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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

A propósito de
"EL EXORCISTA"
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Redacción
1974

 

 

El tremendo film que aterrorizó a millones de norteamericanos replantea el viejo enigma de las diferencias entre la posesión demoníaca y las crisis de histeria: espectacular polémica a nivel científico y teológico.
La lucha entre el bien y el mal ha sido siempre un tema que apasionó tanto a los especialistas como a los neófitos, ya fuera desde el punto de visto teológico, filosófico o científico. El bien y el mal, Dios y el Diablo desde el principio de los tiempos se disputan la posesión del ser humano en una lucha que parece no decidirse nunca y que irremisiblemente deberá continuar hasta la consumación de los siglos.
Esa podría ser la filosofía de El exorcista, la película que dirigió Williams Friedkin sobre la adaptación de la novela homónima de Blatty. Durante su proyección en Nueva York —varios meses— se produjo una serie de descalabros psíquicos entre los espectadores, quienes atrapados por las imágenes del film desataron su tensión mediante vómitos, descomposturas y otras manifestaciones de histerismo. Los más serenos reflexionaron sobre la posibilidad de la posesión diabólica, sin descartar que todo el asunto bien podría ser una exudación terrorífica de una mente afiebrada. El público se dividió y el impacto se hizo visible. Prueba de ello fue la espectacular polémica a través de las cartas que transcribimos de dos universitarios neoyorquinos, publicadas por The Saturday Review World, y que demuestran hasta dónde caló el tema de la posesión. Claro que una cosa es preguntarse si esa posesión es posible y otra constatarla, ya que algunas anomalías psíquicas revelan una curiosa vecindad con lo diabólico.
Hace ya varias décadas, Sigmund Freud teorizaba con respecto a que las ancestrales creencias en brujerías, demonios y ángeles no han podido ser desgajadas del ser humano. Para Freud esas creencias se hicieron clandestinas, se mimetizaron o fueron reprimidas en el inconsciente a medida que en un plano racional se las eliminaba.
No deja de ser una teoría seductora, aunque también peligrosa, para explicar algunos hechos de los cuales se ha podido dar respuestas ciertas. Pese a todo, un inmaculado espíritu de santidad y un manto de maldad demoníaca persisten como borra en cada ser viviente que podrían explicar, desde otro punto de vista, la vigencia de los psicópatas, de los neuróticos y de toda esa corte de milagros que constituyen las alteraciones de la mente.

Angeles con cara sucia

La existencia del bien y del mal se verifica en todas las religiones de la Tierra, aunque si el bien (Dios) es siempre idéntico en todas, no lo es el mal (Diablo).
Para el cristianismo, los demonios son ángeles que desobedecieron y se rebelaron contra Dios — su creador—, por lo que fueron castigados. Es decir, el demonio no es un ser que se creó a su imagen y semejanza sino una astilla de la misma materia divina. El término demonio deriva del griego daimon, "el que todo lo sabe", término redefinido por los teólogos como "el ángel malo".
El demonio fue estudiado en el Concilio de Braga —en el año 561— y en uno de sus cánones prescribió: "Si alguien dijere que el Diablo no ha sido primero ángel bueno hecho por Dios, sino que salió de las tinieblas sin tener autor alguno, sea anatema", criterio que compartieron después los concilios de Letrán en 1251 (el IV) y el Vaticano de 1869.
San Pedro en su epistolario, San Lucas y San Mateo en sus respectivos evangelios trataron sobre el tema del castigo y de la condenación de la casta diabólica. Según los exegetas, de entre ellos Lucifer —que pertenecía a la jerarquía de los serafines, o sea el máximo grado entre los ángeles, y era a su vez el preferido del Señor— fue el más arisco de los rebeldes y el que, finalmente derrotado, encabezó el descenso a los infiernos. Había sido el más hermoso ejemplar de entre sus iguales.
La caída de estas criaturas es confusa y se pierde en el manipuleo de las conjeturas. Nadie ha podido desmadejar, sin enredarse, los sucesos que se encadenaron hasta el castigo definitivo, que es eterno, como refiere San Mateo. Tampoco es posible saber cuándo sucedió y también hay discrepancia con respecto al motivo que determinó sumirse en el pecado. Algunos presumen que todo comenzó con la concupiscencia, otros que el detonante fue la soberbia. La primera tesis fue sustentada por Atenágoras y por Clemente de Alejandría, pero en parte rechazada por los padres de la Iglesia. La soberbia tiene más asidero sobre todo por las referencias concretas de los libros sagrados. El objeto que movió a Lucifer y a los otros conjurados para cometer esos pecados tienen diferente interpretación, aunque cualquiera que fuera ésta ambos son punibles en los territorios celestes. Tampoco se sabe cuántos fueron los desobedientes, aunque se dice que fueron muchos, lo suficiente como para poblar el infierno.

Pruebas y contrapruebas

El castigo impuesto a los rebeldes fue, principalmente, la pérdida de la bienaventuranza, es decir la contemplación eterna de Dios, y la adscripción definitiva al fuego del infierno, pero conservaron por licencia divina la inteligencia y la movilidad. Esta es la que les permite fugarse de las llamas hacia la tierra e injertarse en el cuerpo de un ser humano.
Cuando esto sucede, ¿cómo se diferencia un estado de posesión demoníaca de una histeria aguda como la que comprobara Janet en la Salpétriére, a fines del siglo pasado? De lo primero hay episodios asombrosos, como el caso de los hermanos Teobaldo y José Buner, los posesos de Illfurt en 1864, o de la joven de Cassina Amata en 1953; de las histerias hay casos asombrosos también pero que no pasaron el umbral de lo clínico.
Con respecto al diagnóstico y verificación de una posesión demoníaca la principal interesada, la Iglesia, es sumamente rigurosa y precavida. Su vademécum es el Ritual Romano —modificado en 1952 a raíz de algunas falsas interpretaciones— que establece como signo de posesión: "Hablar con varias expresiones una lengua no conocida, o entender a quien habla; descubrir cosas lejanas o escondidas; mostrar fuerzas superiores a la edad y condición de la persona, y otros fenómenos".
La Iglesia también es sumamente cuidadosa en ungir a un exorcista para conjurar al Demonio. Su fuerza interior, su flujo carismático sobre el poseso y la calidad de su fe deben ser de un poder singular para saber enfrentarse con éxito a los seres de sustancia espiritual como los ángeles —según el Concilio de Letrán— y sobre todo con los ángeles caídos. Las armas con que cuenta son arcaicas: agua bendita, un crucifijo, el nombre de Cristo o algún objeto sagrado, pero que tienen una eficacia de bomba nuclear sobre el Diablo.
A lo largo de su existencia Lucifer no ha conocido únicamente el castigo o el desprecio. Tuvo sus defensores o por lo menos hubo quienes —dentro del área cristiana— intentaron un revisionismo sobre su origen, caída y destino, sin contar, por otra parte, que puede jactarse de ser un guía preferido para una numerosa feligresía que lo adora y hasta lo eleva a la categoría de su creador.
Desde el punto de vista teológico, siglos atrás, los maniqueos y priscilianistas porfiaron que su principio era independiente del de Dios y el autor exclusivo del mal, no un simple intermediario. Mucho más lejos fueron los origenistas, como Walterio Lothardo —de la secta de los Fratricelli— en el siglo XIV, que postulaban una restitución de Lucifer y de los demonios a la bienaventuranza por haber sido injustamente expulsados del cielo.
Su historiografía también es rica. Los cronistas del Demonio han producido una obra que tiene en su catálogo El Libro de Adán, el Libro de Henoch, el Libro de los Jubileos, La Ascensión de Isaías y el Testamento de los Doce Patriarcas. Muchos son apócrifos, otros simples imaginerías.
Pese a todo, el bien y el mal se siguen dando encontronazos. Hay quienes como Voltaire creen que esa lucha es un plagio de la mitología persa, pero pese a él, los hechos —dejando de lado la mitología— pueden constatarse aunque no sea en el extremo de la posesión. En ese terreno, nuevamente el bien y el mal (Dios y el Diablo) se confunden, se igualan y se necesitan. Pero eso ya es tema para otra nota.

EL DOCTOR GREENSON CONTRA EL FILM

El Exorcista es una amenaza, el film de largometraje más chocante que he visto. Jamás antes he sido testigo de una combinación tan flagrante de perversidad sexual, violencia brutal y ofensa religiosa. Además, el filme degrada la profesión médica y la psiquiatría. Durante la exhibición que presencié, el público durante todo el tiempo se rió convulsivamente, habló y profirió alaridos. Se la podría definir: aunque no ha sido clasificada para mayores, es tan pornográfico que hace parecer a "Ultimo tango en París" como un vals de Strauss.
El exorcista se supone que está basada en una instancia real de la posesión en la vida moderna, pero dudo de ello. Como la mayoría de los psiquiatras he visto pacientes con uno u otro de los síntomas que ponen los pelos de punta y que sufre Regan, pero jamás encontré u oí que un paciente se erizara con todos los mórbidos y caprichosos síntomas que exhibe la niña en la película. Estoy convencido de que El exorcista fue concebido para llamar la atención de una amplia audiencia, para atraer y asustar el razonamiento de gente desorientada y turbada, apelando a sus impulsos "voyeurísticos", su sadismo y su masoquismo. También trata de provocar una agradable comezón a estos infortunados, haciendo que sus temores y pánicos se conviertan en algo sexualmente excitante. Aquellos de entre la audiencia que no tiemblan y tiritan pueden muy bien estar experimentando una reacción antifobia, una especie de orgullo, sacando pecho por su habilidad para absorber todo este material chocante sin pestañear ni movérsele un pelo. Los misóginos a su vez aplaudirán ciertamente la degradación sin escrúpulos de la sexualidad femenina.
¿Estoy acaso presentando el caso en forma muy fuerte? Pienso que no. Consideremos el argumento. Regan es una saludable chica de doce años, muy alegre. Es la única hija de una actriz divorciada y que durante el sueño desarrolla una caprichosa sintomatología (síntomas ajenos a su carácter cuando está despierta). Extraños sonidos provenientes de golpes llenan su dormitorio, su cama se levanta en el aire y ella grita blasfemias y profanaciones con una grave voz masculina. A medida que la enfermedad progresa, Regan desarrolla cerúleos y groseros rasgos faciales masculinos, una lengua cubierta de vello negro y una fuerza física tan prodigiosa que debe ser amarrada a la cama. Todas las tentativas médicas y psiquiátricas de diagnosticar y tratar la enfermedad fracasan lastimosamente y la madre, frenética, finalmente persuade a un sacerdote con experiencia psiquiátrica de llamar a un viejo sacerdote con experiencia en la realización de exorcismos.
Ahora bien, todas estas improbables hipertiróidicas secuelas son dinamita en la boletería, pero también he sabido que el efecto del film es devastador para cierta gente. Hace algunos meses recibí una llamada telefónica de una trabajadora social, joven. Inteligente y estable emocionalmente. Se encontraba en un estado de extremo pánico y me rogó que la viera inmediatamente. La vi en mi casa, donde me dijo temblando de miedo que su esposo la había persuadido para que viera El exorcista la noche anterior. Casi inmediatamente de abandonar el cine, había experimentado el regreso de sensaciones de intenso miedo y fobias que ella en forma ofuscada podía recordar de su tierna infancia. Tenía miedo de hallarse sola en una habitación, aunque su esposo se encontrara en otra parte de la casa; miedo de estar en la oscuridad, miedo de salir de la casa. Fue fácil para mí demostrarle que la película había revitalizado sus miedos al castigo de Dios, por medio del Diablo, con el que sus padres la habían amenazado en su edad infantil.
Una semana más tarde, recibí otra llamada de emergencia, proveniente esta vez de un joven y brillante profesor universitario, quien vino a verme "con el fin de expulsar los diablos de su interior". Me eligió porque tenía la sensación de que yo no podría ser muerto por sus "diablos". Lo tuve que ver tres veces en un día para que pudiera desvariar, actuar extravagantemente, llorar, patear, dar puñetazos hasta que quedara exhausto. Al final de la tercera visita, cuando estaba relativamente coherente, me dijo que desde hace tiempo tenía la sensación de estar poseído por un núcleo psicótico y maligno y que El exorcista lo convenció que este núcleo era el mismo Diablo.
Naturalmente, estos casos de emergencia relatados en detalle despertaron en mí campañas de alarma. Preguntando entre mis colegas —hombres de impecable buena fe— encontré que todos ellos habían tratado pacientes quienes habían sufrido alteraciones de tipo fantástico u otro tipo de episodios psicóticos luego de ver El exorcista. Posteriores investigaciones me permitieron llegar a la conclusión de qué clase de reacciones agudas neuróticas y psicóticas se habían producido en todo el país.

EL EXORCISTA EN BUENOS AIRES

No por carecer de desmayos, actos de histerismo y descomposturas de todo tipo en los espectadores, la exhibición de El exorcista en Buenos Aires, resultó menos taquillera. El objetivo comercial sin duda fue logrado. Apoyada en una intensa campaña promocional previa, donde se detallaban con minucia las reacciones del público en diversas partes del mundo —especialmente en los Estados Unidos—, predispuso más a presenciar un espectáculo de terror que un film donde la fe resulta su principal protagonista.
Este enfoque condicionado distorsionó la óptica del espectador, que pareció conformarse con hojear un compendio de efectos truculentos, dejando de lado el quid de la historia: la existencia de la posesión demoníaca y su posibilidad de neutralizarla, ya sea por medio del exorcismo cuando está consumada, o por la fe como salvoconducto para que ello no ocurra.
En líneas generales y en base a una encuesta realizada por Redacción, el grueso de las opiniones se limitó, exclusivamente, a la calidad de los trucos, la actuación de la pequeña protagonista o la labor exitosa del director. Casi nadie salió cuestionando la existencia del Demonio y sus poderes sobrehumanos. Aun muchos que manifestaron su condición de cristianos.
Tanto durante la proyección como al salir de la sala, las expresiones de nerviosismo fueron sumamente visibles, pese a los esfuerzos por camuflar tras una apariencia escéptica —tan cara a los porteños— cualquier atisbo de duda. Incertidumbre que, de aceptarse, implicaría admitir la realidad del argumento. Tal vez porque, en el fondo, todos piensan en la posibilidad de que El exorcista antes que una lograda obra de ficción bien pueda ser un urticante film testimonial.
[J.L.A.]

 

¿Qué es la posesión demoníaca? ¿Por qué una película de ficción sobre el tema hace que adultos de ambos sexos tiemblen y tiriten? El Diablo y Dios, dice Freud. son ambos derivados del padre. Dios, tal como es percibido por los niños, es la figura exaltada del padre. La gente religiosa llama a Dios "nuestro padre", y se llaman a sí mismos "Sus hijos...". La imagen primigenia del padre sobrevive en toda la humanidad. Es ambivalente: contiene simultáneamente amor y odio, con un deseo de complacer y sometimiento junto con desprecio y desafío. Alguna parte de ello puede ser consciente, pero en la mayoría de la gente racional es predominantemente reprimido e inconsciente. En consecuencia, el bienamado padre es Dios, y Satán es creado por los impulsos de odio que el chico siente hacia el padre terrible, punitivo y encolerizado. El padre es por lo tanto el prototipo de ambos, Dios y el Diablo. La religión enseña que Dios creó al hombre según su imagen. El psicoanálisis, por otra parte, enseña que el niño crea a Dios a partir de las primitivas percepciones de su padre y proyecta sus propios sentimientos e impulsos sobre su ambivalente amado Dios. Esta relación padre-Dios-Diablo es entonces la reminiscencia contra la cual es razonable imputar el sentido de pánico e histeria inducido por El exorcista, y puede comprender la más amplia y aún más aterrorizante tendencia común hacia la superstición y el temor irracional.
¿Qué podemos hacer contra los peligros de la demonología en nuestros tiempos? Hay pocas e inadecuadas respuestas. Sobre todo no debemos absolver a la gente de la responsabilidad que le cabe por sus acciones. Si alguien mata o roba o hace un daño, no interesa cuál pudiera ser la explicación psicológica: es algo malo y requiere castigo de alguna clase. En los Estados Unidos podemos culpar a Watergate o a la bomba atómica por nuestras fallas morales, pero estas consideraciones externas, por horrendas que sean, no son excusa para nuestra propia inmoralidad o autoconcentrada avaricia.
De existir demonios fuera de nosotros, no pueden ser usados para explicar y justificar nuestras faltas. Debemos darnos cuenta que la falla está en relación con nuestro propio e interno demonio: nuestra pasión por el dinero y riquezas; nuestra frenética búsqueda de soluciones fáciles, instantes de felicidad plena o de olvido, que se asemejan a la paz del alma y de la mente.
Lo que todo esto significa en términos prácticos es que debemos poner un límite a la permisividad y a la explicación "social" de nuestra inconducta. Además, debemos asumir alguna responsabilidad por el horror de nuestro mundo actual, desde Bangladesh, Vietnam o la hambruna en la India. Tenemos que aceptar el hecho de que somos parte de una hermandad de seres humanos, nos guste o no nos guste. Podemos y debemos dar más ayuda a nuestro prójimo. De otra manera, no sólo nos convertiremos en una sociedad enferma, sino en algo peor: en una sociedad moralmente corrupta.
Es contra este telón de fondo que El exorcista aparece como una amenaza para la salud mental de la comunidad. Debería ser calificada restrictivamente. (He visto a padres con niños de cuatro a cinco años en el cine). En los tiempos que corren, en que el presidente norteamericano se preocupa más por el teniente Calley que por los estudiantes asesinados en Kent State, cuando hacemos una paz deshonrosa en Vietnam y tenemos un Watergate. El exorcista derrama ácido puro en nuestra ya corroída escala de valores e ideales. El día en que todos tengan más confianza en el Gobierno, en sus amigos y en sí mismos, el film El exorcista será un chiste malo. Hoy es un peligro.
RALPH R. GREENSON

LA RESPUESTA AL DOCTOR GREENSON

El exorcista, durante su fenomenal y exitosa exhibición ha sido vista ya por alrededor de quince millones de norteamericanos, antes que sea puesta en televisión donde seguramente contará con setenta u ochenta millones de espectadores. Las diatribas del doctor Greenson y sus prevenciones llegan demasiado tarde. El daño, si existe, ya ha sido hecho y continuará.
Al comienzo de su exhibición hubo informes de gente que se desvanecía o vomitaba en los cines Junto con reacciones histéricas que llamaron la atención a sacerdotes y psiquiatras, quienes rápidamente informaron a los medios de difusión de casos de la así llamada "posesión demoníaca". Curiosamente, las reacciones comentadas se hicieron más raras a medida que la popularidad de la película se amplió.
El doctor Greenson quizá fue demasiado tarde a ver la película, pues menciona que la audiencia pateaba, gritaba y daba inclusive alaridos. Esto también sucedió con otra cantidad de films. Por ejemplo cuando vi "French Connection" (Terror a medianoche), la primera vez la audiencia estaba muy quieta y atenta. Cuando la vi nuevamente en un cine en las cercanías de Manhattan hubo una gran cantidad de gritos de apoyo a los perseguidos por la policía.
Existe una cantidad de factores a considerar y que los más pacíficos entre nosotros puede estimar como una reacción excesiva en relación con algo que en forma de ficción tiene lugar en la pantalla. Esto puede tener que ver con algo que sucede en el cuerpo político (aunque dudo que alguien esté respondiendo a El exorcista a causa de Watergate, como lo indica el doctor Greenson), pero sí temo que va a ser necesaria una donación de la Fundación Ford y un equipo de investigadores para llegar a una conclusión racional. Una de las reacciones excesivas es ciertamente, la del doctor Greenson, quien se basa en una pareja de casos de histerismo como motivo para un ataque nacional de endemoniados.
Entre mis conocidos cuento con un grupo de respetados psiquiatras y psicoanalistas, y preguntándoles he llegado a comprobar que ninguno tiene pacientes que hayan sido perturbados por El exorcista. Uno de ellos mencionó que un paciente vio el film y sintió náuseas. La Warner Bros, productora de la película, tiene una política de honestidad con los medios de difusión sobre el efecto del film en el público. Sí, hubo algunos casos de náuseas en los cines durante las primeras semanas de exhibición. Uno de los funcionarlos de publicidad de la empresa me confió que durante la primera prefunción en Hollywood, no menos de tres damas se desmayaron. Este tipo de cosas el publicitario lo sabe: significa gran atracción para la taquilla.
Pero ninguno de los de la compañía Warner conoce la existencia de una investigación que muestre qué cantidad de gente ha vomitado y se ha desmayado, según lo manifiesta el doctor Greenson.
Los cines que fueron elegidos para exhibir primero el film, son los conocidos como "cines prestigiosos" y ellos atrajeron un relativo y educado patronato. Luego el film se encontró con gente joven.
Fue exhibido en áreas donde el público está integrado por gente obrera o residente en los "ghettos". Con esta composición del público asistente cambia también la gran línea sectorial de la gente que va al cine (algunos lo hacen raramente), y en consecuencia el público tiende a ser menos educado. El propietario del cine París estaba feliz de ver las largas colas que se extendían hasta dar la vuelta manzana para ver El exorcista, pero no estaba tan contento con lo que sucedía adentro. "Están destruyendo la sala", se quejaba. Pero cuando pasa una película sensiblera extranjera en este pequeño cine, situado al lado del Plaza Hotel, las colas son más cortas, el cine no queda lleno de colillas y papeles de caramelos y hay menos daños en los asientos.
La cosa es que el film se convirtió en una sensación y una atracción. Todo lo más sugestivo oído acerca de los desmayos y el vómito (mucho de ello difundido por espectáculos televisivos) fue prontamente vomitado y desvanecido. Cualesquiera sean los excesos del film en sí mismo, son suaves ingredientes comparados con algunos de los latigazos de horror y violencia que son moneda corriente en millares de nuestros cines. Además, millones de personas ya han leído El exorcista en sus versiones encuadernadas y rústicas; están bien preparadas para ver lo que ocurre en la pantalla. No hay demasiado peligro para ellos, pues obtienen lo que ya esperaban.
Pero el doctor Greenson formula el cargo de que la vista es pornográfica. Aparentemente no se molestó en realizar una simple investigación para determinar qué significa pornografía en el diccionario. Pocos de los que tienen mentalidad de censor lo hacen, según lo he comprobado. Mi diccionario define como pornografía lo siguiente: "1) originariamente, una descripción de las prostitutas y su comercio; 2) escritos, figuras, etcétera, que procura estimular el deseo sexual". No vi prostitutas en el film y no conozco a nadie que haya sentido estímulo sexual viendo esta película.
Sin embargo, si se observa cuidadosamente, se puede inferir que la pobre pequeña Regan se entrega a una sangrienta masturbación con un crucifijo. La misma escena estaba en el libro, algunos lectores sabían lo que estaba pasando, y otros millones de espectadores lo sabían ya antes de ver la película. El film por otra parte fue hecho con el asesoramiento, consejo y cooperación de algunos miembros de la Compañía de Jesús, y muy poca objeción a esa escena provino de ese sector. La Oficina Católica del Cine calificó la película A-4 lo que significa "apta para adultos con reservas".
La Oficina no especificó las reservas y esa calificación probablemente contribuyó a la falta de "X" para la vista ("X" significa: no apta para menores). Si los católicos, que están fuertemente inclinados a censurar películas con implicaciones eróticas, no vieron eroticismo en el film, entonces no debe haber mucho de ello en esta película. ¿Pero por qué sangre en el crucifijo? Bien, Willlam Friedkin, el director, un maniático del detalle, parte del punto de vista de que Regan debe ser virgen. Ergo, la sangre. Quizás debería haber omitido el símbolo.
Pero donde el doctor Greenson se equivoca gravemente es cuando considera el film como la historia de una niña que desarrolla síntomas equívocos, como una enfermedad. De ninguna manera. Es una historia que se refiere al Diablo, al Demonio, de orígenes precristianos (el prólogo en Iraq, no fue puesto para darle color local), el que usa a una criatura amorosa para su tarea malevolente. No se trata de una criatura neurótica o psicópata. No es un caso para ser sometido a un tratamiento. Ese es el núcleo del asunto y fue groseramente pasado por alto por el doctor Greenson.
Guste o no guste, el film fue diabólicamente bien hecho. Es verdad, nadie consultó a Freud. Pero un buen número de especialistas fueron consultados, con el fin de hacer la fantástica historia algo creíble, destinada a envolver al público en lo posible. En eso los responsables de la película obviamente casi lo consiguieron. Hicieron un detonante. Pero a nadie se lo esposa y se lo lleva al cine a verla. Hay autodecisión. Tengo algunos amigos, unos pocos casos dispersos, que creo que fueron dañados, no ayudados por el tratamiento psiquiátrico. Pero por todo lo que oigo, ¿debo andar gritando que los psiquiatras son peligrosos?
HOLLIS ALPEHT

 

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