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Desde sus orígenes, el Estado
pakistaní fue un verdadero puzzle sobre el tapete político mundial. Pero ahora amenaza
convertirse en un rompedero de cabeza, ineluctablemente. La sangrienta represión lanzada
por el gobierno central de Islamabad -capital de la región occidental- contra los
bengalíes del Este, obró en las últimas semanas como el mejor de los incentivos para
apurar una secesión previsible. A pesar de la incertidumbre informativa ocasionada por la
censura de los medios de comunicación en el país, nadie duda ya que la guerra civil es
un hecho. Su eclosión, en cualquier caso, corona poco menos que un cuarto de siglo de
desentendimiento entre ambos Pakistanes.
A sus diferencias étnicas -individuos altos y blancos los del Oeste, menudos y
morenos los del Este-, a su compartimentación lingüística, a sus variados hábitats
(cosas, que la fe compartida en Mahoma no logró disimular), se añadía una brecha mucho
más determinante: la división económica. Tal circunstancia permitió mantener el
esquema colonial aplicado a la zona por los ingleses. Así, con mayoría de habitantes
(unos 75 millones), el segmento oriental, 5 veces menor en extensión, continuó ocupando
al 85 por ciento de sus ciudadanos en labores agrarias. Las cosechas de yute, de arroz, de
cana de azúcar, de té, de especias, levantadas por un campesinado misérrimo, víctima
frecuente de cataclismos naturales (monzones, inundaciones, maremotos), siguieron
alimentando a la industria del otro segmento, favorecido por el 75 por ciento de las
inversiones y la asistencia técnica foráneas.
En el caso del yute, particularmente, quedaba al descubierto el mecanismo de la
explotación. Como principal materia prima exportable (70 por ciento de la producción
mundial), esa tiliácea servía a Pakistán occidental para compensar su deuda externa y
obtener nueva maquinaria: la misma cuya manufactura insume el mercado bengalí, que compra
al Oeste el doble de lo que vende, y además se ve obligado a importar cerca de 3 millones
de toneladas anuales de arroz, a fin de proveer al consumo interno, menoscabado por la
comercialización penjabí.
Si a semejante panorama se agrega que el 80 por ciento de las familias orientales
que trabajan la tierra sólo disponen de un promedio de 1,5 hectárea por unidad. Que las
inversiones de capital en la actividad extractiva, procedentes de la región occidental,
resultan insuficientes. Que la percepción arancelaria e impositiva corre por cuenta de la
administración central, bastante descuidada en distribuirla según las necesidades
locales. Que, sobre todo, Bengala del este contribuye al intercambio exterior con un 50
por ciento de las exportaciones, pero apenas percibe un escaso margen de utilidades porque
el resto se destina a financiar el armamentismo, el progreso de fábrica y la
contratación de obras públicas en el Oeste, entonces resulta posible justificar su
aspiración separatista, que prometió nacionalizaciones y una reforma agraria cuando se
concretara la escisión
UN CAUDILLO.
Abanderado de esa esperanza fue el jeque Mujib Ur Rahman (51), un prócer para sus
comprovincianos orientales, que lo consideran padre de la nacionalidad bengalí. Al frente
del poderoso partido Awami, mayoritario en la Asamblea Nacional que iba a inaugurarse en
Dacca -capital de los separatistas- el 25 de marzo, Mujib había anunciado su intención
de ganar la autonomía total para la región. De ese modo, Pakistán oriental, dueño de
su destino y de sus decisiones, mantendría en el futuro vínculos federativos con la
porción occidental, reservándole solamente el manejo de las relaciones exteriores y de
la defensa.
Pero los tiros de la represión, a la que se sumaron tanques y tropas de refuerzo
del Oeste por pedido de Tikka Khan (un duro de duros designado para "pacificar"
la provincia secesionista), pusieron fin a las enunciaciones del caudillo y aumentaron el
reclamo de las multitudes. Miles de muertos, en las primeras semanas de marzo dieron idea
de la obstinación oficial por cortar de raíz el foco disidente. Tikka, llamado el
carnicero de Dacca, parecía haberse desvivido por honrar el apodo. El propio gobierno
central, en la persona de de Yahya Khan, presidente de facto, se inquietó. Sin aflojar la
presión de la ley marcial imperante, trató de mitigar a su subalterno, e hizo saber a
Rahman que concurría a Dacca para entrevistarlo. Después de 6 días de amagos de viaje,
arribó a esa capital el 15 de marzo, sin demostrar demasiada prisa por charlar con el
jeque. En cambio, conferenció con sus delegados castrenses, para ajustar la acción de
las tropas leales, estimadas en unos 70 mil hombres, bien pertrechados y mejor
predispuestos a sofocar los anhelos independentistas de la provincia.
Al fin, en una ciudad inmovilizada por el Awami, inició el 16 las conversaciones
con Rahman, que se prolongaron hasta el 25. Los resultados fueron nulos, aunque entre
tanto, los observadores apostaron siquiera a un mínimo acuerdo. Una conferencia de prensa
informal, el día 22, registró esta frase de Mujib: "Si no hubiera progresos, ¿por
qué habríamos de seguir negociando?". Tales palabras hubiesen aliviado los
pronósticos más negros si no fuera porque, mientras rumiaba sus respuestas, el líder
canturreaba un himno bengalí que dice "Habrá guerra: esta tierra es para los
hombres y no para los monos". Los entendidos desesperaron.
Yahya partió el 25 a su capital. Sólo había conseguido postergar in aeternum la
apertura de la Asamblea Nacional. Junto a él retornaba Zulfikar Alí Bhutto, máximo
dirigente del partido Popular Pakistaní (PPP) del oeste, donde es mayoritario. Presunto
moderador entre Yahya y Rahman, aunque en verdad comisionado por las finanzas, el comercio
y el ejército occidentales, él también se reunió por separado -desde el 21- con el
rebelde, para inducirlo a respetar la integridad del país. Casi perdida su
"colonia" oriental, la metrópolis ensayaba la sensiblería patriotera del caso.
Como al general, Mujib volvió a decir no, firme en su proyecto autonomista.
ORDEN Y DISCIPLINA.
Incidentes protagonizados por una nueva y luctuosa intervención del ejército, virtual
ocupante de Dacca y otras ciudades importantes de Bengala, movieron al Awami a lanzar una
huelga general el 25. Los hechos de marras se produjeron el 24, cuando gran cantidad de
civiles quiso impedir que los uniformados descargaran material bélico llegado al puerto
de Chittagong. El número de muertos y heridos sufrió la variación de costumbre, según
los recuentos, pero cálculos imparciales certifican que la cifra fue considerable. Yahya,
desde su sede, puso fuera de la ley al Awami y a su adalid. '"Su obstinación, su
inflexibilidad, su rechazo absoluto de hablar con buen sentido sólo permiten extraer una
conclusión: ese hombre y lo que representa son los enemigos de Pakistán... Quieren que
Pakistán oriental se separe completamente de Pakistán", vociferó.De paso, sin
recordar que en eso estaba, ordenó al ejército "cumplir con su deber". Ni
lerdos ni perezosos, al grito de "Victoria para Alá" y "Victoria para
Pakistán", los batallones penjabíes se desataron. Bajo la mortífera pirotecnia de
obuses, ametralladoras, granadas y cohetes, los soldados trataban de silenciar un grito
que miles y miles de manifestantes encendían fervorosamente: "¡Joi Bangla!"
(viva Bengala), "¡Independencia!".
La represión se volvió genocidio. Del brazo de la censura y la expulsión de
periodistas extranjeros, impuestas por Tikka, llegó el toque de queda. Durante 24 horas
diarias las patrullas estaban facultadas a disparar contra cualquier persona que no
acatara sus "alto". |
La ausencia de idioma común
entre tropas y locales siguió sumando víctimas.
Para terminar con las dudas y oficializar lo que era una realidad desde principios
de marzo, Mujib leyó el viernes 26, por la clandestina Voz de Bengala Libre, la
declaración de la independencia de la provincia. El acta canonizaba el nacimiento de la
República Popular de Bangla Desh (patria bengalí), y en ella se instaba a la
organización de la resistencia contra el enemigo. "Si ellos (los del Oeste) se
atreven a entrar en su ciudad o en su aldea -exhortó-, tírenles pimienta roja, botellas
de agua mineral y todo lo que les venga a mano." La solicitud cundió inmediatamente.
Ciudadanos armados de palos, piedras y lanzas improvisadas se unieron a los Fusileros
Bengalíes (unos 12 mil milicianos) y a la policía, únicas fuerzas regulares -mal
pertrechadas- que ya se habían fogueado contra las huestes de Yahya en Dacca y el
interior de la flamante nación.
LO QUE VENDRÁ.
De ahí en adelante, la información sobre el desarrollo bélico se controvertió.
Boletines oficiales de Pakistán occidental daban por asegurada la paz en Bengala. Según
voceros del gobierno, las tareas civiles se habían reanudado en calma. Dacca, Chittagong
y otros centros urbanos estaban en sus manos. Las emisoras de la India, retrasmitiendo
despachos de radios rebeldes clandestinas, anunciaban, en cambio, el control progresivo de
la región por parte del Awami y sus improvisados combatientes, y rebatían la afirmación
hecha el 27 en el sentido de que Rahman hubiese caído prisionero. Añadían, además,
algunos datos macabros para el legajo bélico: cantidad de cadáveres flotaban en las
aguas portuarias de Chittagong -un bastión de obreros izquierdistas-, donde se habrían
incendiado importantes instalaciones y destruido el apostadero de la marina de guerra.
Como quiera que fuere, las Fuerzas de Liberación empeñadas en afianzar la emancipación
de Bengala volverán insostenible la ocupación militar decidida por Islamabad. Su
constitución en guerrilla, al estilo Vietcong, se verá favorecido por la zona de
operaciones: un dédalo de vías fluviales y la jungla, no menos procelosa., Por otra
parte, la distancia que debe recorrer el avituallamiento procedente de Pakistán
occidental, sea por avión o por barco, desconcertará a los penjabíes, que no pueden
confiar en la buena voluntad de los ocupados, más bien propensos a exterminarlos. A mayor
abundancia, en el agro -hace exactamente dos años- se probaron tácticas de índole
maoísta. Miserables campesinos hicieron justicia en carne de terratenientes y nababs, sus
opresores de siempre, fundando un modo de proceder peligrosamente contagioso. De todos
modos, si de veras fue arrestado Mujib, quedan como relevo las masas solidarias con su
programa para defender la autodeterminación bengalí. El refuerzo de obreros y
estudiantes, reunidos en un frente espontáneo con el Awami, tal vez radicalice en el
futuro lo que hoy se inicia como reivindicación nacional. En cualquier caso, la patria
recién liberada comienza a deberse a sí misma.
La póstuma voluntad de Gran Bretaña
Cuando el último tommy dejó el
sub-continente, algo cambió con la creación del Pakistán bimembre. Los ingleses no
habían vacilado en escindir la antigua Bengala, joya del imperio, para complacer el ideal
islámico de Jinnah, jefe de la Liga Musulmana. Hasta 1947 aquel Estado era el más
desarrollado de la India. La póstuma voluntad colonial decidió la futura frustración de
sus mitades. Al Oeste quedó Bengala occidental, con industrias paradas porque el otro
fragmento -Pakistán oriental- dejó de proveerle las materias primas necesarias. La
ruptura trajo el desequilibrio financiero para ambas; vías férreas y terrestres se
cortaron. Gracias a la descentralización industrial hecha a sus expensas, la Bengala
india se pauperizó. Una reforma agraria fracasada, la carencia de inversiones, el
millonario desempleo de obreros y de profesionales, predispusieron a esos bengalíes a
probar medios más extremos. Aparecieron los naxalitas, guerrilleros maoístas, que
dirigieron una violenta revuelta campesina en 1967 e impidieron con su prédica que
ningún candidato obtuviera mayoría en la región durante las recientes elecciones
indias. Un poco de esa ultranza revolucionaria se filtró en otros sectores, que
demostraron simpatía hacia los hermanos del Este, y especialmente hacia Mujib. Algunos
observadores creyeron ver detrás del gesto la incubación de similares intenciones
separatistas. En Calcuta, capital de Bengala occidental, metrópolis de la miseria, y en
otras ciudades, muchos se abrieron a la esperanza de la reunificación. Después de 23
años y medio pródigos en injusticias, los bengalíes ya no creen que las diferencias
religiosas basten para separarlos. Los naxalitas del Oeste y los incipientes guerrilleros
del Este, tal vez justifiquen en el porvenir la predicción de Lenin. Este, en 1921,
afirmaba que la revolución mundial pasaría por Shanghai v Calcuta. |