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Una cosa es cierta en Stravinsky, y
es su personalidad proteica, única en la historia de la música. Como Picasso, ha buscado
renovarse incesantemente. Un mundo de distancia separa sus obras llamadas del período
ruso (El pájaro de fuego, Petroushka, La consagración de la primavera, Las bodas), de
aquellas de la breve etapa de primera posguerra (Renard, La historia del soldado,
Rag-time). Un verdadero abismo se abre entre las composiciones de sus treinta años de
neoclasicismo y las de ese serialismo que se inicia en 1953 con el Septuor y se prolonga
casi hasta su muerte.
Sin embargo, otra cosa hay muy cierta, y es que esa supuesta versatilidad sólo se
da en el terreno de las técnicas empleadas. Del modalismo a la organización serial no ha
quedado un sólo procedimiento de composición que el músico no haya explorado hasta sus
últimas consecuencias. Es el lenguaje, el modo de decir lo que modifica. En cambio, hay
un pensamiento inmutable que vertebra su producción. Y ahí sí Stravinsky es uno sólo.
La preocupación exclusiva de su vida de creador fue la de devolver al lenguaje sonoro a
sus intrínsecas posibilidades musicales, liberándolas de la carga de literatura y
trascendentalismo con que a su juicio la había desvirtuado el Romanticismo del siglo XIX.
Su propósito evidente y confesado fue el reencuentro con la música pura, una música que
exige ser juzgada sólo en relación con las leyes de composición y al margen de toda
otra consideración subjetiva.
EL RESCATE DE LA MÚSICA.
Lo que para Stravinsky había extraviado a la música romántica era el haberla usado para
una exteriorización del ego, pretexto que para él ocupa el lugar de componer música, es
decir ordenar según leyes precisas una materia concreta. En el fondo de su actitud
antirromántica, estaba el propósito de crear un arte capaz de provocar una reacción
emotiva, pero nunca expresarla, cosa que para él debió ser un despropósito.
Siendo esa su finalidad esencial, no parece extraño que haya mudado con tan
aparente facilidad de procedimientos técnicos, sobre todo cuando en su audacia ilimitada
llegaba a agotarlos. Cuando en 1953 el mundo se asombró con sus coqueteos ante el
serialismo de filiación vienesa (particularmente el serialismo de Anton von Webern), tal
vez no se haya advertido en ese momento que el nuevo método de composición le permitía,
tanto como antes el lenguaje neoclásico, devolver al sonido su valor intrínseco, libre
de simbolismo y exento de posibilidades extramusicales.
De la misma manera, pudo parecer contradictorio el hecho de que sus más resonantes
triunfos estuvieran ligados al ballet. Sin embargo, una pequeña obra de 1917 habría de
convertirse en la llave maestra para comprender toda la estética stravinskyana. En
Renard, la acción está dada por bufones, bailarines, acróbatas o títeres, mientras los
cantantes se encuentran distribuidos entre los músicos del reducido conjunto
instrumental. Por ese camino, la escena y el foso presentan dos espacios netamente
delimitados, el de la música y el de la acción mimada. Ninguna de las dos somete a la
otra, corren independientemente. Y no otra cosa sucede con El pájaro de fuego, Petrushka,
La consagración, Las bodas o Pulcinella. De ahí que su música para ballet haya hecho
carrera en el concierto sinfónico, desde el momento que se rige por sus propias leyes de
lógica musical y nada pierde sin la acción danzante para la cual nacieron.
Y si alguna obra escapó a aquella idea primera, Stravinsky sabía disculparse con
su natural ingenio. Cuando su colaborador Robert Craft le preguntó hace pocos años cuál
era su impresión actual acerca del empleo de la música como acompañamiento del recitado
(el caso de Persephone), el músico respondió: "No me lo pregunte. Los pecados no
pueden anularse; sólo es posible perdonarlos".
De esa incapacidad de perdón surge la mayor parte de los ataques a su estética.
Desde la torpeza y estupidez de Antoine Goléa (Esthétiue de la musique contemporaine,
París, 1954), hasta la sagacidad filosófica de Theodor Adorno '(Phüosophie der Neuen
Musik, Francfurt, 1958), el hombre, su obra y su pensamiento han sido desmenuzados hasta
la impudicia. Pero en última instancia, los tres vértices de la polémica
(compositor-detractores-apologistas) sólo confirman la palpitante vitalidad de su arte.
LAS FECHAS Y LA
ETERNIDAD. Igor Stravinsky (88) ha muerto el martes 6, en su departamento
neoyorquino de la Quinta Avenida. Había nacido en Oranienbaum (cerca de San Petersburgo,
actual Leningrado) en junio de 1882, hijo de un cantante de la Opera Imperial. A los 20
años de edad tiene su primer contacto con Rimsky-Korsakov, su maestro. Según sus
memorias, "casi todos los días de 1903, 1904 y 1905, estuve en su casa... fue un
profesor excepcional". Al finalizar casi la primera década del siglo, Stravinsky es
descubierto desde Francia por Sergio Diaghilev, el hombre que por encima de toda política
consigue aliar el zarismo ruso con la democracia francesa; el empresario que atisba como
nadie a todo gran compositor en germen; el aficionado de asombroso talento que se resume
estéticamente en una sola palabra: modernismo.
Con Diaghilev, Stravinsky desquicia a París, centro neurálgico del modernismo
europeo, ya en 1910 con El pájaro de fuego. Es el año de "L'enterrement" de
Chagall, de "La mandoliniste" de Picasso y de las primeras obras abstractas de
Kandinsky. Inmediatamente, siempre con el cheque en blanco que le derrocha Diaghilev,
llegan Petrushka y La consagración de la primavera, la obra con la cual el músico, de
sólo treinta años, se siente proclamado genio.
En 1914, Stravinsky se establece en Suiza. Con la guerra, tiemblan las finanzas de
Diaghilev y el músico debe buscar otras salidas. Entonces se limita; dispone apenas de un
pobre escenario rodante y escasos instrumentistas, pero entrega otra obra maestra: La
historia del soldado. "En la limitación, dijo, está mi fuerza. Mi libertad será
tanto más grande y profunda cuanto más estrechamente limite mi campo de acción y me
imponga más obstáculos". |

Igor Stravinsky en 1970 (foto arriba)
Cocteau, Picasso, Olga Picasso, Igor Stravinsky en 1926

con Charles Chaplin en Hollywood en 1937
retorno a Rusia en 1964
Pero otra vez
Diaghilev lo lleva a una nueva elección de caminos. Por pedido del empresario, debe
componer una obra inspirada en Pergolesi. Es la oportunidad para acercarse cada vez más a
un estilo universal, por medio de un lenguaje puramente sonoro. Antes de iniciar la
composición se encuentra ante esta encrucijada: ¿Concebirá su nueva obra bajo la forma
de arreglo, de pastiche o de composición personal; con respeto o con amor, en purista o
en creador? Y no vacila largo tiempo. "No se hacen niños con el respeto", es el
amor, la posesión, lo que permite crear. Y entonces tratará la temática de Pergolesi
(en Le baiser de la fée) como si fuera de materia concreta de una obra personal. El
camino de su neoclasicismo está iniciado.
En 1934, Stravinsky adopta la ciudadanía francesa, pero sólo por doce años. En
1946 se hace ciudadano de los Estados Unidos. En 1964, tras ausencia de 48 años, vuelve a
Rusia, donde es recibido triunfalmente. Han quedado atrás las acusaciones de Stalin, que
llamó a su música burguesa y decadente. Y después, otra vez los Estados Unidos, donde
el compositor siguió viviendo hasta la semana pasada con todos los honores que puede
tributar una sociedad capitalista al hombre que llena con su genio todo lo que va del
siglo XX musical. Pero aquí no terminan sus andanzas. De América, según expresa
determinación, sus restos deberán ser llevados a Venecia, ciudad ligada a varios
estrenos de sus obras, para descansar finalmente en ese cementerio de San Michele que
invariablemente turba, por su extraña sugestión, al viajero.
Stravinsky deja un centenar de composiciones. Algunas muchas son obra
del oficio, del dominio técnico. Y para este músico "la técnica es el hombre en su
totalidad", lo cual significa que afirmar aquello no es peyorativo para quien;
además, componer era una necesidad fisiológica. Pero hay con todo un grupo exclusivo de
partituras que son obra de iluminado. El pájaro de fuego, Petrushka, La consagración,
Las bodas, La historia del soldado o la Sinfonía de los salmos llevan el sello de
eternidad. O al menos de aquello que los hombres miden como eterno desde su humano metro
microcósmico.
Pola Suárez Urtubey
Stravinsky en Buenos Aires
Con las visitas de los ballets
rusos de Diaghilev (1913 y 1917) se empezó a conocer la obra de Stravinsky en Buenos
Aires. Pero fue en la década del 20 cuando se difundió su música a través de los
conciertos de Ernest Ansermet. Juan José Castro fue luego el gran intérprete del músico
ruso en la Argentina. Por eso cuando Stravinsky llegó por primera vez a Buenos Aires, en
1936, la recepción fue sensacional. Y apenas si pudo darse el gusto de estrenar su
Persephone, con Victoria Ocampo como recitante y el tenor Carlos Rodríguez. Todas sus
grandes partituras ya habían sido estrenadas con anterioridad por Ansermet y Castro. Pero
él las reeditó dirigiendo la Orquesta Estable del Colón, tanto en conciertos como en
espectáculos de ballet.
Por entonces, era el hombre, el creador y el intérprete en plenitud. Seis años
antes, apenas, había dado al mundo una de las glorias del arte musical de todos los
tiempos, su Sinfonía de los salmos.
En 1960 retornó Stravinsky a Buenos Aires. Y también dirigió cuatro obras
propias en el Colón. Pero ya era sólo un símbolo. |