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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

DUDAS EN LA NASA
¿VALE LA PENA IR A LA LUNA?

Panorama
abril 1970

 

 

Mientras los últimos espasmos se disipaban la semana pasada con el elogio que el presidente Richard Nixon dedicó a los astronautas del malhadado Apolo 13, ciento cincuenta expertos de la NASA se reunían en Houston para escuchar a Lovell, Swigert y Haise el relato de los pormenores de sus tribulaciones. Todo el futuro del programa Apolo y, a más largo plazo, la política espacial norteamericana, dependen ahora de las conclusiones a que llegue este cónclave de científicos, técnicos y astronautas. El material de la discusión proviene de la "biblia rosa", como se llama en Houston a la colección de diarios de operación acumulados durante el vuelo por los técnicos del Centro de Lanzamientos Tripulados, más la versión grabada de las conversaciones mantenidas con los astronautas, los datos telemétricos compilados por las computadoras y las fotografías del módulo averiado, obtenidas por los astronautas.
La discusión implicará revolver el dedo en una herida tan antigua como dolorosa: el conflicto entre los partidarios de los vuelos tripulados y los defensores de los vehículos automáticos. Estados Unidos se lanzó, a principios de la década del 60, a una carrera que condujo a una aventura que a mitad de camino parece menos practicable que al comienzo.

EL BALANCE. Los primeros proyectiles espaciales viables fueron desarrollados por Hermann Oberth y Wernher von Braun en una era en la que las computadoras electrónicas no existían aún ni como teoría. Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial los bosquejos de Von Braun para vehículos espaciales incluían tripulaciones numerosas destinadas a manipular complejos sistemas de control y propulsión. Von Braun, antes de convertirse en un consumado esgrimista de la política científica norteamericana, era un ingeniero especializado en sistemas de propulsión e ignoró los problemas del control de sus naves: la combinación de circunstancias resultó fatal. En los cinco años que siguieron al fin de la guerra, rusos y norteamericanos se embarcaron en un esfuerzo destinado a dominar los problemas de los motores cohete. Ambos partieron de la bomba voladora V-2 alemana y ambos recibieron por igual la influencia de Von Braun; rusos y norteamericanos iniciaron sendos proyectos de naves tripuladas que, sin embargo, corrieron cursos diferentes.
La clave de las ideas de Von Braun residía en el concepto de estación espacial, una treta sagaz para superar las limitaciones de la tecnología disponible hasta el tercer cuarto de siglo. Antes de la década del 80 habría sido imposible volar un vehículo capaz de llevar a una tripulación numerosa hasta la Luna. Pero una estación espacial permitiría trasportar un cohete desarmado en varias piezas hasta un punto intermedio del camino, montarlo allí y, con un esfuerzo mínimo, conducirlo hasta la Luna o más lejos aún.
El compromiso asumido por Kennedy en 1961 ("La Luna en 1970") no daba tiempo a desarrollar una tecnología tan compleja, y el primer proyecto norteamericano considerado seriamente fue construir un cohete capaz de descender directamente en la Luna. La idea básica, propiedad de Von Braun, debió ser descartada al poco tiempo, por la misma razón que había inducido a los alemanes a imaginar la estación. El sistema de módulos vino a resolver temporariamente el problema de los vuelos tripulados y terminó de borrar de la mente norteamericana la posibilidad de desarrollar sondas totalmente automáticas.

LA CONFIRMACIÓN. En los días de los primeros vuelos tripulados con las cápsulas soviéticas Vostok y las norteamericanas Mercury, muchos científicos advirtieron que era inútil e irresponsable arriesgar la vida de un hombre (peso muerto como la perra Laika, y los monos y ratas usados por los norteamericanos) en vehículos tan pequeños y frágiles para un mundo tan hostil como el espacio. Las primeras cápsulas Géminis, sin embargo, convencieron a muchos de que el hombre podía sobrevivir largo tiempo en órbita y estaba en condiciones de conducir su propio vehículo. El advenimiento del cohete Saturno 5, capaz de trasportar una carga útil de más de 30 toneladas, terminó por convencer a los más escépticos.
El 27 de enero de 1967, sin embargo, Virgil Grissom, Edward White y Roger Chaffe murieron carbonizados durante un ensayo de lanzamiento de una cápsula Apolo, en una torre de Cabo Kennedy: el oxígeno puro que respiraban se incendió y los consumió en segundos. El incidente reavivó la polémica y provocó dudas acerca de los métodos que empleaba la NASA para cumplir la misión que le encomendara Kennedy. Muchos se preguntaban si el organismo oficial se había preocupado lo suficiente por la seguridad de los astronautas, pero otra vez un lanzamiento exitoso, el de Apolo 7, el 11 de octubre de 1968, aplacó las iras de los disidentes.
A esa altura comenzó a hacerse sentir en la economía norteamericana la influencia de la guerra de Vietnam, y la primera víctima de las reducciones presupuestarias fue la lujosa NASA, que requería anualmente más de un billón de pesos viejos argentinos. Richard Lewis, director del influyente Atomic Science Bulletin escribió entonces, enardecido por los gastos espaciales: "¿Vale la pena -se preguntaba- gastar 20.000 millones de dólares, o aún más, en llegar a la Luna, cuando este dinero hace falta aquí en la Tierra para librar la batalla contra la pobreza, contra el resentimiento, para mejorar las condiciones de vida en las ciudades?"

GANANCIA MARGINAL Los técnicos de la NASA argüían en respuesta que el esfuerzo espacial redituaba permanentes beneficios a los norteamericanos, dando trabajo a centenares de miles de obreros, permitiendo la plena ocupación de los científicos y desbordando la Tierra de novedades tecnológicas aplicables a la vida diaria. Bertrand Russell rebatió este argumento diciendo que Estados Unidos podría haber logrado los mismos fines dedicándose a obtenerlos directamente, y con la diferencia podría haber empujado el desarrollo tecnológico del resto del mundo.
La polémica sobre vuelos tripulados y naves automáticas llegó entonces a su punto culminante. Para los técnicos de la NASA, ninguna máquina podía reemplazar a los ojos, las manos y el cerebro del hombre en el espacio. "No es verdad", replicaba el físico Ralph Lapp, el hombre quizá más preparado para discutir a los funcionarios de la NASA. "Hasta ahora las máquinas han traído más información a la Tierra de la que podrían haber intentado los hombres. Cuando el hombre se encuentra en el espacio deja de ser un experimentador para convertirse en objeto de una experiencia.

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La NASA quiere enviar hombres y no máquinas a la Luna, porque está comprometida en una carrera de prestigio. El hombre en el espacio es antieconómico: tiene un cerebro que equivale a la mejor computadora y pesa sólo un kilo y medio pero también arrastra un cuerpo pesado e incómodo que es necesario alimentar, dar de beber y hacer respirar. El hombre es la razón por la cual el programa Apolo resulta tan caro."

LOS ROBOTS. Según Lapp, calcular el precio de un hombre en el espacio es simple: basta sumar el gasto del entrenamiento y el costo de los complejos vehículos tripulados. Además, hay que contar que son necesarios cohetes mucho más grandes, que devoran toneladas de combustibles, y bases de control terrestres más complicadas. Veinticinco mil millones de dólares (el costo total del proyecto Apolo) dividido por 12 (el número de misiones previstas) produce un gasto de más de dos mil millones por cada vuelo. Si Apolo 13 hubiera sido postergado, la dilación habría costado 500 millones de dólares. Si en lugar de hombres, Apolo 13 hubiera trasportado robots, el costo habría sido infinitamente menor y los peligros de fracaso se habrían reducido enormemente. Gracias a la miniaturización de los circuitos, en lugar de uno para cada función, se instalan cuatro o cinco en paralelo: si uno falla, los demás lo reemplazan automáticamente.
La NASA advierte, claro, que un vehículo automático no habría podido traer de vuelta muestras del suelo lunar como lo hicieron los astronautas. Lapp responde: "Admitamos que la primera caja de polvo lunar resultó útil para la ciencia, ¿pero cuánto costaron la segunda? ¿y la tercera?" Las críticas se extienden a la seguridad de los astronautas. Apremiada por el tiempo y la falta de recursos no tuvo más remedio que llegar a algunos compromisos. No está en condiciones, por ejemplo, de lanzar una misión de salvamento en caso de que ocurra algún accidente en la Luna o en las tinieblas del espacio. Muchos circuitos están provistos de redundancias para sustituirlos si se descomponen, pero ni los motores, ni los tanques de combustible ni las fuentes de energía eléctrica están duplicadas, y la falta de cualquiera de estos elementos puede provocar un desastre.

DEL OTRO LADO. La política espacial soviética es bastante menos pública que la norteamericana, pero no tanto como para que sus líneas principales resulten un secreto insondable. En diciembre de 1969 y tras el largo silencio que siguió al fracaso del proyecto lunar soviético, Boris N. Petrov, miembro del presidium de la Academia de Ciencias de la URSS, reconstruyó la estrategia rusa para el espacio: "En los próximos años, las estaciones automáticas serán prácticamente los únicos instrumentos que se utilizarán en la investigación del espacio profundo: el objetivo estratégico prioritario son los planetas". Con menos recursos y también con menos compromisos públicos, los científicos rusos optan por una política conservadora en materia espacial.
En realidad, la astronáutica rusa se apartó en 1950 de la línea marcada por las ideas alemanas: el cohete más potente que se exhibe en la base de lanzamientos de Baikonur posee la mitad de potencia que el Saturno 5, pero el cosmodromo puede despachar hasta tres cohetes casi simultáneamente. Las cápsulas Soyuz son aproximadamente del mismo tamaño que las Apolo, pero están diseñadas para acoplarse en el espacio formando un convoy de tres o cuatro unidades.
Para los científicos de la NASA, las experiencias soviéticas no pueden competir con los éxitos de los Estados Unidos. Los rusos confían en ellas, sin embargo, como un paso en un programa a largo plazo, en el que es más importante obtener resultados positivos que correr contra el reloj y, en cambio, si el proyecto Apolo fracasa drásticamente, la estrategia norteamericana quedará sin futuro. El brillante pasado de la conquista de la Luna perderá importancia, seguramente, cuando lleguen las primeras novedades sobre la exploración directa de los planetas.

 

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