Pobladores del Amazonas
indio nhambiquara ejecutando una melodía ritual
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Volamos desde hace tres
horas sobre el Mato Grosso, una selva verde y compacta. El pequeño Cessna 108 ronca bajo
las nubes negras, las últimas de la estación de lluvias, que este año resultó más
larga que de costumbre. Raúl, el piloto, consulta el mapa: nos encontramos a unos
setecientos kilómetros al norte de Cuiabá, capital del estado. "Un poco más, y
llegaremos", advierte Raúl.
Ya estamos allí: en plena selva, entre los ríos Juruena y Juina. Es la zona de los
indios nhambiquara, una de las pocas tribus que sobrevivieron a los estragos sistemáticos
perpetrados por los blancos; y que continúan aún hoy con una ferocidad superior a la de
cualquier guerra. Es un genocidio a nivel industrial: la llamada "desinfección de
indios",
Aquí, en la selva que sobrevuelo con mi Cessna, vivían también los tapaiuna y los
pataxo. Pero estos hombres, vivos hasta ayer, han desaparecido totalmente. Tal vez, en
algún lugar, alguien escriba en un libro de etnología: tapaiuna y pataxo, razas
extinguidas del Mato Grosso. En realidad, fueron exterminadas. A los tapaiuna les
regalaron varios cajones de azúcar. En los años, meses y días pasados, los blancos
"civilizados" continuaron llevando estos cajones, dejándolos en los claros de
la selva. Los indios, en un primer momento recelosos, se acercaron luego a los cajones y
los abrieron...
Dentro del azúcar estaba el arsénico. Los tapaiuna desaparecieron así. Toda una raza
envenenada. Después envenenaron a los pataxo, enviando en gira a falsos médicos que
aplicaban "inyecciones": una o dos inyecciones para cada pataxo. Y dentro de las
jeringas hipodérmicas pululaban gérmenes mortíferos de viruela.
¿Quién distribuyó el azúcar con arsénico a los tapaiuna? ¿Quién inyectó la viruela
a los pataxo? Las mismas personas, los mismos grupos que exterminaron a la tribu de los
cintas largas. Los cintas largas vivían también en esta misma selva; hasta que un día
(y no hace mucho tiempo) en vez de un Cessna los cintas largas vieron desde sus cabañas
volar sobre ellos un avión de caza. Y el caza comenzó el ametrallamiento sistemático.
Actualmente, también los cintas largas son una raza casi extinguida.
¿Quién, y por qué, destruyó et grueso de estas tribus, cuyos últimos sobrevivientes
se esconden en la selva? Mi Cessna está por aterrizar en la zona de los indios
nhambiquara. Allí vive un misionero norteamericano, el único que en estos tiempos se
mantuvo en contacto con los indios. Desde el avión, Raúl y yo divisamos un claro a
nuestra derecha.
Raúl desciende un poco. "Indios" exclama, indicando un descampado en medio del
mar de árboles. Damos una vuelta y descendemos aún más. Se distinguen tres o cuatro
cabañas distribuidas en semicírculo. Bajamos casi hasta rozar el techo de las chozas con
las ruedas del avión. Uno, dos, tres veces. Nadie sale para ver qué pasa. El lugar
parece desierto."Deben de estar todos muertos. Si pudiera aterrizar te haría ver los
esqueletos dentro de las casas", dice Raúl.
Tesoros en la entraña de la selva
Llegué hasta aquí desoyendo el consejo
de las autoridades de Río de Janeiro. En Río, los funcionarios gubernamentales me
habían recibido con una sonrisa amable, moviendo con incredulidad la cabeza.
"Pero, ¿qué quiere ir a ver a la selva? ¿La destrucción de los indios? Es una
cuestión resuelta. Los culpables serán castigados. Háganos caso, no vaya a la selva: lo
torturarán el calor y los insectos. Lástima que ya terminó el carnaval; eso sí que
merece ser fotografiado. Además, hay tantas cosas hermosas para ver en Brasil..."
Yo respondía: "Tienen razón, ¿qué diablos voy a hacer en Mato Grosso?" Y me
dirigí en un DC3 a Campo Grande y Cuiabá. Desde la costa se necesita una jornada entera
con avión bimotor para llegar a Mato Grosso. Cuando subo al avión aún no sé bien qué
hacer y dónde ir, pero no puedo olvidar que los indios, o mejor dicho los sobrevivientes,
están en las densas selvas del Mato Grosso.
Y en las selvas hay hombres que avanzan para llevar el progreso y la civilización con
pistolas, ametralladoras, veneno y dinamita. Una de las tragedias más alucinantes de
nuestro tiempo transcurre allí, entre una vegetación impenetrable, sobre los ríos color
fango, en la tierra que durante decenas de siglos perteneció a los hombres de piel rojiza
y que ahora los blancos quieren para ellos. Los indios no saben que son ricos; van a cazar
y viven en territorios que ocultan tesoros inmensos: diamantes, oro, caucho y un suelo
fértilísimo. La sociedad organizada quiere apropiarse de estos tesoros a cualquier
costo, y sin reparar en los medios.
"Ya llegamos", anuncia Raúl. Entre los árboles se ve brillar el techo de
hojalata de la misión. Vecino a la casa se extiende un prado de doscientos metros. Nos
dirigimos allí y aterrizamos esquivando penosamente las desigualdades del terreno.
Después de algunos minutos estamos sentados delante de un café -pésimo- preparado por
el misionero protestante Ed Pedersen.
De pronto, tres o cuatro indios completamente desnudos emergen desde las matas y se apoyan
en la pared de la galería, mirándonos en silencio. "Necesito ir al pueblo-digo al
pastor-. Quiero ver a los últimos indios del Mato Grosso. Los que aún no han sido
exterminados."
"¡Ah!, vino aquí por la matanza -murmura gravemente-. Es un hecho muy triste, pero
los indios parecen destinados al exterminio: si no son las enfermedades, son los blancos.
El pueblo está a tres horas de marcha, pero a los indígenas no les agradan las visitas
de extraños." Insisto: "Acompáñeme usted".
El norteamericano no parece muy convencido. Por fin sale de la galería y se acerca a uno
de los indios; le habla en lengua nhambiquara.
"Envío a uno de ellos para anunciar nuestra llegada -me dice. Nos pondremos en
marcha dentro de media hora."
Caminamos por la selva, seguidos por un grupo de muchachitos indios que parecen excitados
y felices ante la novedad. Saltan detrás nuestro y cada tanto desaparecen entre las matas
para volver a aparecer más adelante. Se mueven entre los arbustos con la agilidad y la
velocidad de pequeños monos felices. Forman parte de la naturaleza que los circunda, y yo
me siento verdaderamente un intruso. Pedersen vuelve a hablarme de la masacre: "Tal
vez mueran más a causa de las enfermedades que de los cruentos estragos. Para el indio es
peligrosísimo el simple contacto con el blanco. Un resfrío contagiado por éste puede
trasformarse rápidamente en tuberculosis, porque el hombre de la selva no tiene ninguna
resistencia para los tipos de gérmenes que nosotros trasportamos. Una simple gripe puede
matar a un indígena en pocos días. Cuando mis hijos tienen un poco de fiebre, las tribus
de los alrededores están en grave peligro."
"Pero entonces, ¿por qué no se va de la selva? ¿Por qué no dejan en paz a esta
gente para que viva como lo crea mejor, sin epidemias?" La respuesta es obvia:
"Estamos aquí para predicar la palabra del Señor. Para enseñarles que Cristo
vivió y murió también por ellos. Otro motivo de mi permanencia es el deseo de aprender
bien la lengua nhambiquara, a fin de traducir la Biblia. De esta manera, inclusive ellos
podrán leerla, o hacer que se la lean. Y descubrirán la verdad. Se necesita mucha
paciencia y perseverancia para vencer la desconfianza y el miedo de los indios. Hay que
considerar que los blancos que llegan hasta aquí buscando diamantes, oro o caucho, son en
su mayor parte aventureros sin escrúpulos, que tal vez tienen deudas con la justicia y
entran en Mato Grosso para evitar la cárcel. Gente de este tipo no piensa dos veces para
eliminar a los indios, si éstos significan un obstáculo para sus planes. Los salvajes
reaccionan como pueden, y combaten en verdaderas guerras contra los que llegan a la selva.
Los estragos ocurridos no se hicieron en frío; son la consecuencia de una larga serie de
hostilidades entre blancos e indios."
"¿Y a usted le parece extraño que los indios traten de defender su tierra?",
pregunto al pastor. No me responde.
En el ínterin llegamos a las proximidades del pueblo. La vegetación es muy espesa y no
logro ver a más de diez metros de distancia.
"Ahora, sentémonos y esperemos a que salgan -susurra mi acompañante-. Seguramente
están escondidos, espiando que hacemos. Hay un millar de nhambiquara en esta región,
dispersos en grupos de cincuenta o cien. Estos son los que están más cerca mío, y los
únicos con los que pude entablar amistad. Los otros pueblos están por lo menos a uno o
dos días de camino de la misión, y aún no puedo aventurarme hasta allí porque estoy
seguro que me recibirían con hostilidad. Mi predecesor, en julio del 65, fue al sur con
dos indios de este pueblo que oficiaban de guías: el grupo fue capturado y mataron a los
dos guías ante los ojos del misionero. Del incidente nació una verdadera guerra
inter-tribal, que aún no terminó. Actualmente hay una especie de tregua, pero los dos
grupos están al acecho."
De improviso emerge de la vegetación -a menos de dos metros de nosotros- un indio con un
enorme arco y cuatro flechas de bambú. Después aparecen otro, y otro, luego dos más. En
pocos minutos hay diez. El clérigo se levanta y los saluda. Se intercambia una rápida
conversación y después nos dirigimos todos hacia el pueblo. Se halla más cerca de lo
que yo creía. Basta atravesar un último tramo de espesa vegetación para salir al sol en
un gran claro.
Las cabañas están dispuestas en semicírculo, de acuerdo con la costumbre india. Los
niños juegan y corren, alguna mujer va a buscar agua a un pozo poco distante y las otras
están sentadas, inmóviles delante de las cabañas de paja. Un indio, que debe ser el
jefe y que se llama Etreka, me toma por un brazo y me arrastra dentro de su cabaña. El
misionero nos sigue. No hay por qué preocuparse: Etreka sólo quiere ofrecernos una taza
de una bebida dulzona hecha con maíz. La bebemos, sin muchas ganas.
Una atmósfera extraña
A pesar de que todo sucede
tranquilamente, percibo una atmósfera extraña, aunque nada hay de amenazante en el
comportamiento de Etreka. El jefe se comporta con gentileza. al parecer preocupado por
cumplir bien con su papel de dueño de casa. El interior de la cabaña es paupérrimo.
Estamos sentados en el suelo y la vajilla está constituida por escudillas de varios
tamaños, obtenidas de calabazas secadas al sol y cortadas. De cuando en cuando Etreka me
dirige la palabra en su incomprensible idioma, rico en sonidos. Después parece darse
cuenta de que no lo comprendo, y renuncia a continuar el discurso. Pedersen interviene
para traducir, pero aun a él parecen escapársele ciertas palabras.
En cierto momento Etreka dice algo e indica con la mano fuera de la cabaña, hacia una
altura. "Dice -me explica Pedersen- que desea mostrarnos su campamento."
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En el descampado que constituye el corazón del pueblo nos reciben todos los habitantes.
Son pocas personas, que nos observan en silencio. Etreka dice algo dirigiéndose a mí.
"¿Qué dice?", pregunto a Pedersen. "Es muy complicado, les explica los
parentescos". Me doy cuenta de que el jefe está haciendo las presentaciones.
Miro atentamente a los indígenas.
En el transcurso de una hora escasa me parece que la desconfianza primitiva ha
desaparecido. Una de las mujeres sonríe. Los niños han vuelto a correr y a jugar. Sólo
Pedersen está tenso, no participa de esta relativa despreocupación.
"Padre Pedersen -le digo-, pregúnteles qué saben de los estragos." El
norteamericano me mira asustado. "Pregúnteles", insisto. Pedersen dice algo a
Etreka y sus palabras caen en un silencio imprevisto y profundo. Hasta los niños parecen
impresionados; tal vez sólo sea sugestión, porque en realidad siguen corriendo, aunque
se han alejado y ya no gritan. El jefe de la tribu mira fijamente a Pedersen, levanta
lentamente un brazo, luego lo baja también lentamente. Las mujeres y los otros hombres lo
miran. Etreka comienza a hablar y me parece que el sonido de sus palabras está cargado de
una tristeza que nace del fondo del corazón. Su mirada y la carga que soporta cada
hombre, primitivo o civilizado, esa actitud frente al miedo, al dolor o la muerte, es
común tanto a los habitantes de Mato Grosso como a los de Nueva York, en un único y
primordial sentimiento.
El hombre blanco: un enemigo
Pedersen traduce: "Dijo que la
muerte siempre habitó entre los hombres, y que la guerra siempre acompañó el camino de
los hombres. Pero que hay guerras que comprende, y otras que no comprende. Guerras que dan
valor y guerras que dan miedo. Y ahora ellos tienen miedo. Dijo que su pueblo combatió en
muchas guerras, pero que la guerra de los hombres blancos no la puede combatir, porque no
la comprende." El pastor agrega: "Los verdaderos estragos todavía no llegaron.
Los nhambiquara se encuentran en una situación relativamente privilegiada. Aún no han
probado a fondo las bombas y la metralla."
Miro a Etreka y a los suyos. La atmósfera de cordialidad parece desmoronarse. Nuevamente
hay desconfianza en los ojos de estos indios. Mi pregunta suscitó fantasmas de miedo que
por un momento, tal vez, habían desaparecido. Para ellos soy nuevamente un blanco, un
enemigo, un ser del que básicamente hay que desconfiar porque siempre atrae el mal. Tomo
la máquina fotográfica y escapan. Voy hacia las mujeres y las sigo, corriendo. Una se
detiene y me arroja un puñado de arena, después escapa, recoge un trozo de madera y me
lo tira. Parece que bromea (hay una semisonrisa en sus labios), pero los hombres se
agrupan en silencio y Pedersen me pide que me detenga. Los nhambiquara no son guerreros
feroces, como eran los xavantes o los cintas largas, pero saben que el blanco decidió
apoderarse de sus tierras, por una u otra razón, y que lo hará apelando a todos los
medios, riéndose del artículo cuarto de la Constitución brasileña que garantiza a los
indígenas el derecho de propiedad absoluta de la tierra en que viven. Mientras me alejo
del pueblo, seguido por los alegres muchachitos, pienso que la única cosa justa que me
dijeron los empleados gubernamentales de Río es que ésta es una vieja historia.
De hecho, es la misma historia que se verificó en el momento en que los primeros blancos
desembarcaron en América. Hacia mediados del siglo XVI, Belem, el gran puerto en la
desembocadura del Amazonas, era ya un floreciente mercado de esclavos, donde se vendían
indios. Ahora Belem es el centro de la trata de mujeres nativas.
A pesar de lo cruel y espeluznante que pueda parecer, es rigurosamente cierto que muchas
tribus indias fueron exterminadas completamente. Nos damos cuenta de esto viniendo a la
selva y hablando con los hombres de aquí. Directa o indirectamente, el hombre blanco va
eliminando a los indígenas. Antes de morir, alguno de ellos tal vez tendrá la
oportunidad de leer la Biblia, gracias al empeño de pastores como Pedersen.
Los escuadrones homicidas
Lo increíble es que en estas matanzas
esté implicado el Servicio para la Protección de los Indios, el ente que debería
proteger y salvaguardar sus derechos. El SPI, al que muchas personas en Brasil llaman
también "sociedad para la prostitución de los indios", fue acusada
oficialmente por el Ministerio del Interior de tos crímenes perpetrados.
Se hicieron públicos algunos documentos sobre la actividad de este organismo en los
últimos veinte años, y los hechos son horripilantes. Hablo con el coronel Joao Franchi,
de origen italiano, que dirige la sexta sección del SPI.
"Estoy aquí desde hace dos meses. Soy un militar y se me ordenó tomar las riendas
de esta sección para comprobar cómo están realmente las cosas. Hice apenas un viaje por
nuestros puestos indígenas y puedo decir que ahora las condiciones son satisfactorias. En
el puesto indígena Simóes López, por ejemplo, albergamos a casi toda la tribu de los
xavantes, que fue pacificada hace unos diez años. Me pareció que los indígenas estaban
muy satisfechos en ese campo. Hasta se logra hacerlos trabajar un poco, y ahora todos los
xavantes se han acostumbrado a vestirse como hombres civilizados y ya no andan
desnudos."
Pero el coronel agrega algo más, que da una idea sobre la mortandad ocurrida en estas
regiones: "En Simoes López hay actualmente unos doscientos xavantes. Tal vez otros
ciento cincuenta estén esparcidos en los restantes puestos indígenas. Sin embargo,
cuando la tribu fue pacificada existían algunos miles. Antes de eso, es difícil
precisarlo. Hace cincuenta años quizás fueran unos veinte o treinta mil. Pero las
epidemias son frecuentísimas entre los indios, el servicio médico no existe; por lo
tanto, se extinguen poco a poco Es un proceso natural. Claro que si los indios fueran más
astutos se adaptarían a la expansión en que se halla empeñado Brasil: aprenderían a
leer, a escribir y a trabajar, se integrarían en la sociedad civilizada. En este país no
existen los problemas raciales, hay lugar para todos. Lo habría inclusive para los
indios, si fueran menos haraganes."
Joao Franchi hace enseguida una aclaración que debería ser innecesaria: "Por
supuesto, nadie quiere matarlos. Nosotros estamos muy orgullosos de nuestros indios. Si
desaparecen es porque son una raza ya en vías de extinción. Y contrariamente a lo que se
dijo, el SPI no tiene nada que ver con esos crímenes: fueron cometidos por aventureros al
servicio de las grandes familias brasileñas, que quieren acaparar la tierra cualquier
costo. Estas familias mandaron a la selva a verdaderos escuadrones homicidas, con la
misión de exterminar a sus primitivos pobladores."
Indios: libertad o progreso
Simóes Bucair es un constructor de
Cuiabá, apasionado por las cosas indias. Colaboró a menudo con el ente de protección y
muchas veces se aventuró en regiones inexploradas para acercarse a los indígenas. En la
actualidad prepara una expedición que irá al norte para tratar de pacificar a la tribu
de los cintas largas, o lo que reste de ella. Bucair da su opinión sobre los gravísimos
hechos:
"No fueron muertos todos los cintas largas. La tribu fue ametrallada desde un avión,
hace algunos meses. Muchos murieron, pero una gran cantidad de cintas largas está aún en
ia selva, en los confines de la Amazonia. Allí iré a verlos, para pacificarlos. No es
una tarea fácil: se parte hacia el centro de la zona donde vive la tribu; por el camino
hay que dejar regalos, para atraer a los indios. Estos salen para tomar los regalos y se
los llevan. Se trata de cualquier objeto: vidrio, utensilios varios, comida. Si el indio
sale una vez, volverá con toda seguridad. Cuando se observa que desaparecen los regalos,
se colocan otros, y luego otros, hasta que los indios toman confianza y se dejan ver.
Entonces se trata de entablar amistad con ellos. Después, sólo es cuestión de
paciencia. Hay que acostumbrarlos a nuestras costumbres y a nuestra comida; a que vengan a
los puestos indígenas donde tienen asistencia médica, un misionero y alimento
asegurado."
Le pregunto a Bucair si los indios están conformes por tener que trasladarse a los
puestos.
"¿Qué importancia tiene? -responde- Dejarlos en libertad, además de ser un peligro
para el que va a la selva, es un retroceso en el progreso. Estamos en 1968, y es
increíble que aún existan salvajes en la tierra. Si bien en los puestos se enferman, se
desalientan y muchos mueren, lo mismo morirían si se los dejara en libertad. Son una raza
terminada -agrega-; no tienen nada que ver con el resto del mundo. Lograran sobrevivir
sólo aquellos que se dejen integrar." |