Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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LO QUE SE NOS FUE CON TROILO La muerte de Aníbal Troilo “Pichuco” cierra una época en la historia del tango y la ciudad. Mito viviente, el gran músico era también símbolo de la amistad y la bohemia nochera. Sus tangos seguirán resonando como una moneda fraterna; casi como una contraseña de la inextinguible cordialidad porteña. ![]() Pasaron muchos años —décadas— y siempre hubo una tranquilidad: se podía contar con Troilo. Estaba en algún lugar de la ciudad, con su bandoneón y los músicos cadeneros de su orquesta o su cuarteto. Bastaba con ir a su encuentro en la noche (antes en los cabarets, más tarde en el “Caño” o en “El viejo almacén”) para iniciar la fiesta del tango. Ahora que no está, la ausencia puede llegar a ser agobiante. La muerte del gordo es nuestra muerte chica: se nos ha muerto de pronto todo lo que de Pichuco teníamos encima a fuerza de vivir en tango, sin darnos cuenta, muchas horas del día. Lo llevábamos puesto en el tarareo o el silbido, con esa insospechada segunda naturaleza que el tango da al porteño. El gordo era Gardel. Un Gardel redivivo con el “fueye” en lugar de la voz. Y constituía, igual que el otro, un mito de primera necesidad. El mito —ya se sabe— no requiere razones. Es. Y Aníbal Troilo, aun de última, regalado por la hipertensión, agachaba su cabezota de Buda, cerraba los ojos y encendía el rito tanguero a través del sonido único de su bandoneón. ¿Qué importa si alguna noche —en la reculativa— le daba a la de al lado? ¿O si el cansancio le imponía —gordo astuto— dirigir en lugar de tocar? El era siempre igual a sí mismo, con su color de tango intransferible. Un tango, pero con más “yeca” que conservatorio. El gordo no era demagogo ni oportunista. Era como era: tierno, muchachón, entregado. Ningún cálculo turbaba su plan de vida que consistía en no tener plan alguno y recalar, de madrugada, en acogedores boliches al calor de las copas y la charla amistosa. Sólo una obsesión lo perseguía: coleccionar amigos. Y los tenía en todas partes con sólo mover la mano o fruncir el entrecejo. La heráldica de la noche siempre exhibió, como lustre mayor, el ser amigo de Troilo. La multitud acongojada que lo acompañó hasta el cementerio es la mejor prueba de ello. Un día —hace años— le pregunté si le tenía miedo a la muerte. Me contestó con un leve temblor en la voz: “No. La espero. Tiene que venir. Eso sí, le pido una gauchada: que se demore un poco hasta que arregle las cosas. Tengo gente que cuidar. No se pueden quedar en banda.” Pensaba en su mujer, Zita, en su madre que aún vivía y en sus hermanos. Para los nuevos, para los que del fenómeno Troilo sólo tienen una versión entre pintoresca y folklórica, todo esto puede resultar hasta cursi. Lo entiendo. ¿Cuál puede ser, en definitiva, la importancia de este obeso bandoneonista congelado históricamente en los años 40? ¿En qué puede ayudar a la dinámica del cambio socioeconómico de los jóvenes que, mientras tanto, avanzan pisando cadáveres tibios? Seguramente en nada. Pero ¡frega niente!; a la hora de la verdad —nuestra humilde verdad cotidiana de porteños— la muerte de Aníbal Troilo, el músico, el hombre, el amigo, se hace lacerante muñón. De ahora en más nos faltará Troilo. Lo tuvimos entre nosotros. Fue nuestro y de todos los días. Los discos serán escaso consuelo. Apenas la sombra de su sombra. No estará él, con su sonrisa triste y su bandoneón: “La vida es una milonga”.♦ [Jorge Koremblit] REDACCION 06/1975 |