del químico, investigó sus hábitos y las opiniones que suscita entre quienes suelen frecuentarlo. Pero más allá de ese trabajo de rutina, el informe de la portada se completó con dos servicios especiales: uno, escrito por Martín Yriart, tiende a reconstruir el itinerario de la ciencia argentina en lo que va del siglo a través de sus nombres mayores (página 32); el otro es un reportaje exclusivo a Leloir, obtenido en La Plata por Rodolfo Rabanal, en el que el propio sabio narra la génesis del descubrimiento que le valió el premio y describe —a través de curiosas comparaciones, destinadas al lector corriente— los ya famosos nucleótidos de azúcar: ese texto se incluye desde la página 30. PREMIO NOBEL LUIS FEDERICO LELOIR: EL TERCER HOMBRE El domingo 25 de octubre el profesor Luis Federico Leloir (64) debió sentir amenazada su apacible rutina. Esa mañana, un cronista radial de Estocolmo lo había buscado en las callecitas de Palermo Chico para comunicarle que la Academia Sueca lo distinguiría con el premio Nobel. La primicia no era del todo segura: “Le ruego —pidió el emisario— que mantenga el secreto de esta entrevista hasta que se produzca la confirmación oficial”. A Leloir no le costó ningún trabajo: es un hombre silencioso, prudente, poco afecto a ilusionarse y, habitualmente, prefiere ironizar antes que aseverar. Esta vez fue más lejos: olvidó decididamente el asunto y después de almorzar se fue al cine con su mujer, Amelia Zuberbühler. Vieron Borsalino, porque como muchos hombres calmos, este bioquímico discípulo de Bernardo Houssay se gratifica con películas de acción. El martes 27 el tiempo del profesor Leloir sufrió una especie de congelamiento histórico. Desde temprano, las teletipos difundieron por todo el mundo que “el profesor argentino Luis Leloir ha sido laureado con el premio Nobel de Química por la Academia de Estocolmo. El galardón le fue otorgado por su descubrimiento de los nucleótidos del azúcar y su papel en la biosíntesis de los carbohidratos”. La hazaña de Leloir tiene que ver con el mundo complejo de las tramas celulares, a las que viene observando desde hace casi cuatro décadas, y su descubrimiento —un hallazgo que prefiere compartir con su equipo de colaboradores— data de los años 40, cuando aisló una reacción bioquímica cuyo resultado consiste en la trasformación de un azúcar en otro. Esa trasformación se opera con la presencia de una sustancia hasta entonces desconocida, identificada más tarde como la uridinadifosfato-glucosa: en rigor, una enzima cuya virtud catalizadora hace posible, por ejemplo, el pasaje reversible de galactosa en glucosa. En el terreno práctico, ese esclarecimiento permitió conocer la etiología de una enfermedad mortal denominada galactosemia, y naturalmente prevenirla. La doble consecuencia de! descubrimiento —química pura por un lado y aplicaciones médicas por otro— estuvo a punto de volcar al jurado de la Academia de Ciencias de Estocolmo hacia una determinación bipartita: Leloir bien hubiera podido ser acreedor del galardón de medicina tanto como del de química. UN DIA EN LA VIDA. Esos merecimientos no alcanzan, sin embargo, a disipar la calma de un rostro delgado, pálido, de fácil sonrisa y mirada firme: “El profesor es un tipo macanudo —confesaba el martes Antonio Romano, un chofer vecino—; hoy mismo tuvimos que empujarle el autito porque no arrancaba, y venimos, haciendo eso desde hace un mes. Tiene la batería a la miseria y aunque el profesor promete que va a cambiarla, nunca lo hace.” Esos descuidos, y la insistencia en seguir trajinando su jadeante Fíat 600, confinan a Luis Leloir en la imagen ortodoxa del sabio alejado del mundo en beneficio de su trabajo. Algo que no le preocupa desmentir, por otra parte: en su laboratorio viste usualmente una tricota descolorida y él mismo se lleva el almuerzo —unos magros sandwiches y un par de huevos duros— en un raído bolso azul de la extinguida Panagra. La mesada donde trabaja es un tablón de alquimista pintado de negro; allí, entre tubos de ensayo y retortas, no faltan las advertencias escritas y los dibujos humorísticos de los cuales es autor. Uno de ellos representa a una tortuga vuelta sobre el caparazón; el texto que la acompaña ironiza: “Así avanzamos”. Un cartelito de color recuerda que “las cucarachas se acercan, ojo”; contra una tabla, y ajustado a ella con una chinche, una cartulina impresa pide en varios idiomas “déjenme dormir”. Como buen humorista, el flamante premio Nobel no desdeña la ternura: cinco rosas frescas emergen de una redoma milimetrada y en un comptoir donde se detallan funciones de carbono, dos tiras de Mafalda, la criatura de Quino, irrumpen en las cifras atómicas. Arrimada a la mesa, la silla de trabajo aparece reforzada con piolines en la mayoría de sus partes y el entramado de la paja, hirsuto y abultado, hace que el conjunto recuerde la pobre silla que pintara Van Gogh. Obviamente, bastaría un movimiento brusco para destrozarla del todo, algo que nadie espera que suceda mientras siga usándola el circunspecto Leloir. Puntual, minucioso, él mismo lava sus tubos de prueba cuando, a las cinco de la tarde, termina sus tareas en el Instituto de Investigaciones Bioquímicas Campomar, en Belgrano; esas precisiones vienen subrayando su actividad desde hace veinte años y es posible imaginar que sólo debió interrumpirlas el martes pasado, cuando una lluvia de telegramas y una incesante avalancha de reporteros le impidieron cambiar su traje de calle —una gabardina gris— por la desbocada tricota de alquimista. No sería el único trastorno de la jornada: los investigadores de su equipo, el personal del instituto y los mismos ordenanzas se sumaron a la conmoción. A esas alturas, Luis Leloir sospechó que ya nada sería igual: la distinción del Nobel y sus jugosos 80 mil dólares —un privilegio que encumbrara a otros dos argentinos: Carlos Saavedra Lamas y Bernardo Houssay— podían exigir algunas infidelidades. La menor de ellas, para Leloir, dar la cara al acoso voraz del periodismo; la mayor, defenderse de ese asedio con estocadas de ironía: “Espero —declaró— que los señores de la Academia sueca no se hayan equivocado". Antes de eso, casi aplastado bajo un centenar de periodistas, atinó a preguntar si no faltaba ninguno. Requerido sobre la importancia de sus descubrimientos, prefirió divertirse suponiendo que la misma “será muy grande ya que me dan el premio Nobel”. Era, en definitiva, un modo de vengarse del bombardeo de preguntas, de la luz cegadora de los spots, de la usurpación de sus horas de soledad. HISTORIA SIN SOBRESALTOS. Como algunos argentinos de su generación, Leloir nació en París, pero supo que sería investigador mientras cumplía su residencia en el hospital Ramos Mejía. Allí oyó hablar por primera vez del complejo metabolismo de los hidratos de carbono. En adelante, y de la mano de Houssay, sería fiel a esos misterios, y para desentrañarlos abordaría la peregrinación necesaria a todo becario: las universidades de Cambridge, de Washington, Saint Louis y Columbia, en los Estados Unidos, lo cobijaron durante los años 30. Doce después volvió al lado de Houssay—un celoso vigía de su actividad— y en 1947 emprendió la fundación del Instituto de Investigaciones Bioquímicas. En los primeros años la totalidad del equipo científico estaba sostenido por la solicitud del donante, el industrial Jaime Campomar; más adelante ese mecenazgo fue desplazado por la participación activa de la Facultad de Medicina de Buenos Aires —que hasta ahora paga los sueldos— y la contribución del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Colateralmente, algunas universidades norteamericanas contribuyen con sustanciales aportes. Cauteloso, el director Leloir opina que tales apuntalamientos no son suficientes y, desde ya, una gran parte de los 80 mil dólares que el 10 de diciembre próximo irán a parar a sus bolsillos, auxiliarán las más inmediatas carencias del instituto. “Hasta es posible que nos aumenten los sueldos —se esperanzaba un grupo de investigadores en los corredores del laboratorio—; además, aquí hay que terminar las obras de albañilería que están casi detenidas.” La familia, en cambio, no se atreve a conjeturar qué sucederá con el premio: “Papá no cambiará en absoluto —auguraba su única hija, Amelia Leloir—; seguramente seguirá con sus hábitos de trabajo y estudio”. En un rincón del espacioso living estilo imperio que Leloir utiliza para leer y escribir, una mesa baja y redonda soporta pilas desordenadas de revistas científicas del mundo entero, prácticamente la única literatura que frecuenta. “Por lo demás —confesaba Amelia—, a papá sólo le interesan los thrillers norteamericanos y las novelas de espionaje, porque lee exclusivamente para distraerse.” Ese programa sencillo y casi arbitrario no admite otras preferencias; el nuevo premio Nobel no va al fútbol ni tolera prolongadas vacaciones: “apenas 10 ó 15 días en alguna playa (Santa Teresita, presumiblemente) y unas pocas escapadas al campo —ilustraba su hija—; pero creo que prefiere las playas”. Hace dos años, cuando las autoridades científicas del Vaticano lo nombraron miembro de la Academia Pontificia de Ciencias de la Ciudad Santa, Leloir prefirió abandonar el verano de Roma y volver rápidamente al laboratorio de la calle Obligado. Su mujer y su hija completaron la estadía, como otras veces. Sin embargo es capaz de divertirse frente al televisor cuando aparece Carlos Balá, su cómico preferido, o contestarle a una señora amiga que le pregunta por la música que más le llega: “la del silencio, señora ...”. Con todo, el tercer premio Nobel argentino, un sabio de modales suaves y casi desconocido hasta la fecha, no es huraño; Fernando Biosca, el portero del edificio donde vive, alcanzó a definirlo en seis palabras: “Es sencillo y gentil este hombre ...”. CONVERSANDO CON LELOIR. En la Facultad de Medicina de la ciudad de La Plata, el profesor Leloir, invitado de honor a la VI Reunión Nacional de Investigaciones Bioquímicas que se desarrolló allí la semana pasada, dialogó durante media hora con un enviado especial. Lo que sigue es la reproducción textual de esa charla. Panorama: La llamada revolución de los hidratos de carbono, ¿es, en verdad, una revolución? Leloir: No creo yo que haya habido ninguna revolución; tío único que hemos hecho es contribuir un poco más al conocimiento del metabolismo de los hidratos de carbono. En suma, es un paso más que hemos dado, pero de ningún modo se le puede llamar revolución... —La palabra fue empleada por algunos medios de información en el exterior. —En realidad, habría que hablar de un movimiento general y paulatino, ya que todos los días y en todas partes se gana terreno en el progreso científico, y cada uno contribuye con lo que puede. Sólo que, por ahí, alguien tiene la suerte de encontrar algunas cosas más importantes, más novedosas. —¿Sería posible, entonces, reducir a conceptos más ceñidos esas “cosas más importantes"? —Posiblemente lo más notable haya sido el descubrimiento de ciertos intermediarios que actúan en la formación de polisacáridos. Los polisacáridos son, bueno, moléculas de monosacáridos (es difícil encontrar otras palabras para señalar estas cosas) agrupadas entre sí para constituir otras moléculas mucho más grandes. Por ejemplo, existe en el hígado una sustancia que se llama glucógeno, integrada por infinidad de moléculas de glucosa y que sirve, precisamente, de reservorio de estas últimas. Fíjese que el torrente sanguíneo irriga constantemente de glucosa al organismo y entonces hay un gran consumo de esa sustancia a través de la actividad muscular y cerebral, de modo que el papel de ese polisacárido del hígado es el de proveer de glucosa a la sangre para que la consuma en otros tejidos... —A la manera de un portador de combustible. —Bueno, ahí entra en juego la uridina-difosfato-glucosa (UDPG). —Precisamente, el descubrimiento de la UDPG hizo pública de pronto una fórmula que para la mayor parte del público no es más que una verdadera incógnita, no en el sentido del descubrimiento, sino más exactamente en razón de sus funciones específicas... —Bueno, en ese caso sería necesario recurrir a comparaciones no demasiado ortodoxas, pero que, en fin, resultan a veces eficaces: la función de la UDPG se parece un poco a la de una carretilla que llevara unos buenos kilos de carbón. Cuando el carbón no es utilizado en su función de combustible, la carretilla lo va descargando en el depósito de reserva, ya que en algún momento será útil. Para el hombre, ese carbón de reserva es el glucógeno. Pero a propósito de esto me gustaría destacar que el mío no ha sido un trabajo exclusivamente personal, sino una labor de equipo en la cual intervinieron los doctores Capputo, Trueco, Cardini y Paladini, además de algunos otros, así que yo en realidad hice nada más que una pequeña parte y me parece que me tomaron a mí como cabecera porque soy el más viejo y no por otra cosa. Pero volviendo a lo anterior: el hallazgo dell UDPG fue el primero de una numerosa serie de compuestos muy similares que se han ido descubriendo y que hoy componen una gran familia. —¿En qué años se produjeron esos descubrimientos? —Bien, me resulta un tanto difícil precisar... Pero el UDPG se nos apareció alrededor de 1948, más o menos. Sí, en todo caso diga que fue en los últimos años de la década del cuarenta. —¿Trabajaban ustedes en los laboratorios de la Fundación Campomar? —No, no. Todavía en esa fecha no lo hacíamos allí; entonces teníamos una casita en la calle Julián Alvarez donde habíamos instalado nuestro primer laboratorio. La casa se había alquilado para ese fin y allí nos pusimos a trabajar esas cinco o seis personas que le mencioné hace un momento. De modo que el UDPG apareció en Julián Alvarez, como le dije. —¿Cuántos años hace que se dedica usted a las investigaciones bioquímicas? —Seguramente treinta años. Sí, treinta años. —¿Cuántos son los profesionales que colaboran hoy en sus tareas del Instituto Campomar? —Son algo así como veinticinco; jóvenes en su mayoría. —Hace un par de días dijo usted que estaba satisfecho de haber recibido el premio Nobel porque su adjudicación reavivaría un poco, tal vez, el estado actual de las ciencias en la Argentina. ¿Es posible interpretar entonces que el país carece de una infraestructura científica? —Creo haber dicho ya que en los últimos 10 años hubo un progreso bastante alentador, puesto que antes se trabajaba con serias dificultades. Cuando nosotros empezamos no había prácticamente ninguna ayuda para la ciencia en general; por ejemplo, la Universidad casi no tenía profesores de dedicación exclusiva, ni había manera de aplicarse totalmente a la química. Ahora existen otros medios, y la dedicación exclusiva es uno de ellos, por cierto. Además es muy importante el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CNICT), que tiene lo que se llama la carrera de investigador, lo cual permite que jóvenes ( y también viejos) puedan dedicarse exclusivamente a la investigación. —¿De qué manera se ayuda a los interesados en la investigación a conseguir que su dedicación exclusiva les permita vivir sólo de ella, sin que deban compartir su actividad con otras de carácter lucrativo? —Es un mecanismo más bien sencillo; no bien egresa, el estudiante verdaderamente preocupado por su carrera tiene opción a las becas que el Consejo ofrece. Suelen ser becas destinadas a la práctica de investigación como método intensivo y pueden durar uno o dos años. Existen además las becas de perfeccionamiento que, desde luego, están un poco mejor pagas. Y por último, existen las becas externas; es decir que, esa gente puede ir al exterior para completar su experiencia. En otros casos, también los buenos estudiantes pueden optar a un puesto universitario de dedicación exclusiva, o bien ingresar directamente a la carrera de investigador del CNICT, que ya le mencioné. —¿Es posible entonces que el premio Nobel contribuya a mejorar aún más esas condiciones? —Algo puede significar ¿no es verdad? Ojalá que signifique bastante, eso es lo que espero. Rodolfo Rabanal _______________________________ Ciencia argentina: Balance de un siglo “Lo que los argentinos deben hacer es elegir una rama de la ciencia a la altura de sus posibilidades y dedicarse enérgicamente a ella.” Este dictamen fue emitido en abril de 1970 por Derek Barton (Premio Nobel de Química 1967) durante su efímero paso por Buenos Aires. Más que una recomendación para el futuro parecía un diagnóstico del pasado. Media docena de veces, en lo que va del siglo, los científicos argentinos se acercaron a la notoriedad mundial; en dos llegaron a tocar la meta del Premio Nobel; una tercera, lo rozaron. Pero el monopolio casi absoluto, ejercido por la medicina en esta trayectoria, hace apenas una década que comienza a disolverse. No es casualidad; entonces, que la mayoría de los argentinos que dieron que hablar al mundo en el campo científico sean médicos, y que los candidatos a la fama en las demás disciplinas, resultan minoría. La primera incursión de la ciencia argentina del otro lado de sus fronteras fue protagonizada por un revolucionario, Florentino Ameghino (1854-1911), y desde entonces ninguno de sus sucesores se ha librado del estigma. La antigüedad del hombre en el Plata, su tesis antropológica fundamental, que 'publicó en 1880, sigue siendo objeto de controversias entre los investigadores que intentan trazar los orígenes de la especie humana. Ameghino osó proclamar la hipótesis de que la cuna del hombre es América. Cuando fue invitado a exponer sus ideas en la exposición del Centenario, en París, a la sombra de la flamante Torre Eiffel, era apenas un autodidacta temerario; al regresar, tres universidades argentinas le ofrecieron una cátedra. Sus investigaciones, sin embargo, se siguieron financiando con la librería que fundó cuando el Establishment académico le cerraba las puertas. En plena efervescencia de las teorías positivistas sobre la criminalidad, otro argentino inició una polémica que hoy continúa. En 1904 Juan Vucetich (1858-1925), un oscuro funcionario de la policía de la provincia de Buenos Aires, emitió la teoría de que cada individuo posee una conformación distinta de las marcas dactilares y por consiguiente es posible identificarlo sin posibilidad de error mediante el estudio de las huellas que dejan sus dedos. Esta comprobación relativamente simple (que sigue siendo cuestionada) sólo alcanzó su verdadera importancia a través del sistema taxonómico concebido por Vucetich, que dio base a una verdadera teoría de la clasificación. Más de sesenta países han adoptado ya el Sistema Dactiloscópico Argentino, pero su nombre necesitó medio siglo para conquistar el respeto que merecía. Luis Agote (1868-1954) se aseguró, en cambio, un lugar en la historia de la ciencia con un hallazgo tan revolucionario como oportuno. Durante la Primera Guerra Mundial, Agote comprobó que el citrato de sodio (una sal destilable en cualquier laboratorio modestamente equipado) impedía la coagulación de la sangre. En estas condiciones no sólo era posible almacenar las cantidades de tejido vital necesarias para la incipiente cirugía, sino que se terminaba con las dificultades de trasfundirla “de persona a persona”. Si algún argentino merecía el Premio Nobel y no lo obtuvo fue Luis Agote. El reconocimiento mundial, sin embargo, resultó unánime. Los cirujanos de todo el mundo le deben a otro argentino buena parte de los instrumentos que hoy son imprescindibles en su profesión. Enrique Finochietto (1881-1948) protagonizó una larga carrera de fama internacional cuyos hitos más visibles fueron una veintena de técnicas operatorias (una selección exquisita de sus vastos ensayos) y un número no menor de instrumentos quirúrgicos que van desde las célebres pinzas obturado ras de vasos sanguíneos, que todo estudiante de medicina conoce en su primer curso, hasta una mesa para cirugía ortopédica, pasando por fórceps, trépanos, escoplos y separadores. Pero el verdadero reconocimiento de la medicina argentina ocurrió sólo en 1947, cuando Bernardo Houssay (83) compartió con Carlos F. Cori y Gerty T. Radnitz el Premio Nobel de Medicina de ese año. El galardón se debió a sus reveladores descubrimientos sobre la función reguladora de las glándulas endocrinas en el metabolismo de los hidratos de carbono, un proceso vital para el funcionamiento del cuerpo humano y un factor clave en él conocimiento de la diabetes. Las deficiencias de la hipófisis producen una gran sensibilidad a la insulina, mecanismo que se conoce como “fenómeno de Houssay”. A la influencia que ejerció desde el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, que preside desde fines de la década del 50, se debe gran parte de los nuevos rumbos que tomó la investigación científica en la Argentina. Son pocos, sin embargo, los que influyeron tanto sobre una rama particular de la ciencia como Enrique Pichón Riviére (63). No sólo, se le debe la introducción del psicoanálisis en la Argentina (fue uno de los fundadores de la Asociación Psicoanalítica), también fue el principal formador de la escuela argentina del análisis, una de las más desarrolladas y reconocidas mundial mente. Pero a través de sus teorías sobre los mecanismos de la psicología social, amplió radicalmente los alcances de la investigación, produciendo una verdadera revolución en las teorías psicoanalíticas de esta mitad del siglo. Si hacía falta probar que la medicina argentina es un producto exportable desde hace décadas, en un quirófano de Texas, el 8 de abril de 1969, el cirujano norteamericano Denton Cooley implantó por primera vez en un ser humano el corazón artificial diseñado por Domingo Liotta (46). Las esperanzas de la cardiocirugía, amenazadas gravemente por el fracaso de la técnica de trasplantes, volvieron a renacer. El corazón artificial es virtualmente indestructible y no desencadena reacciones inmunológicas. Liotta lo concibió en Córdoba, en sus años de médico novicio, con la colaboración de su hermano Santiago y de Tomaso Taliani. Toda una generación (y un nuevo rumbo tomado por la ciencia en la Argentina) está representada por Carlos Varsavsky (37), quien dirigió a partir de 1963 el Instituto Argentino de Radioastronomía, considerado uno de los diez más importantes en el mundo. Su tesis sobre las probabilidades de vida en el universo dio un sesgo casi definitivo al problema que atormentó a científicos, filósofos y teólogos desde la Edad Media. La soledad del hombre en el universo será relegada al museo de los mitos que fabricó una era concluida. Pero también es una era que concluye la de los lobos solitarios que luchan mano a mano con lo desconocido en él rincón de un laboratorio. Las proezas de Ameghino o Vucetich no pueden ser medidas con el patrón de las exigencias que el siglo XX pone a los científicos. La ciencia se define cada vez más como una empresa colectiva en la que la probabilidad de los hallazgos espectaculares decrece aceleradamente. Mientras fueron posibles, la ciencia argentina aportó su parte; en el futuro, las chances disminuirán si los esfuerzos comprometidos no aumentan. ♦ PANORAMA, NOVIEMBRE 3, 1970 |
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