|
Mi primer encuentro con Siqueiros
tuvo lugar en 1968 en su taller de Cuernavaca. Terminaba de realizar con su numeroso y
bien dirigido equipo los últimos tramos del mural La marcha de la humanidad, que ya
había comenzado a instalarse en un complejo cultural que funciona como anexo de un
imponente hotel de la ciudad de México.
Un hombre alto, de porte marcial, la cabeza erguida con melena de león cano, los
ojos azules, casi celestes, la nariz aguileña, Siqueiros acompañaba su tarea de cicerone
con una voz clara y plena de autoridad.
Su taller había sido transformado en algo que asemejaba un astillero para la
construcción de un transatlántico. Un ingenioso método permitía hundir los paneles
metálicos en huecos que eran cavados en la tierra y mediante un complicado sistema de
poleas éstos emergían a la altura requerida para la elaboración de las imágenes. Bajo
el signo de una cordial hospitalidad Siqueiros monologó en torno a sus temas favoritos:
el muralismo mexicano y su propia obra inserta dentro del mismo. Detectó la corriente de
respetuosa admiración que acompañaba sus inteligentes reflexiones y ello le animó a
explayarse por espacio de un par de horas.
Sus aseveraciones estéticas eran salpicadas cada tanto por observaciones
políticas en las que reafirmaba su fe en las luchas del proletariado y la liberación
final de los pueblos oprimidos.
Recuerdo que me enseñó un trozo de avión yanqui que tenia sobre la repisa de su
cuarto de estar, abatido en Vietnam, y que le había sido enviado de regalo por Ho Chi
Min.
Quizá ese día se sintiese particularmente comunicativo pues pese a mis esfuerzos
por abandonarlo no quería dar por terminada mi visita y me insistía para que me quedase
para seguir conversando.
Quizá una mal entendida prudencia de no querer acaparar al maestro, ya que habían
llegado otros visitantes, hizo que me despidiese con promesa de renovar el encuentro,
luego que hubiese tenido oportunidad de apreciar su opus magna, el referido mural de La
marcha. Pasaron unos tres años antes que esto ocurriese.
Durante mi visita a México en el año 71 con motivo del homenaje a Emilio
Pettoruti, polo opuesto de Siqueiros y por quien éste reveló sentir sincera admiración,
volví a visitarlo, esta vez en su taller de ciudad México, después de haber visto el
mural, tal como habíamos quedado. Un sector nada despreciable de la opinión local se
expresaba duramente respecto de la obra. Incluso me pareció notar en algunos críticos
que me habían interrogado acerca de mi impresión respecto de la obra, un tono de alepori
como si la misma les causase una situación un tanto embarazosa.
Frente a algunas de las corrientes que se arrogaban y se arrogan el rol de
vanguardias estéticas, la obra de Siqueiros resultaba extemporánea, desmesurada y hasta
regresiva en cuanto decoraba nada menos que un complejo arquitectónico tal como un hotel
de lujo, como si el maestro se estuviese desdiciendo de algunos de sus postulados
ideológicos.
Sabemos que en posterior polémica no faltó la crítica señora, según entiendo
compatriota nuestra, que le abofeteó en público sellando la desaprobación. Sabemos
también que el viejo soldado que expuso su vida en cárceles y combates, no contestó la
agresión, pero imaginamos el fuego que debieron despedir sus ojos.
La extensión del muro
No es mi intento entrar aquí en
esa polémica, que en lo que a mí respecta he resuelto hace muchos años. Baste decir que
apruebo la actitud de Siqueiros como apruebo la de Miguel Ángel al pintar la Sixtina,
aún cuando en el proceso no vacilara en colocar en el infierno a alguno de los
responsables del encargo; algo similar también hizo Ribera en sus murales del Rockefeller
Center de New York que fueran oportunamente borrados (los Papas de la banca menos
tolerantes que los del Vaticano). Si los artistas fuesen tan castos como los ideólogos,
no habría Sixtina ni Polyforum de Siqueiros (que así se llama el mural).
Durante aquella visita y en posterior almuerzo en la Embajada de nuestro país,
Siqueiros abundó en sus ideas madres y en el sentido de su obra. Su fundamental
preocupación era llevar el arte pictórico a dimensiones heroicas con miras a su función
social. Aunque eximio pintor de caballete como lo demuestra entre otras obras maestras su
autorretrato de puño en escorzo, Siqueiros consideraba que el arte para alcanzar su
última medida debía llevarse a la extensión del muro. Comparaba a la pintura de
caballete con la sonata o aún el cuarteto musical mientras el mural equivaldría a la
sinfonía o mejor aún a la gran ópera. Y lo cierto es que su mural tiene mucho de
ópera. La pintura así entendida juega su rol de la mano de la arquitectura y obliga al
artista a plantearse los problemas del espacio a nivel monumental.
Su temperamento desmesurado y fogoso, lo atestiguan sus actividades
metaartísticas, requería el espacio colosal para desplegarse. Seria a mi entender errado
plantear estas exigencias en términos polémicos, como lo seria hacerlo en materia de
poesía.
Vale el poema épico, como vale el buen soneto y el breve poema lírico, cada uno
en la medida del genio que lo creó, como ya lo planteó con inteligencia Edgar Allan Poe,
en su filosofía de la composición. Interesa aquí destacar que Siqueiros fue maestro en
todas las dimensiones que habitó su fuerte y agresivo espíritu.
Según sus propias afirmaciones un Jackson Pollock no hubiese existido sin sus
propias experiencias informales, ni quizá se hubiese pintado el Guernica de Picasso sin
la presencia del muralismo mexicano que rescató para los europeos la dimensión épica
que tenían abandonada.
Podrán discutirse estos reclamos, pero más allá de toda discusión posible,
resulta inadmisible hoy restar importancia y trascendencia a la obra de Siqueiros y de sus
colegas.
Que sus murales pueden aturdir en la grandilocuencia de sus formas y colores, algo
parecido sucedió con las óperas de Ricardo Strauss dando lugar a que algunos cantantes
se negaran a emitir las notas respectivas; hoy, nos cuesta creer que ello fuese posible.
Reconozco que al entrar al Polyforum sentí una sensación de agorafobia colmada: una
verdadera agresión visual que sólo la humildad del observador puede tolerar. |




Pero si el artista tuvo que ser humilde para crear, ¿por qué no el contemplador
para catar su obra? Son muchos los degustadores de música a quienes molesta Wagner con
sus vientos. Lamento lo que se pierden. Y sería también lamentable que el estruendo
visual de Siqueiros restase degustadores al formidable genio de su arte.
Dos opiniones de Siqueiros
El progreso en el arte
"La escultura no puede
seguir como hace miles de años cuando no existía el fuego. Debemos usar la ciencia y los
nuevos materiales, como el plástico. Buscamos una solución conjunta para la escultura y
la policromía. Queremos apartarnos de la escultura lívida. No queremos el realismo de la
escultura antigua. Queremos un neorrealismo. Hemos intentado la esculto-pintura en la
Ciudad Universitaria..."
Los coleccionistas
"Hay un norteamericano rico
que compra pinturas sólo de Picasso y mías. Me escribió sobre ellas, pero con más
pasión sobre las mías que sobre las de Picasso. Un día fui a su departamento en Park
Avenue y vi que tenía sólo Picassos. Mis pinturas las había dado a los museos. Le
pregunté por qué y me dijo: 'Sus pinturas no van bien con mis muebles'. ¿Cree que pinto
para complementar los muebles de nadie?" |