Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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VIDA COTIDIANA Mapuches: Desolación en la bahía del Lácar La escritora y poeta argentina Alicia Dujovne Ortiz conoció a los indios mapuches hace diez años, cuando por primera vez viajó al lago Lácar, en Neuquén. El contacto con las últimas tribus de origen chileno le descubrió un mundo cuyas categorías ella había ignorado hasta ese entonces: la riqueza espiritual de los indígenas contrastaba violentamente con la pobreza económica a la que se veían sometidos. Dujovne Ortiz se quedó entonces unos meses residiendo en Neuquén y viviendo la mayor parte del tiempo con los mapuches. Cuando se despidió de ellos prometió volver, pero no pudo hacerlo hasta enero de 1973. En esta segunda visita las condiciones materiales de las tribus mapuches habían cambiado algo: ahora eran en realidad mucho más duras, próximas al desamparo total. El texto que se publica a continuación dista en realidad de ser una crónica; Alicia Dujovne lo escribió antes de suponer que sería editado por alguna revista: “Lo había hecho para mí —dijo a Panorama—, por cuanto suponía que el tema no lograría interesar a un público mayoritario”. En realidad, estaba equivocada. El título del original es el siguiente: Vida y muerte de una tribu araucana despojada de sus tierras y posibilidades de subsistencia y amenazada de erradicación por la Dirección de Parques Nacionales. Un exterminio casi plácido a fuerza de lento y sistemático. En la provincia de Neuquén, sobre el lago Lacar, a cuatro horas de San Martín de los Andes, por lancha, y a cuarenta minutos por tierra —o más exactamente por tierra-aire, por un inolvidable camino de Montaña Rusa que bordea un abismo— se abre la bahía de Quila-Quina, una zona plana, bastante ancha, resguardada por el Pastoso, el Cerro de las Vizcacheras y otra mole en forma de abanico, de origen volcánico, que acentúa el matiz inquietante de esta región entre paradisíaca y terrible. Playas de piedras con moluscos raros, bosques tranquilamente suizos que de pronto viran al tremendo y herido paisaje americano; líquenes en forma de barbas color verde de leche podrida, ahogado por árboles grises; flores demasiado anchas y vivas; hongos de carne animal y matorrales de caña colihue. En fin, una enormidad antediluviana junto a un tono matutino, claro, despierto; una pureza inicial en la que el horror y la luz solar son iguales. Tal vez lo envolvente e irrespirable de este sitio de excesiva belleza resida en su presencia, en su dosis abrumadora de espíritu presente que viene con el silencio y el viento y puede perseguir o provocar éxtasis, según las características del que lo sufre o gaza. Esta es una tierra recién creada. Unas diez o veinte cabañas de troncos, Estilo suizo-alemán, aparecen a primera vista aportando el recuerdo de Hansel y Gretel, el ballet “Giselle”, las ventanas con corazones y las alegres margaritas. Son, claro, las cabañas de veraneo de la gente adinerada. A caballo, sin embargo, pasan hombres de poncho negro y además orgullosos, seguramente incapaces de vivir, aunque pudieran, en esas primorosas casas de ogros encantadores. Capaces más bien de mayores durezas, de menores linduras. El negro, o el blanco y negro de sus ponchos, que repiten para siempre el diseño escalonado del poncho de Calfucurá, o de los vestidos y los pañuelos pobres de sus mujeres, incorporan casi brutalmente la verdad de América. Obviamente también —porque los ranchos-de donde vienen no aparecen a primera vista— los jinetes de duelo y sus mujeres no viven en Quila-Quina. Viven en las montañas. Salvo una familia aborigen, los Lefin, unidos a Quila-Quina por razones de trabajo, la población indígena de la zona no está junto al lago, en la buena región de pastos y de agua y de clima levemente más manso. A partir de esa comprobación, adentrarse en los hechos no resulta difícil. Los Curruhuinca no son gente cerrada, ni hosca. Nada más simple que acceder a su vivacidad, su afectividad, su dignidad. Las mujeres y los niños se soplan una risa nerviosa y tímida en las palmas de las manos, pero los hombres —rastra de plata sobre faja tejida, bombachas oscuras, botas y sombreritos negros de alas rígidas— contestan con firmeza, mirando de frente, hablando con claridad de lo que les aqueja. HIERBA SAGRADA. Descendientes de los mapuches que se radicaron en la provincia de Buenos Aires y en La Pampa, procedentes de Chile, y que durante la conquista del desierto fueron empujados nuevamente hacia la frontera chilena, los Curruhuinca se ordenaron como tribu reconocida por el gobierno argentino el 8 de diciembre de 1882, cuando el cacique Bartolomé Curruhuinca se presentó ante un cuerpo del Ejército para presentar su rendición. Desde entonces, algunos sucesores de ese cacique tuvieron el grado de capitán del Ejército Argentino y a su muerte se los honró con el duelo militar. El pacto entre los Curruhuinca y el gobierno incluía la prestación de servicios como baqueanos por parte de los miembros de la tribu, pero fundamentalmente contemplaba la concesión permanente, para la tribu, de la región de Quila-Quina y sus alrededores. No la propiedad sino la concesión: derecho de residencia y de laboreo para ellos y sus descendientes, todo debidamente legalizado y en regla. Lo ilegal comenzó en 1938. La región pasó entonces a depender de la Dirección de Parques Nacionales, y en ese momento, el intendente de la reserva indígena de Quila-Quina, Otto Neumeyer, elevó al jefe de la División Técnica de la Dirección de Parques Nacionales, ingeniero Gustavo Eppens, un informe sobre la tribu, cuyas conclusiones generales son las siguientes: "1) Los Curruhuincas no son verdaderos indígenas, no son puros. Han perdido los rasgos típicos (pómulos altos, ojos estirados). Son mezclados y tienen todos los defectos del mestizo: afición a la bebida y a la vida fácil, poca tendencia al trabajo, negligencia, vicios, falta de sentido de la palabra empeñada, etcétera. 2) En consecuencia, a Parques Nacionales no le conviene continuar protegiendo a este disimulo de tribu, y puesto que no son indios puros se los puede erradicar de la bahía de Quila-Quina y ubicarlos en las montañas próximas y en la otra margen del lago”. La fotocopia de este documento, que emplea todos los argumentos del racismo con la única intención de despojar a una población indígena de sus derechos legales, está en poder del cineasta y antropólogo C. Bartolomé, que acaba de terminar el montaje de un film sobre los mapuches. El informe, seguido por otros similares sirvió para que se levantara la villa de Quila-Quina tal cual aparece hoy, con sus diez o veinte cabañas burguesas: un lugar de descanso y turismo, un resort para blancos, del que los Curruhuinca han sido desplazados hacia el arroyo Pil-Pil, hacia el Pastoso y cerro de las Vizcacheras. Es decir, desplazados de la única zona de invernada de que tradicionalmente disponía la tribu, ya que Quila-Quina es una pradera baja, al nivel del lago, mientras que en invierno las montañas desaparecen bajo la nieve. La prueba de que esa pradera constituye una necesidad vital para los pobladores y sus rebaños la dan los mismos animales que llegan cada invierno a pastar a Quila-Quina, corridos por el frío y la falta de pastos de las zonas altas. La medida resuelta por las autoridades es del todo curiosa: ante esta situación decidieron cobrar multa a los Curruhuinca por los animales que se atreven a mordisquear la sagrada hierba de la Villa, v obligarlos a construir una empalizada, naturalmente a su costo. Como es fácil de imaginar, salvo los hombres que trabajan en la construcción de caminos o en los aserraderos, los demás viven exclusivamente de sus animales. Pero la limitación de este único medio de subsistencia no ha quedado en el mero despojo de tierras útiles. LOS ARBOLES VIVEN, LA GENTE NO. En 1953 se realizó un censo de pobladores y de animales. Cada familia declaró la cantidad de chivos, ovejas, vacas o caballos que tenía en ese momento. El resultado fue el decreto de permiso precario, por el cual, aunque cueste creerlo, los Curruhuinca han quedado congelados en la cantidad de animales que tenían en 1953. Si una familia poseía ese año seis chivos no debía en adelante agregar ninguno más a la cuenta, aunque en su campo haya espacio para que se críen cien. Si les nace un séptimo chivo, pagan multa o se ven obligados a matarlo. Posteriormente, gracias a la protesta del cacique Amadeo Curruhuinca, la Dirección de Parques Nacionales concedió algunos permisos algo más amplios sobre la parición, pero, en definitiva, el permiso precario permanece vigente y es el motivo inmediato de tanta muerte cotidiana. Teniendo en cuenta, pues, las reflexiones racistas del informe, la erradicación subsiguiente y la utilización política de un censo que en su momento tuvo como único objetivo anotar un hecho sin proyecciones futuras, cabe preguntarse si la actitud tomada con los mapuches no es algo semejante al genocidio. Bastaría una cabalgata por el Pastoso para convencer a cualquiera de que quitar tierra y limitar animales se parece notablemente al exterminio de un pueblo. La maestra María Esther Juárez, de la Escuela Nacional Nº 33, de Quila-Quina, es una morocha delgada, fibrosa. En el pueblo le dicen Mara, y es ella quien ha tomado a su cargo la situación y se ha puesto a actuar con una eficacia de líder natural —y sin pretensiones políticas— que le asegura la confianza de la gente. Enseña todos los grados, organiza el comedor escolar y un club de madres donde arreglan ropas para los chicos. También interviene en cuanto litigio por sucesiones o por simples enemistades entre familias estallan en la tribu. Interviene porque la gente la llama. Con ella fue posible visitar todos los ranchos del monte y ver chicos cubiertos de sama; criaturas de edad indefinible con deformaciones de nacimiento (“Aquí son comunes —dice Mara—, el incesto y la borrachera”). Lo cual es como decir que la desesperación es común a la zona. En la punta de una montaña nevada, con el grito de las bandurrias y tres chivos hambrientos por lote, no quedan demasiados recursos. Abunda también la tuberculosis. La maestra repartía, a cada uno, aspirinas y “píldoras para los pulmones”. En el medio del bosque, los ranchos de madera se venían abajo. ¿Desidia? “No —dijo Mara—, no tienen derecho a cortar ni una rama pana hacerse empalizadas o reparar los techos. Caña colihue que arrancan, multa que les cobran”. Los árboles valen allí más que la gente. Como constaba en el informe racista aludido anteriormente, los rasgos de esa gente- no parecen "puros” y, en efecto, los apellidos son, además de Curruhuinca y Chulquepán, Gutiérrez, López, Muñoz, etcétera. Por otra parte, todos están emparentados entre sí: se ven caras criollas y hasta gringas en criaturas adoptadas por la tribu, por cuanto ellos, claro está, no son racistas. Francisco Pancho Curruhuinca es hoy el cacique de la tribu. Joven, de cara redonda e ingenua, muestra su emotividad a flor de piel. Amadeo, su padre, fue un cacique activo y con clara conciencia de los problemas de su gente, y esa conciencia se ha trasmitido a Pancho, aunque en menor grado tal vez por su propia juventud y un poco a causa de la creciente desorientación general. “No hablo araucano —dijo—, solamente lo entiendo. Ninguno de los jóvenes lo sabemos y a los chicos ya les da vergüenza saludar en mapuche. Pienso que hay que arreglar esto; hay que poner un maestro araucano en el colegio que enseñe el mapuche junto con el castilla. Lo mismo pasa con el trabajo de tejido. Pocos saben ya tejer." Siempre se ha dicho que los visitadores sociales van de tanto en tanto por las montañas levantando el inventario de necesidades indígenas: “Nos dieron 15 cubos de madera —dice el joven cacique—, pero era poco. Somos setecientos en la tribu. Semilla también era poca. A veces vienen (los visitadores), sobre todo por los niños, y dan leche. Una vez se consiguió una silla de ruedas a una mujer que vivía sola con tres niñitos en paraje solitario y no podía salir al aire, a ver la claridad del sol ni nada de eso”. Pancho añadió que él no heredó su cargo de cacique: “Cuando murió mi padre la gente me eligió. Quién sabe lo que habrán pensado. Además de mí hay tres capitanejos; el más viejo es don Miguel Curruhuinca, es viejo y sabe mapuche, es nuestro lenguaraz. Cualquiera de éstos hubiera podido ser cacique. Yo, ahora, por todo trámite que tenga que ver con la tribu, voy ante el Juez de Paz, la comisaría, el Ejército”. Se le preguntó a Pancho si todavía se sostienen las tradiciones religiosas: “Sí —dijo—, todos los años celebramos el Nguillatún, que es una rogativa por el bienestar y la salud, por los hijos, por los animalitos, por el invierno que se viene encima. Es, además, una reunión de toda la tribu para purrutucar (bailar) por el alegramiento que todos tenemos de estar juntos y de saber que hay Dios. Yo no acabo de comprender de qué tiempo ha venido esto, pero ha quedado así y lo seguimos haciendo por cumplir y también por la emoción, que dan ganas de llorar. Así es que se baila delante del toldo que se arma con ramas y cuero de cabra, para la presentación ante Ninechén que es el padre de todos nosotros y de los animalitos y de las plantas. Mi madre tenía un cargo importante en la ceremonia: tocaba un instrumento que se llama cultrún, para llevar el compás cuando bailan. Y eso no puede hacerlo cualquiera porque es un cargo que se hereda. En nuestra religión también tenemos diablo: es Pi-llí, que trabaja en los que perdieron la esperanza”. Según Mara, la maestra, a Pi-llí se lo siente demasiado en Quila-Quina: “Hay una señora —dice—, propietaria de una de las cabañas para ricos, ex funcionaría de Parques Nacionales, que hace lo posible para conservar las características de «Villa de Descanso» de la zona y que utiliza su influencia para que no haya en el lugar ni un triste almacén. Los pobladores deben bajar de sus montañas y trasladarse en lancha a San Martín de los Andes para hacer las compras, tan sólo con el objeto de preservar el precioso descanso de los dueños de las cabañas tipo Hansel y Gretel. No se sabe de dónde viene la tremenda importancia de esta dama, que sólo veranea en el lugar, pero se trata indiscutiblemente de una persona poderosa y temida”. Están también los Pi-llí estables, añade Mara, los de siempre: “Dos familias de almaceneros y dueños de aserraderos, estancias, etcétera que viven en San Martín de los Andes —dice— y pagan a sus obreros con bonos en lugar de hacerlo con dinero. Esos bonos son de valor fijo, permiten comprar comida en los almacenes de quienes los reparten, pero los precios de las comidas no son fijos, de manera que los bonos valen cada vez menos, además de endeudar para siempre a sus beneficiarios. Como en los buenos viejos tiempos, esos Pi-llí del comercio son, así mismo, políticos, y a veces se vuelven magnánimos y regalan chapas para techos. Es parte debido a su hábil demagogia que la provincia de Neuquén nos haya sorprendido con un panorama electoral muy distinto del resto del país”. De paso por San Martín de los Andes, la redactora escuchó las siguientes frases: Un coronel de origen alemán: “¿Va a escribir sobre esa gentuza? Son borrachos y se acuestan con sus propias hijas”. Un almacenero de origen árabe: “Pero no se preocupe por ellos, que revienten, preocúpese porque se construya un buen camino”. El dueño de un restaurante: “No los entiendo. Se mueren de hambre y tienen tanto orgullo que no quieren emplearse de lavacopas”. Un abogado’ con agencia de turismo: “Los Curruhuincas viven magníficamente. No les falta nada. Ojalá usted y yo tuviéramos lo que ellos tienen”. Un alto funcionario de Parques Nacionales, en declaraciones a esta periodista: “¡Qué me habla usted de prohibirles los chivos! Lo que pensamos hacer es sacarlos de allí. Son una lacra. No trabajan, son viciosos y sucios. ¡Qué espectáculo para el turismo! Estamos estudiando un proyecto de erradicación a otra región de la provincia donde ellos puedan estar a sus anchas y sin problemas, como los aborígenes norteamericanos, sin las lógicas restricciones que Parques se ve en la obligación de imponerles para salvaguardar la riqueza forestal del paisaje”. —Pero el resto de la provincia de Neuquén es más bien desértico. Además, esa gente es del lugar. ¿A dónde irían, en consecuencia? ..“Y bien... ya veríamos”, respondió el funcionario, arrojando lánguidamente su mano al aire como para designar algún desamparo, algún paraje de cenizas y viento. ♦ PANORAMA, MAYO 31, 1973 -pie de fotos- -TIERRA INDIA “En medio del bosque, sin derecho a cortar una rama” -UNA MADRE MAPUCHE “No hay cómo criar a un hilo” -LA CERAMISTA Carmen Arango, con hija y nietos: recuerda canciones -CASA EN LA MONTAÑA Muy poco es lo que queda en pie en la montaña -Pancho Curruhuinca es hoy el heredero de la diezmada tribu mapuche próxima al lago Lacar. Su comandancia se asienta sobre un puñado de gente empobrecida (fotos 5, 6 y 7). Los hijos de Curruhuinca, afectados de sarna y tuberculosis, conservan, sin embargo, un fuerte sentimiento de unidad familiar (foto 8). El viejo Amadeo, muerto hace un año y padre de Pancho, fue durante décadas el líder natural de los mapuches, y hasta el día de su muerte la tradición de los indígenas aún tenía un hálito fogoso, ahora perdido definitivamente (foto 9). -CABALGATA EN SAN MARTIN DE LOS ANDES La tribu entera mapuche pasea por la ciudad con motivo de una festividad religiosa |